En el caso de la metáfora del virus como mensajero, se activa este arquetipo cultural de «matar al mensajero». Es cierto que una minoría de los que usan esta metáfora la prefieren a la metáfora del enemigo, precisamente porque quieren entender el mensaje, por más doloroso que sea. Sin embargo, en el discurso público, incluso cuando se usa la metáfora del virus como mensajero, no se pierde un minuto en intentar descodificarla. El pánico o el terror del mensaje performativo (muerte o amenaza de muerte) es tan grande que no se intenta investigar la causa de la muerte, como sería propio de cualquier investigación criminal o novela policíaca. El próximo paso es un non sequitur con el significado del mensaje. A la sociedad le basta con el hecho de no gustarle la noticia que trae el virus. No intenta confrontarla y mucho menos cuestionar las razones que la pueden haber provocado. En lugar de esto, concentra todo su esfuerzo en matar al mensajero.
Por esta razón, la metáfora del virus como mensajero no me parece una buena metáfora para ayudarnos a pensar cómo podremos impedir en el futuro la llegada de nuevos mensajeros, eventualmente con noticias aún más aterradoras. Al igual que la metáfora del enemigo, la metáfora del mensajero se centra en la eliminación de este virus. Sirve para defendernos en el presente, pero no para defendernos del futuro.
El virus como pedagogo
Yo me decanto por la metáfora del virus como pedagogo. Es la única que nos exige intentar comprender el virus, las razones de su acción, y, en función de ello, intentar organizar las respuestas sociales que, en el futuro, podrán disminuir la posibilidad de ser visitados por nuevos virus de esta manera tan indeseable. Concebir el virus como pedagogo es darle una dignidad muy superior a la que se le da a través de las metáforas anteriores. Para la metáfora de la guerra, el virus es un enemigo que se debe eliminar, para la metáfora del mensajero, el virus es un portador que no tiene ningún papel significativo en las rivalidades en juego. Como portador, seguro que se limitará a decirnos lo que el mensajero dijo a Cleopatra en la obra de Shakespeare: «Gentil señora, yo sólo traigo noticias de una boda que no es mía» [4]. La metáfora del pedagogo es la única que nos obliga a interactuar con el virus, a convertirlo en un sujeto digno de tener un diálogo con nosotros. Como es obvio, es un pedagogo cruel, que no pierde el tiempo en explicar las razones de su forma de actuar y simplemente actúa como debe actuar. Sin embargo, no es un ser irracional. Tuvo sus razones para llegar ahora hasta nosotros y para llegar de la manera que lo ha hecho. Así pues, es necesario intentar pensar en él, para poder pensar progresivamente con él, hasta finalmente pensar desde su propio punto de vista.
En consecuencia, propongo un nuevo tipo de hermenéutica diatópica, una hermenéutica entre la racionalidad humana y la racionalidad viral, una interpretación del mundo entre dos formas de concebir la vida y las relaciones entre la sociedad y la naturaleza con la esperanza de, mediante concesiones o transformaciones recíprocas, llegar a puntos de convergencia que permitan la convivencia entre humanos y no humanos. Esta hermenéutica pretende aprender con el virus, transfiriendo a la sociedad lo que aprendemos con él. En este sentido constituye una pedagogía intervital, entre vida humana y no humana. No será una pedagogía fácil. Existen muchas dificultades a muchos niveles. ¿Acaso seremos capaces de aprender con alguien que no hemos visto ni veremos nunca? Con el virus, el aprendizaje será siempre teleaprendizaje. ¿En qué medida esto es diferente de las revelaciones de la divinidad en el seno de las religiones? ¿Y acaso la sociedad estará dispuesta a aprender? Creo que la mayoría de la gente ve el virus como una pesadilla y sólo desea despertarse de esta lo más rápidamente posible. Olvidar será, en ese caso, una pulsión más fuerte que aprender. Por otro lado, si partimos del supuesto de que debemos aprender con el virus, tal como vengo defendiendo (Santos, 2020a), los obstáculos a los que se enfrenta el aprendizaje son enormes. Las mejores teorías pedagógicas nos dicen que todo el aprendizaje debe ser coaprendizaje, aprendizaje recíproco para una educación mutua. Al estar disponibles para aprender con el virus, ¿en qué medida podemos saber si el virus quiere aprender con nosotros? Si aplicamos a este aprendizaje la teoría de Paulo Freire, la justamente celebrada pedagogía del oprimido, ¿quién es en este caso el oprimido, nosotros o el virus?
