Lawrence M. Friedman - Río torrentoso

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El autor centra su ensayo en la reconstrucción de la identidad personal en los últimos tiempos, o para ser más precisos, en el siglo XIX y más allá— la identidad personal, se volvió más problemática, más confusa; mezclada y borrosa.
Lawrence M. Friedman
Es un historiador jurídico galardonado y de renombre internacional. Durante una generación ha sido el principal expositor de la historia del derecho estadounidense, y una figura destacada en el movimiento Law & Society. Es particularmente conocido por tratar la historia jurídica como una rama de la historia social general. Desde su galardonada History of American Law, publicada por primera vez en 1973, hasta su American Law in the 20th Century, publicada en 2003, así como otros tabajos suyos, se han convertido en obras clásicas.

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La ciencia y la tecnología modernas han influido, en muchos sentidos, en el sentido de la identidad, y, en cualquier caso, han cambiado la sociedad de manera relevante para la identidad personal. Para tomar solo un ejemplo: hoy, la identidad puede incluir —y a menudo incluye— un sentido de quiénes son las personas, genéticamente hablando, y de cómo están conectadas con la historia pasada: su propia historia personal, y también la historia de su familia, grupo o tribu. Por supuesto, la genética era desconocida para Abraham Lincoln, la Reina Victoria, Simón Bolívar, o el Emperador de Japón. Nadie podría enviar una muestra de saliva a un laboratorio y descubrir que hay una pequeña parte de la línea de sangre de esa persona con la tribu de Genghis Khan (o tal vez incluso con los neandertales). Antes de que se inventara la cámara fotográfica, ninguna persona común podía tener una idea real de cómo era su tatarabuela. Por supuesto, la identidad genética es fija e inmutable, pero conocer sobre ella puede alterar la perspectiva y percepciones que una persona tiene de sí misma, y de esta manera, llegar a influir en el tipo de elecciones de vida que podría tomar. El mundo moderno y la vida moderna —la ciencia y la tecnología modernas— amplían el menú de opciones. Hoy las personas se sienten libres para experimentar; para mudar identidades y asumir nuevas. Por ejemplo, pueden comer sushi incluso si no son japonesas, o pollo frito de Kentucky si lo son; o pueden cambiar a una religión distinta a la que heredaron de sus padres. Sin embargo, paradójicamente —como veremos—, a pesar del arco iris de elecciones, las culturas y las identidades son extrañamente convergentes. Sí, las personas en Berlín o Caracas pueden comer sushi y usar blue jeans, pero también pueden hacerlo todos los demás en el mundo moderno. Esto también es parte de la historia.

2Dror Wahrman, The Making of the Modern Self: Identity and Culture in Eighteenth-Century England (2004), Preface, xii.

3Eugen Weber, Peasants into Frenchmen: the Modernization of Rural France, 1870-1914 (1978).

4Wahrman, op. cit. p. 202.

5Natalie Zemon Davis, The Return of Martin Guerre (1983).

6Valentin Groebner, Who Are You? Identification, Deception, and Surveillance in Early Modern Europe (2007), pp. 212-218.

Capítulo 1

Arriba y abajo de la escalera

Los dos últimos siglos fueron, como todos saben, tiempos de enormes cambios sociales. En Europa, y en otras partes del mundo, la población creció de una manera sin precedentes. La población mundial era de unos 700 millones en 1750; a principios del siglo XIX había alcanzado mil millones; y en 1900, 1.6 billones. Las causas de esta tremenda ‘cosecha de bebés’ son aparentemente oscuras. ¿Fue la modesta papa, un regalo del hemisferio occidental, que podía alimentar a las personas de manera accesible y eficiente? ¿Fue el saneamiento? ¿Fue porque murieron menos bebés? Cualquiera sea la causa, la explosión demográfica tuvo enormes consecuencias. La gente entró en las grandes ciudades, dejando atrás al campo. Londres ya había alcanzado una población de 1,000,000 en 1800. A finales de siglo, su población era de más de 6,000,000. En el período colonial, en lo que más tarde se convirtió en los Estados Unidos, los pequeños asentamientos precarios se convirtieron gradualmente en pueblos y luego en ciudades. Los colonos blancos vinieron principalmente de las Islas Británicas, pero también había miles de inmigrantes alemanes. En el siglo XIX, la inmigración a los Estados Unidos se aceleró. Millones de europeos dejaron sus hogares, empacaron sus maletas, se amontonaron en barcos y se embarcaron hacia el Nuevo Mundo: desde las Islas Británicas, Escandinavia, Alemania; y luego más tarde del este y el sur de Europa. Esta corriente de inmigrantes hizo que lugares como Boston y Nueva York fueran tan diferentes de los pueblos puritanos del siglo XVII, como la noche lo es del día. En el transcurso del siglo XIX, Estados Unidos cambió gradualmente de una nación de agricultores a una nación urbana; y luego de una nación urbana a una suburbana. Las ciudades crecieron como hongos. En 1800, Chicago ni siquiera existía, Los Ángeles era un pequeño pueblo. La ciudad más grande de los Estados Unidos era Nueva York con unos 60,000 residentes. Esta ciudad alcanzó un millón en 1880, y 3,000,000 en 1900; Chicago tenía un millón de habitantes en 1890. Y aún había más por venir: una explosión urbana del siglo XX. También en otros países. El siglo XIX fue el siglo de la ciudad: París, Ámsterdam, Berlín. En el siglo XX aún más. Este fue el siglo de enormes áreas metropolitanas como Tokio y Ciudad de México: capitales que dominan a sus países y que absorben a la población como enormes aspiradoras.

