Eduardo López Molina - Lo que dicen las palabras

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"Lo que dicen las palabras" se propone dar cuenta de aquello que hacemos con las palabras, pero también de aquello que las palabras hacen con nosotros. El texto pretende poner en tensión usos disímiles de la palabra: en las obras de los trágicos griegos del siglo V a.C., haciendo hincapié en la Función Mensajero, testigo fiel encargado de narrar los hechos ocurridos lejos de la escena principal; en la obra de Platón, particularmente en el Cármides; y en la obra de Laín Entralgo sobre sus efectos terapéuticos. Encontramos en tales textos usos de la palabra ligados al cuidado, de sí y de los otros y, en el capítulo siguiente, los contrastamos con el uso que se hace de ella en la Psiquiatría contemporánea.
Veinticinco siglos después, el poder psiquiátrico traba una fuerte alianza con la industria farmacéutica, desaloja definitivamente al Psicoanálisis y se nutre de la Psiquiatría biológica, las neurociencias, los enfoques cognitivo-conductuales, privatiza la enfermedad mental y busca el síntoma en el sujeto y no ya al sujeto en el síntoma. En sus manuales crecen geométricamente los trastornos de una a otra versión, en tanto se atenúan cada vez más los requisitos para decidir por un diagnóstico.
Es la práctica analítica, tributaria directa de la tragedia griega, uno de los pocos escenarios, en estas nuevas condiciones de época, en los que se da libre cauce a la palabra, promoviendo condiciones que hacen posible su enunciación y la escucha atenta de los lamentos de la subjetividad.

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Con Claude Lévi-Strauss, mirando a lo lejos, aún podíamos registrar algunos de los puñados de humanidad esparcidos entre los tristes trópicos con sus pocos sonidos bucales exigidos a transformar en realidad la incierta e inefable vastedad del real. Fue el lugar y el momento en donde el antropólogo visualizó a nuestros antepasados construyendo con lo crudo y lo cocido holofrases, amasando, moldeando o tallando metáforas con la miel y las cenizas, tan pobres de palabras con las cuales nombrar tanto que los aproximaba a una vida poética. Quizá por eso, Jorge Luis Borges los pensó fabricando con los sueños el primer objeto estético con que los humanos mutaríamos lo monstruoso en maravilloso.

El goce sexual prohibido entre ellos por las rígidas estructuras elementales del parentesco para alimentar la incipiente división social del trabajo que les aseguraba la sobrevivencia, con los antiguos griegos, se volvió trágico, en tanto goce negado por los dioses, motivo de pasiones, desmesuras o hybris. La sólida, unívoca y comunitaria explicación del mito con el que esos rústicos ancestros se resguardaban de la cotidiana sorpresa de vivir, en aquella Grecia se convirtió en un relato trágico del Poder. Punto donde el perfecto mecanismo de relojería de aquellas pequeñas comunidades o lejanas organizaciones humanas se alteró ni bien ellas se constituyeron en termodinámicas o, propiamente hablando, en sociedades. Momento donde encontraremos al hombre desnudo tratando de cubrir su inaugurada intemperie de sujeto con los tejidos de las Tragedias y con ellos, luego, vestirse, gracias a la confección de la Filosofía, con los ropajes del sujeto de la Razón (Logos) que lo llevará, con el Código de los antiguos romanos, a calzar sus pies en el sujeto económico del status o la propiedad con los que, después, caminará, vía el posterior cristianismo, hacia el elegante traje de la libertad, la responsabilidad y la culpa. Tal vez por esto Lévi-Strauss llegó a afirmar que el sujeto era un invento cristiano y, por lo tanto, fuera de su interés puesto en los pueblos sin escisiones. No obstante, en la naciente termodinámica Moderna, aquel sujeto nacido desamparado y singular, una vez decentemente vestido y bien protegido, fue presentado por Emmanuel Kant con las luces del “deber ser” de la Razón pura y práctica.

Desde aquél nacimiento del pensamiento trágico griego en lo que significó el paso de una organización humana regida por coordinados engranajes de relojería (tribal y sin escisiones, o sea sin el problema de la razón y la verdad) hacia otra termodinámica (rigurosamente hablando; sociedad con divisiones o disensos), según la conceptualización de Lévi-Strauss, y donde comenzó a prefigurarse esa encrucijada de lo general con lo singular intermediados por lo particular que conformará los orígenes del silogismo, llegó el sujeto a este presente neoliberal en el que Eduardo López Molina lo ve en riesgo de ser borrado, particularmente, por el ejercicio de la Psiquiatría de los DSM asociada a la poderosa industria farmacológica.