Pese a todas estas dificultades, pienso que la metáfora del virus como pedagogo nos sitúa ante una tarea no sólo posible sino también urgente. En primer lugar, es necesario empezar por una escucha profunda del virus. El conocimiento occidental dominante nunca nos ha enseñado a escuchar profundamente cualquier cosa (Santos: 2018a: 248-254). Sólo nos ha enseñado a oír, y oír es la forma más pobre y superficial de escuchar. Oír es estar disponible apenas para entender lo que consideramos relevante, independientemente de si es agradable o desagradable. Es una escucha problemática, porque depende de nuestros intereses del momento. De hecho, como somos la parte dominante en la escucha, sólo oímos y valoramos lo que nos interesa. Al realizar entrevistas, el sociólogo o el periodista sólo escuchan. Si la persona entrevistada empieza a hablar de lo que le interesa realmente o le angustia, sólo se la escuchará si los intereses de quien la entrevista coinciden con los suyos. Todo el resto es irrelevante, aunque sea de vital importancia para la entrevistada.
¿Cómo escuchar profundamente al virus? Antes que nada, es necesario considerar que el virus puede estar queriendo decir cosas que son ininteligibles sólo porque no las podemos o no las queremos entender. Al asumir, por ahora, que el virus es un ser natural, la dificultad de la escucha profunda es particularmente incapacitante en la cultura eurocéntrica. La manera en la que se moldeó a los seres humanos eurocéntricos provocó su falta de capacidad a la hora de escuchar la naturaleza y los condicionó a observar tan sólo cuando les da placer hacerlo (contemplación de paisaje) o cuando les aporta alguna ventaja (apropiación de los recursos naturales, materias primas). La escucha profunda implica el esfuerzo mucho mayor de atreverse a descifrar y entender. ¿Pero cómo nos podemos comunicar con el virus? ¿Cuál es su lengua y su lenguaje? Al infectar y matar, el virus parece ser eximio en lenguaje factual. Argumentar con él, intentando usar un lenguaje superficialmente parecido, significará neutralizarlo o matarlo. Sin embargo, en ese caso no habrá aprendizaje, y estaremos en el ámbito de la metáfora de la guerra y del enemigo. Para aprender con el virus es necesario ir más lejos, no limitarnos a lo que nos dice e intentar saber lo que nos quiere decir y por qué nos lo quiere decir. A este nivel se vuelve necesario establecer una traducción entre el lenguaje humano y el lenguaje viral. No se trata de una simple traducción lingüística. Se trata de una traducción intercultural, entre la cultura humana de los infectados y los fallecidos, la cultura del personal sanitario que los cuida, la cultura científica de quienes estudian los virus y la cultura natural del agente infeccioso y letal. Es una tarea muy compleja debido a un vicio fatal de los seres humanos: el antropocentrismo. Este vicio consiste en concebir el mundo a nuestra propia imagen y semejanza y, por tanto, a atribuir al virus razones como si se tratara de uno de nosotros. El problema es que, si actuamos así, sólo aprenderemos lo que ya sabemos, o sea, nada. Así pues, es crucial partir del supuesto de que el virus no piensa como nosotros, piensa como un virus. Y, pese a estar aterrorizados por su culpa, no debemos olvidarnos de que en este ámbito somos superiores a él. El virus no es capaz de imaginar que sea posible pensar de otra manera de la que él piensa.
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