Después, besó una de sus mejillas, se giró y llegó hasta la puerta moviéndose con suntuosidad. Sus caderas bailaban a un ritmo libidinoso, y él se limitó a observarla sin inmutarse, aguantando su talante serio y arrogante.
—¡Maldita sea! —Estrelló su preciado libro contra la pared en cuanto ella desapareció.
Caminaron arropados por la primera luz del alba, evitando los senderos más transitados, ocultándose tras los gruesos troncos de los robles y amparándose bajo sus extensas ramas. No podían arriesgarse a que los detuvieran. Al fin y al cabo, eran humanos de un alto interés para las tropas que una vez fueron aliadas, aunque estas ignoraran todavía que habían regresado a Silbriar. No era el caso de Coril. A él le habían colocado una diana en la frente. Era un fugitivo molesto y escurridizo que vagaba por los bosques como un ermitaño sin hogar, o eso al menos era lo que pensaban.
El elfo avanzaba con semblante severo, apartando los arbustos que enlentecían su marcha. Marcaba un ritmo ágil y sin descanso. De vez en cuando, observaba de reojo a los chicos, quienes seguían sus pasos con cierta fatiga. Pero no se quejaban, y eso era de agradecer. Eran conscientes de la importancia de la misión que tenían encomendada. Apagó un creciente bufido que brotaba de sus entrañas y que habría delatado su incipiente preocupación: no confiaba en Zacarías, no tenía motivos para hacerlo. Valeria pensaba que era un títere más en la maraña de enredos que había tejido Belemis y ella quería apelar a su cordura. Él dudaba de que el famoso mago de las Montañas Sagradas tuviera siquiera juicio. Era un plan arriesgado, y aunque aprovechasen la invisibilidad de Érika para entrar en el campamento, Zacarías podría dar la alarma en cuanto ellas se descubrieran ante él.
Cuando el sol llegó a su punto más álgido, decidieron hacer un descanso. Apenas hablaron. El silencio fue su compañía más fiel, evitando así que sus voces alertaran a los posibles soldados que transitaban por el bosque buscando alguna pobre alma con la que poder entretenerse. Érika agradeció la parada; sus cortas piernas trabajaban el doble y se fatigaba continuamente. Su hermana y sus dos amigos se turnaban para cargarla sobre sus espaldas cuando se quedaba rezagada. Ella no quería entorpecer el viaje, pero debía admitir que estaba exhausta. Se bebió casi una cantimplora de agua, y aprovechando que un pequeño riachuelo discurría a varios metros de allí, se alejó para llenarla. Se agachó, y durante unos segundos se distrajo contemplando su reflejo en el arroyo transparente.
De pronto, sorprendida, advirtió cómo su imagen se difuminaba. Se desvanecía ante ella formando ondulaciones que se perdían al acariciar la otra orilla. Entrecerró sus enormes ojos verdes al comprobar que una nueva figura se modelaba en las aguas tranquilas. Al principio, no la reconoció. Después arqueó las cejas, que desaparecieron tras su flequillo rubio, al mismo tiempo que su boca se abría de manera inverosímil. ¡Lidia estaba allí! Parecía que estuviese en la sala de un cine disfrutando de una película entretenida. ¡Claro, que la pantalla era el río! Su hermana se encontraba en una habitación repleta de espejos y no estaba sola. Lorius Val se hallaba con ella y le entregaba un puñal. Ella lo aceptaba sin más, asintiendo con mirada fiera mientras lo recibía.
—¡Ah, estás aquí! Érika, no puedes alejarte tanto. —Valeria le ofreció su mano y ella la aprovechó para levantarse—. ¿Qué estabas haciendo?
—Nada, llenaba la cantimplora —se excusó, volviendo la vista atrás. Pero Lidia se había ido, ya no había rastro de ella en el agua.
Retomaron la marcha y, durante horas, ascendieron por intrincados atajos herbosos y empinadas colinas plagadas de flores silvestres. Érika no mencionó la extraña aparición de su hermana en el río, ya que no quería agitar aún más los ánimos de sus amigos. No comprendía por qué la había visto ni tampoco el significado de tan singular escena. Observó al elfo, quien, a pesar de moverse con dinamismo, se deleitaba apreciando los prodigiosos paisajes que iban dejando atrás. Se habían desviado del camino que los conduciría a los Lagos Enanos para adentrarse en el Bosque de las Almas Perdidas, su antigua morada.