Posible riesgo como consecuencia del malestar (en la cultura) o de la insoportabilidad humana por sobrellevar el desamparo que pulsa y divide la condición de ese sujeto inaugurado por los trágicos griegos. De ese desgarro singular atestigua el dolor de Agamenón cruzado por lo general que le demanda la vida de su particular amada hija Ifigenia. Cruce no muy distinto en el que se halla la joven designada para el sacrificio cuando, desde su singularidad sufriente, se resigna a lo que ordena la Grecia como generalidad.

Allí, en esa encrucijada, está el héroe trágico, porque no hay tragedia sin él, como tampoco héroe sin tragedia. En ese sujeto se asienta la trama. Su presencia habla de la singularidad del sufrimiento del sujeto en la escena, pero, también, del modo con que otras semejantes singularidades podrían prevenirse de padecer. Para eso, la Tragedia ofrece el modelo del sujeto de la mesura (diké), el apolíneo de la moral y la razón (logos), el del castrado a un goce que los dioses, sus únicos propietarios, han negado a los finitos mortales. Será el sujeto dispuesto al goce por los ideales de la virtud, el impedido a gozar de lo prohibido vía una pasión o desmesura (hybris) dionisíaca por la que, en su doliente singularidad, recibirá el castigo de ser gozado por las divinidades que sentencian.

Aun así, ese sujeto ideal del “deber ser” virtuoso, racional y mesurado sabe, como el inconsciente freudiano, que su constitución es tan inseparable de lo siniestro como el deseo de la ley. Por eso, antes que el horror asome y con él se desbarate la escena (acting-out), el Mensajero que aquí le interesa a Eduardo López Molina, como aquellos “facilitadores” de los que hablaba Freud, provee los significantes (o “representaciones-palabra”) con los cuales lo reprimido (o “representación-cosa”) entrará a la escena (acting-in) hecho lenguaje y, por lo tanto, dispuesto a generar significaciones y sentidos. Así, entonces, lo que no se puede ver, lo que no se muestra, el “más allá”, la verdad, lo que está fuera de lo simbólico, la otra escena freudiana de la cual, en la Tragedias, nos anoticia el Mensajero, logra ser hablada e introducirse en la cultura como un saber que, por provenir de una función, fija una singularidad abierta a las series constitutivas del sujeto deseante. Mas, tras ese decir o enunciación aflorará el Coro para afirmar el enunciado que debe regir al sujeto ideal de la virtud y la mesura.

Además, será a través de las figuras de los reyes que en las Tragedias no sólo se patentiza la presencia de la sociedad termodinámica y dividida de aquella antigua Grecia sino, también, el modo de justificar el ejercicio del Poder y su costo. Esos nobles de entonces eran los encargados de corporizar los ideales morales de la mesura (diké) como, a la vez, de padecer las penas desencadenadas por las transgresiones a las prohibiciones impuestas por los dioses. Por lo tanto, con las Tragedias, el Poder se constituye como sede del ideal moral y, a la vez, del acatamiento a los límites impuestos a las pasiones por las leyes divinas para mantenerlo y ejercerlo ante sus gobernados.

De aquí que aquellas iterativas formas mitológicas con las que los pueblos de “relojería” explicaban la reconocida incógnita de vivir, con las Tragedias y sus novedosos haces opositivos transitando entre las idealizaciones de lo virtuoso y racional (Logos), se convierten en una explicación del Estado y la convivencia dentro de una sociedad dividida y cruzada por intereses. Con ellas, lo general, hecho designio divino, trama tejida y decidida por los dioses, destino ineludible e inmodificable, dictamina el orden del Poder como el modo en que los humanos deberán transitar sus escasas existencias por la Tierra. Mas, también, gracias a las Tragedias, esas inefables poquedades singulares se encontrarán nombradas y, por lo tanto, denegando sus inevitables soledades y castraciones, bajo la fantasmagórica forma de un destino se creerán acompañadas por un conjunto de deidades. Allí supondrán la presencia del significante que les falta en el saber de lo absurdo de vivir errante.

Por esto, más que de lo trágico de la existencia, es pertinente hablar de una existencia trágica o de un posicionamiento trágico ante la existencia, en tanto no siempre el existir (ex-stare; estar fuera, para Martin Heidegger) fue trágico ni necesariamente lo tiene que ser. Al punto que Jacques Lacan decía que el fin del análisis es destituir la tragedia (“Novela o Mito Familiar del Neurótico”) y, obviamente, con ello, al sujeto o al héroe de su trama. Idea consecuente con la definición freudiana de la neurosis como religión privada y de la cual los humanos, a pesar de los sufrimientos que ella implica, se resisten a dejar frente al angustioso desamparo gestado por la ausencia que empuja a la subjetivización y al deseo cifrados por el equívoco, el mal entendido o la falta. De ahí que Freud hablaba de los beneficios primarios y secundarios del síntoma. Tragedia o destino como saber o sentido con el cual explicar lo incierto y protegerse ante la siempre amenazante angustia, aunque las ofrendas exigidas adquieran el tamaño de las garantías demandadas.

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