—¡Por las hadas petulantes y mariposonas! —El enano dejó caer su labio inferior hasta mostrar su dentadura amarillenta—. Si eso es verdad, el destacamento de Galvian que circunda el Sendero de las Piedras Silentes está en grave peligro. Zacarías ha ordenado el despliegue de los magos por el norte para impedir que las tropas de Lorius se hagan con la Ruta de las Especias. ¡Y pulgas endemoniadas! Ha colocado a los gnomos de Nims cerca del río que atraviesa los bosques del sur.
—Pues es evidente por qué ha hecho eso —exclamó Daniel, visiblemente enfadado—. Lorius acabará con los gnomos de un plumazo y conseguirá llegar hasta aquí. No va a atacarnos por el norte, él está en el castillo del desierto. ¿Es que a nadie se le ocurrió pensar lo más lógico? ¡¿Que se acerca por el sur?!
—¡Pues claro, carita relamida! —le espetó Onrom—. ¡Por eso los mejores enanos están protegiendo las tierras del sur!
—¿Solos? —le preguntó Coril, preocupado—. ¿Dónde están los elfos? ¿Y las hadas? También escuché decir que cientos de mestizos fornidos se habían alistado. ¿Por qué Zacarías los ha dispersado por todo Silbriar?
—Tengo que advertir a Galvian. Ha enviado a mi pueblo a una muerte segura —se lamentó el enano mientras recogía su arma—. No puedo embarcarme hacia esas condenadas islas sin antes contarle a mi jefe los planes de ese traidor. ¡Juro por mi honor que acabaré con ese mago calvo y estirado! —Antes de salir, giró sobre sus talones y se dirigió de nuevo a ellos con voz grave—: Voy a reunir a un equipo de leales y conseguiré un barco. Todavía tengo algunos contactos. ¡Elfo, nos vemos en los Lagos Enanos!
El sonido de la puerta al cerrarse los sumió de nuevo en un candente desasosiego. Ya no había luz bajo la que ampararse, ya que la vela había menguado hasta desaparecer por completo. Daniel extrajo un mechero de su bolsillo y una llama débil floreció entre sus dedos. Coril observaba el objeto con cierta reticencia, pero aceptó de buen grado los extraños utensilios de los humanos. No contaban con esferas lumínicas, ni siquiera con las curativas. Apenas le quedaban dos cantimploras con agua del oasis y debían recorrer un largo camino plagado de soldados antes de llegar a los Lagos Enanos. Él seguía siendo un fugitivo.
Valeria observó que su hermana se había quedado dormida junto a Nico. Siempre había envidiado la capacidad de Érika para adormentarse en cualquier sitio, fuera incómodo o a plena luz del día. Si se encontraba cansada, todo lugar se convertía en agradable con tal de que pudiera cerrar los ojos. También el guardián de las botas parecía exhausto. Entrecerraba los párpados y presionaba con ambas manos su barriga.
—¿Nico está enfermo? —preguntó intranquila.
—No te preocupes —le contestó Daniel—. Mañana estará listo para la misión. Tendrá un dolor de cabeza horrible, pero se sentirá mejor.
—Deberíamos descansar nosotros también —sugirió el elfo—. Nos espera una larga jornada.
—Antes de darnos las buenas noches, tengo que comentaros algo. —Valeria soltó una profunda exhalación—. Es verdad que el señor Moné sigue con vida, pero... no es porque Lorius se haya apiadado de él. Bibolum me explicó que Lidia, para romper el tercer sello y que su alma se vuelva definitivamente oscura, debe asesinar a su maestro.
—¡¿Qué?! —Daniel entrelazó los dedos de ambas manos detrás de su nuca.
Coril entrecerró los ojos y clavó su intensa mirada en el rostro desamparado de la muchacha.
—No voy a preguntarte si tu hermana sería capaz de cometer un acto tan deleznable, ni siquiera si tiene las suficientes agallas para dirigir un ejército de sombras contra el Refugio. Solo dime que no cometerás una estupidez para intentar salvarla, arriesgando tu vida o la de tus compañeros.