Al llegar a la cima, Coril distinguió el campamento principal. Allí debía encontrarse Zacarías. Unos kilómetros más allá divisó los límites de los desaparecidos bosques élficos: los Bosques Altos. Aunque las ciénagas se hubieran secado y los árboles muertos comenzaban a resucitar, nutriéndose de la nueva vida que bullía bajo la tierra, la estampa que contemplaba estaba muy alejada del paraíso que recordaba, aquel donde sus sueños lo transportaban cada noche antes de que la guerra lo hubiera destruido. «Las Almas Perdidas... En eso se ha convertido mi casa: en un cementerio de cuerpos».
Agazapados tras una imponente mata, el elfo escudriñaba el terreno mostrando un semblante preocupado. Numerosas tiendas de campaña se aglomeraban alrededor de una improvisada cabaña de madera. Demasiados soldados rasos vigilaban los alrededores mientras los magos, supuso, debían estar refugiados bajo el frescor de sus lonas hechizadas.
—No creo que deban entrar ellas solas —sugirió Daniel—. Yo podría acompañarlas. Si ese Zacarías no entra en razón, quedarán expuestas ante cientos de enemigos.
—No, te necesito aquí. Si algo va mal, tendremos que impedir que los soldados entren en la cabaña —le contestó el elfo—. Yo cubriré la puerta desde lo alto de ese árbol, tú lo harás desde la parte opuesta y Nico se quedará aquí. Si ese mago decide detenerlas, actuaremos. Será tu hermano quien irrumpa en la cabaña con la ayuda de sus botas. Él puede sacarlas sin que sufran ningún rasguño.
—Podré hacerlo, no hay problema. —Nico asentía, apretando el mentón.
—¡Bien, nos toca! —los informó Valeria al tiempo que ella y Érika se volvían invisibles.
Se dirigieron a la entrada de la cabaña con las manos entrelazadas, llenas de confianza, sin sobresaltarse por las continuas risotadas que soltaban un grupo de hombres a su derecha. El poder de la pequeña estaba creciendo, su seguridad impedía que la invisibilidad fluctuase. Lo único que debían temer era que alguien tropezase accidentalmente con ellas. Esperaron pacientes a que alguno de los soldados que hacía la ronda de vigilancia abriese la puerta. Se habían percatado de que, a pesar del numeroso trasiego que había en la zona, muy pocos eran los que atravesaban el umbral que las llevaría ante el mago. Aun así, no desistieron. Tarde o temprano alguien debía informar del avance del enemigo, de las noticias que podían llegar de otros regimientos o, simplemente, el mago necesitaría estirar las piernas. No se quedaría encerrado contando cómo pasaban las horas del día.
Por fin, sus súplicas fueron escuchadas y un hombre bajo y con aspecto desaliñado tocó a la puerta portando una olla que desprendía una jugosa fragancia a guiso recién hecho. Valeria contuvo la respiración. Había llegado su momento. Se infiltraron sin problema en el interior aprovechando las cortas zancadas del hombre, quien trataba de cruzar con premura la sala, y así pudieron adelantarlo y observar mejor sus movimientos. Valeria reparó en lo acogedora que resultaba la estancia, con muebles cómodos e intimistas. Después de haber escuchado decenas de reproches contra el mago de las Montañas Sagradas, los cuales criticaban su excentricidad, su aburrida retórica y su especial narcisismo, le extrañó encontrarse con una habitación decorada para recibir con cordialidad a sus subordinados.
El curioso hombrecillo, de manos peludas y nariz ancha, golpeó con sus nudillos una puerta que se encontraba a su derecha mientras con la otra mano hacía malabares para que el caldero no cayera al suelo. Esta se abrió y las dos hermanas se deslizaron con presteza para introducirse en la nueva estancia. Allí descubrieron a un anciano de hermosa barba blanca y discretos ojos marrones, sentado tras un pequeño escritorio repleto de pergaminos. Zacarías le indicó con un gesto al sirviente que depositara la comida sobre la mesa y abandonara su aposento. Este obedeció sin apenas levantar la cabeza y ambas escucharon el sonido de la puerta cerrarse tras de sí.
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