La vida en la gran ciudad, como dijimos, difería esencialmente de la vida de una pequeña aldea, donde esencialmente todos se conocían. En el pueblo, un extraño se hacía notar. En Londres o Nueva York, por otro lado, las personas conocen a sus vecinos, a su familia, a las personas en su trabajo; pero aparte de eso, todos son extraños. El círculo de conocimiento íntimo incluye solo una pequeña proporción de las hordas que viven en la ciudad. Hay un flujo constante de personas en las calles. La gente viene y va; y apenas si se ven. Algunos que pasan nacieron en la ciudad; otros pueden haberse mudado antes de ayer. No hay una manera fácil de distinguirlos. No hay forma de saber cómo son realmente todos estos extraños.

El siglo XIX fue una época de inquietud y de movimiento. También fue un período de movilidad cultural y social. Las líneas entre las clases se desdibujaron, y para fines de siglo, al menos en algunos países, aparecieron grietas en los sistemas heredados de autocracia. El sistema político se volvió más democrático. Esto fue bastante pronunciado en los Estados Unidos —una república de hombres blancos libres, por supuesto; pero Inglaterra estaba mucho más ligada a las clases. Relacionado a ello, estaba el aumento en las oportunidades económicas. Era posible —difícil, pero no imposible— que un trabajador o un agricultor terminaran siendo ricos. La escalera del éxito era resbaladiza; era más difícil cuando se comenzaba en el peldaño más bajo; pero la escalera estaba allí, más disponible y accesible de lo que pudo haber sido en el pasado.

Dentro de los Estados Unidos, estas tendencias fueron más notables que en Inglaterra (y el resto de Europa). Los estadounidenses eran como ‘piedras rodantes’7, moviéndose de este a oeste, de norte a sur, de pueblo en pueblo, del pueblo a la ciudad. Este era un país de inmigración: a excepción de los pueblos nativos y los esclavos secuestrados en África y vendidos como esclavos, todos los estadounidenses eran inmigrantes o descendientes de inmigrantes. Los inmigrantes eran personas que se movían mucho; y, particularmente en el siglo XIX, continuaron moviéndose desde que aterrizaron en Estados Unidos. En 1850, según el censo, solo dos tercios de los estadounidenses aún vivían en el estado donde habían nacido; 11% nacieron fuera de los Estados Unidos; y el 21.3% se había mudado de un estado a otro.8 A mediados del siglo XIX, entre un período del censo y otro —un período de diez años—, aproximadamente el 30% de los residentes de cualquier ciudad habían cambiado de dirección o se habían mudado de un lugar a otro.9 Esta situación continuó siendo así, más o menos, durante las siguientes décadas. Los estadounidenses continuamente cambiaban de casa, de pueblo, de región, y hasta incluso —como veremos—, de identidades.

En la independencia, los estadounidenses en su mayoría vivían en ciudades y pueblos que se aferraban a la costa, como los percebes. Pero algunos ya estaban tratando de moverse hacia el oeste; y este movimiento llegó a parecer infeccioso e inexorable. No se permitía que nada se interpusiera en el camino: ni los pueblos nativos, que fueron apartados sin piedad o asesinados; ni las vastas regiones poco pobladas de propiedad de México, que fueron capturadas después de una breve guerra en la década de 1840. Estados Unidos se expandió hasta llegar al Pacífico. Y no se detuvo allí: en 1900, había absorbido al reino de la isla de Hawai, y comprado Alaska a los rusos. En 1893, Frederick Jackson Turner publicó su famoso ensayo The Significance of the Frontier in American History, en el que argumentó que la frontera había sido una influencia decisiva en la personalidad y el carácter estadounidense: hizo que el país fuera más democrático, más impaciente a las viejas reglas y costumbres, más libre, más innovador; y también funcionó como una especie de ‘válvula de seguridad’ económica y social. Más allá de que esta idea sea correcta o no, Turner es un producto de su tiempo. Escribió su ensayo cuando la ola de asentamientos había llegado al Pacífico; cuando la frontera estaba oficialmente muerta y enterrada. Su ensayo fue tanto una celebración como una autopsia. Lo que celebró fue el incesante impulso de expandirse, moverse, cambiar.

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