—No voy a ir a ese castillo —afirmó tajante—. Lo primero es lo primero. Yo también le hice una promesa a Aldin en ese oasis, por mucho que me duela.
—¿De verdad estáis valorando la posibilidad de que Lidia rompa ese jodido sello? ¿Matar a Aldin? ¿En serio?
Ninguno de los dos respondió a las preguntas de Daniel, pues estaban inmersos en un duelo de miradas en el que, finalmente, el elfo cedió y retiró la suya para volver a examinar el extraño fuego que nacía del minúsculo tubo.
—Sé que nos desviaremos de la ruta, pero mañana quisiera ir al Bosque de las Almas Perdidas —anunció Coril sin más—. Tenemos un amigo al que reclutar.
—Me parece bien —celebró Valeria, mostrando una gran sonrisa—, ya que, tomando el camino del norte, podemos hacer otra paradita. ¡Vamos a hablar con Zacarías!
La luz se extinguió de los dedos del guardián de la espada y la oscuridad pasó a ser la dueña indiscutible de la noche. La guardia tomaba las calles de la capital, abordando a todo aquel que no tuviera permiso para deambular a esas horas. Cuando el crepúsculo ahogaba los últimos latidos amarillos del día, la ciudad se convertía en una ratonera para infieles, traidores o simples ladrones. Nadie estaba a salvo al alzarse las tinieblas, las cuales recorrían las arterias de Silbriar nutriéndose de sus víctimas indefensas. Estas eran marcadas como la peste, y algunas de ellas, enviadas a los calabozos. Y muchas, obligadas a alistarse en el pelotón que defendía el camino del sur.
Se colocó un delantal más largo que su falda y cubrió sus cabellos castaños con un paño que se ató detrás de la nuca. El calor de los fuegos de la cocina no hizo que renunciara a sus planes, a pesar de que su frente estaba impregnada de sudor y percibía un agua pegajosa que descendía por su espinilla dorsal. De los calderos emanaba un exquisito aroma que le recordaba al estofado de su madre, aunque era incapaz de distinguir uno de los ingredientes más básicos, y era ese el que más perforaba sus sentidos. No era tomillo, pero debía existir algo similar en Silbriar que la hacía evocar sin cesar la imagen de su madre cortando la zanahoria con esmero.
Una de las sirvientas le entregó la bandeja con la comida y se lamentó al examinar que no había rastro del excelente guiso que cocinaban. El plato estaba lleno del insípido puré, especialidad para los prisioneros de la casa, salpicado con algunos trozos de carne de lacomonte, bicho que afortunadamente no tenía el placer de conocer en persona.
Abandonó los fogones con paso firme, alardeando de sus dotes de camarera y evitando cruzar la mirada con algún que otro lopiard curioso. Sí, los caralobos volvían a entrometer sus apestosas narices en asuntos ajenos. Algo así había vociferado la bruja. No le había permitido a Lorius que entrasen en el castillo y a la mayoría los mantenía fuera, en los muros de vigilancia o acechando en las montañas circundantes por si a algún mago perdido se le ocurría asaltar su hogar. Pero no había podido impedir que una docena de ellos custodiasen los aposentos del mago oscuro y las estancias donde pasaba la mayor parte del tiempo.
Lidia ya no era una prisionera. Accedía con facilidad a todos los dominios del castillo, incluso podía salir al exterior para respirar ese aire amarillo que le provocaba alergia, aunque prefería permanecer dentro, porque, salvo escasos matorrales, no había nada de su interés ahí fuera. Había aprendido a moverse con gracia, a tratar con la bruja siendo condescendiente y educada, a ignorar los comentarios del mezquino hechicero, pero, sobre todo, a darle órdenes al servicio y a camuflarse entre él pasando desapercibida. A estos no les importaba que de vez en cuando los visitase, pues, de todos los señores del castillo, ella era la más alegre y bondadosa. Por eso colaboraban con sus travesuras de «princesa mimada», disfrazándola de lo que se le antojase, ayudándola a infiltrarse en habitaciones «prohibidas», para luego, a escondidas, obsequiarla con los mejores dulces.
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