Boaventura de Sousa Santos - El futuro comienza ahora

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En este libro escrito al ritmo de los acontecimientos provocados por la covid-19, Boaventura de Sousa Santos realiza, entre el miedo y la esperanza, un brillante análisis que trata de extraer las muchas lecciones que parece estar dándonos una pandemia que ha intensificado las desigualdades y discriminaciones sociales. Una de las más importantes tal vez sea la necesidad de democratizar la democracia. En medio de tantas muestras de actitudes contrarias a la vida, de negacionismo, de concentración del poder a base de decretos y estados de excepción, es urgente preguntarse quién gana realmente con todo esto.
En la primera de las dos partes en que se estructura el texto, se ofrece una visión lo más panorámica posible de la devastación provocada por el coronavirus, de la historia larga que lo precedió, de las causas que determinaron la forma en que «eligió» a sus víctimas, de las consecuencias que se derivaron de ello, de las acciones de los Estados y de las comunidades ante un peligro de dimensiones imprevistas. En la segunda, se argumenta que tal vez sea ahora cuando el siglo XXI tenga su verdadero comienzo. Estamos al final de una era que comenzó en el siglo XVI con la expansión colonial europea; las señales son demasiado visibles para ser ignoradas. En la nueva que se abre ante nosotros, la naturaleza ya no nos pertenece, sino que nosotros pertenecemos a la naturaleza. El autor prevé una transición larga y difícil, pero irreversible, hacia un nuevo modelo de civilización poscapitalista, poscolonial y pospatriarcal. Las resistencias serán enormes, pero la tarea es inaplazable.

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La metáfora del enemigo tiene dos sesgos principales. Por un lado, centra la acción contra la pandemia exclusivamente en el Estado. Ahora bien, como veremos, en la lucha contra la pandemia estuvieron decisivamente implicadas familias, comunidades, asociaciones y, sobre todo, los profesionales sanitarios que actuaron con un espíritu de misión que no se reduce al mero estatuto de funcionario público. Por otro lado, esta metáfora implica que, una vez ganada la guerra, todo volverá a la normalidad. Sin embargo, lo más probable es que no sea así, no sólo porque la victoria definitiva es un escenario muy incierto, sino también porque, cuando ocurra dicha victoria, si es que ocurre, la nueva normalidad será muy diferente de la que hemos vivido hasta ahora. Además de todo esto, es muy probable que no se elimine el virus, más bien se domesticará o se neutralizará a través de los anticuerpos que producimos y las vacunas. Puede que al final la guerra no se gane, y que a lo máximo que podamos aspirar sea a obtener unas treguas temporales y condicionadas.

En los últimos cincuenta años, la metáfora de la guerra fue ampliamente usada en el mundo occidental liderado por Estados Unidos para mencionar la percepción de la seriedad de las amenazas que lo podrían destruir. Si la historia nos sirve de lección, esas guerras se diseñaron para ser guerras permanentes y puede que incluso perpetuas. Así ha sido la guerra contra el comunismo, a pesar de no haber hoy comunismo en ninguna parte del mundo, ni siquiera en China, donde lo que domina es un capitalismo de Estado. Lo mismo pasa con la guerra contra el terrorismo, con la guerra contra las drogas y, más recientemente, con la guerra contra la corrupción. Ninguna de estas guerras se ha terminado en la actualidad ni está previsto que se termine en los próximos tiempos. ¿Ocurrirá lo mismo con la guerra contra la pandemia? Curiosamente, la guerra contra las pandemias recientes[2] tiene en común con las otras guerras permanentes el hecho de ser una guerra irregular. El enemigo es impreciso, engañoso, no respeta las leyes de la guerra, no usa tácticas convencionales, y el combate contra él se tiene que pautar a través de los mismos medios para ser eficaz. ¿Acaso la guerra contra la covid-19 será una nueva guerra para añadir al catálogo de las guerras permanentes o eternas? Sabemos que, hasta que las vacunas no estén disponibles para una amplia mayoría, la guerra no terminará. Hasta entonces viviremos en un periodo que caracterizo como la pandemia intermitente. Sin embargo, incluso después de la vacuna, y si no se altera el modelo de desarrollo, de consumo y de civilización en el que vivimos, es altamente previsible que surjan otras pandemias. Por tanto, podemos estar ante una guerra permanente más. Esta posibilidad debe ser motivo de preocupación, y no sólo por el hecho de que esta implique la reaparición de virus cada vez más frecuentes y letales. No debemos olvidar que las guerras permanentes referidas anteriormente han servido a quienes las han declarado para alcanzar fines que no tienen nada que ver con los fines declarados. Han servido, sobre todo, para neutralizar a adversarios políticos y para controlar zonas de influencia geoestratégica. ¿Acaso la guerra contra el virus tiene también esta función? Algunas señales perturbadoras están ahí. La guerra contra la pandemia es, a escala de las grandes potencias (Estados Unidos, China y la Unión Europea), una instancia de la guerra por la hegemonía geoestratégica entre China y Estados Unidos. Y lo mismo se aplica a la guerra de las vacunas.

Además, la metáfora de la guerra tiene un impacto negativo en la vida democrática de la sociedad que combate el virus. El tiempo de guerra es un tiempo de estado de excepción, un tiempo en el que las órdenes no se discuten y sólo se obedecen. No es el momento de discutir razones o proponer alternativas. La obediencia incondicional es, a fin de cuentas, para nuestro bien y, si no obedecemos, ponemos nuestra vida en riesgo e incluso la vida de los demás. La guerra representa un gran peso para la ciudadanía. Sólo no será un peso fatal si es de corta duración. ¿Y si no lo es?

En suma, la metáfora de la guerra y del enemigo no nos ayuda a imaginar una sociedad mejor, más diversa en las experiencias interculturales, más democrática, más equitativa, más justa y menos propensa a virus tan letales. Esta metáfora expresa una pulsión de muerte contra la amenaza de muerte que el virus representa. Es muerte contra muerte, y nada nos dice sobre la posibilidad de desear que no haya guerra. En vista de esto, esta metáfora no me parece muy útil. Sin embargo, podría ser diferente si la metáfora de la guerra y del enemigo se deconstruyera a fin de permitirnos ver y entender a los enemigos en esta guerra. Al fin y al cabo, si el virus es el enemigo de la sociedad, es justo pensar que la sociedad puede que sea la enemiga del virus. Para ello sería bueno seguir el ejemplo del fotógrafo de guerra Karim Ben Khelifa expresado en su extraordinario documental The Enemy[3]. Tras ser fotógrafo de guerra durante quince años, Karim Ben Khelifa empezó a cuestionarse la utilidad de sus fotos, puesto que estas no cambiaban en nada la actitud de la gente respecto a la guerra, no hacían que desearan la paz. Llegó a la conclusión de que una de las razones quizá era el hecho de que los enemigos fueran invisibles. En vista de esto, decidió dar visibilidad a los combatientes, dándoles voz y permitiendo que se presentaran y explicasen sus motivos, sus sueños y sus miedos. Al hacerlo, recurriendo a altas tecnologías de comunicación, acabó permitiendo confrontar los puntos de vista de los enemigos con los de quienes luchaban contra ellos. Y los enemigos dejaron de ser enemigos. ¿Seríamos capaces de hacer lo mismo en el caso de la guerra contra el virus? ¿Cómo se podría dar visibilidad a nanoentidades? ¿Cómo podríamos conocer sus razones para atacarnos, sus puntos de vista sobre la sociedad en la que vivimos? Y, si eso fuera posible, ¿qué razones daríamos para intentar eliminarlos o por lo menos neutralizarlos? ¿Sería posible comprar razones y puntos de vista e incluso dejarnos convencer para cambiar profundamente nuestras formas de vida? Entonces sería posible no sólo una tregua, sino también una convivencia basada en comportamientos más civilizados entre ambas partes. Por desgracia, pese al gran esfuerzo de Karim Ben Khelifa, la guerra significa guerra y se hizo para matar y morir.

El virus como mensajero

La segunda metáfora es la que concibe el virus como un mensajero. Sin duda, como un mensajero de la naturaleza. Para esta metáfora no interesa conocer el contenido específico o los detalles del mensaje. El mensaje se halla en la propia presencia del virus. Es un mensaje performativo. Es un mensaje pésimo porque consiste en la muerte o en la amenaza de muerte. Este mensaje cuestiona qué hacer con el mensajero. En la tradición oriental china había un acuerdo tácito entre las partes en guerra según el cual los mensajeros que fueran enviados por cada una de ellas irían desarmados y no correrían ningún riesgo personal. Ya en la tradición occidental, si nos remontamos al antiguo Egipto y la antigua Grecia, la historia de mensajeros asesinados por traer malas noticias es recurrente. Tan recurrente que «matar al mensajero» pasó a ser un topos cultural y una táctica política. En las Vidas paralelas de Plutarco se cuenta que Tigranes, perturbado por la noticia de que las fuerzas de Lúculo se acercaban amenazadoramente, mató al mensajero para calmar su ansiedad. En la obra Antonio y Cleopatra de Shakespeare, Cleopatra amenaza con arrancarle los ojos al mensajero que le trae la noticia de que Antonio se ha casado con Octavia, hermana de Octavio César. Este topos de «matar al mensajero» está bien presente en nuestros días. Basta con considerar el modo en que Julian Assange ha sido tratado (puede que sea más exacto decir asesinado lentamente) por haber traído tantos mensajes malos a los poderosos de nuestro mundo.

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