Boaventura de Sousa Santos - El futuro comienza ahora

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En este libro escrito al ritmo de los acontecimientos provocados por la covid-19, Boaventura de Sousa Santos realiza, entre el miedo y la esperanza, un brillante análisis que trata de extraer las muchas lecciones que parece estar dándonos una pandemia que ha intensificado las desigualdades y discriminaciones sociales. Una de las más importantes tal vez sea la necesidad de democratizar la democracia. En medio de tantas muestras de actitudes contrarias a la vida, de negacionismo, de concentración del poder a base de decretos y estados de excepción, es urgente preguntarse quién gana realmente con todo esto.
En la primera de las dos partes en que se estructura el texto, se ofrece una visión lo más panorámica posible de la devastación provocada por el coronavirus, de la historia larga que lo precedió, de las causas que determinaron la forma en que «eligió» a sus víctimas, de las consecuencias que se derivaron de ello, de las acciones de los Estados y de las comunidades ante un peligro de dimensiones imprevistas. En la segunda, se argumenta que tal vez sea ahora cuando el siglo XXI tenga su verdadero comienzo. Estamos al final de una era que comenzó en el siglo XVI con la expansión colonial europea; las señales son demasiado visibles para ser ignoradas. En la nueva que se abre ante nosotros, la naturaleza ya no nos pertenece, sino que nosotros pertenecemos a la naturaleza. El autor prevé una transición larga y difícil, pero irreversible, hacia un nuevo modelo de civilización poscapitalista, poscolonial y pospatriarcal. Las resistencias serán enormes, pero la tarea es inaplazable.

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Los estudios existentes sugieren que las epidemias anuales de influenza afectan normalmente entre el 5 y el 15 por 100 de la población mundial. Aunque en la mayoría de los casos la infección gripal sea leve, estos brotes epidemiológicos pueden causar enfermedades graves en 3 a 5 millones de personas, resultando, en promedio, entre 290.000 y 650.000 muertes en todo el mundo. En los países industrializados, las enfermedades graves y las muertes ocurren principalmente en poblaciones de alto riesgo: bebés, ancianos y enfermos crónicos, aunque el brote de gripe H1N1 de 2009-2010 (como en el caso de la gripe española de 1918) ha mostrado una tendencia a afectar a personas más jóvenes y saludables (Biggerstaff, 2014). Estos estudios apuntan claramente a la dificultad de anticipar el comportamiento de las epidemias; además, muestran la importancia de identificar los mecanismos locales de afrontamiento y «resiliencia» que permitan combatir estas pandemias y que contribuyan, en el largo plazo, a afrontar algunos de los grandes desafíos que plantean las recurrentes crisis de salud y las injusticias epistémicas, ontológicas y políticas que las acompañan.

Conclusión

En la primera década del siglo xxi, los espacios urbanos –un entorno propicio para la rápida propagación de infecciones– ya albergaban a más de la mitad de la población mundial, en comparación con el 30 por 100 en 1918 (Smil, 2011). En el contexto actual, dominado por el gran capital global, el tráfico de mercancías (incluidos animales vivos y otros productos agrícolas) y de personas es mucho más voluminoso y rápido que a principios del siglo xx (Santos, 2018). Estas condiciones son el escenario ideal para la propagación de infecciones por todo el mundo, como nos enseñan las lecciones de las pandemias en la historia. La pandemia de la covid-19 y, antes, el SIDA y las tuberculosis resistentes a los antibióticos, nos han venido a recordar que las enfermedades infecciosas no han desaparecido, lo que contradice la posición de Frank Macfarlane Burnet y David White (1972), para quienes las enfermedades infecciosas eran cosa del pasado. La idea de que el conocimiento científico por sí solo protegería la salud pública sugería implícitamente que la exportación del modelo de salud hegemónico garantizaría la salud del planeta. Sin embargo, hoy en día hay muchas más enfermedades infecciosas nuevas, como el SARS, el VIH-SIDA y la covid-19. En total, su número casi se ha cuadriplicado en el último siglo (Smil, 2011). La discrepancia entre la afirmación del control de enfermedades, que dominó en el siglo xx, y la ignorancia sobre el futuro de la salud mundial, es cada vez más evidente.

Otro tema recurrente en los análisis históricos de las epidemias es que las intervenciones médicas y de salud pública generalmente no cumplen las promesas que proponen con la rapidez necesaria. En el contexto europeo, la tecnología necesaria para erradicar la viruela –la vacunación– ya se conocía a fines del siglo xviii, pero se necesitaron casi 180 años para lograr el éxito (Jones, 2020). La coerción utilizada para imponer la vacunación, especialmente en las zonas coloniales, donde la variolación a veces existía como una alternativa indígena viable (en el caso de la India, África, etc.), llevó a reacciones de escape y al rechazo de la vacuna (Apffel-Marglin, 1990)[48]. En otros casos, los prejuicios de orden moral enmascaran la adopción de medidas serias en el ámbito de la salud pública. La sífilis, uno de los grandes azotes de principios del siglo xx, podría haberse erradicado, en teoría, cuando la penicilina estuvo disponible. Sin embargo, varios médicos advirtieron contra su uso generalizado, por temor a que esta medida contribuyera a aumentar la promiscuidad (Brandt, 1985).

Por otro lado, la preocupación de la medicina colonial se centró principalmente en proteger la salud de los colonos europeos, en garantizar la superioridad militar y en apoyar el carácter extractivista de la relación capitalista-colonial (Arnold, 1993). Aunque los médicos y científicos coloniales contribuyeron sustancialmente al avance de la biomedicina, su trabajo dio prioridad, casi exclusivamente, a la salud de los colonos, y sólo secundariamente a la de los colonizados, y sólo en la medida en que era importante asegurar el mantenimiento y la reproducción de esta fuerza de trabajo (Schiebinger, 2005). Esta opción se reflejó, en los espacios metropolitanos, en una competencia por el conocimiento y la influencia utilizando el material disponible en las colonias. Así, se creó la idea de que el foco de las enfermedades infecciosas se encontraba sólo en las colonias, tema que sigue impregnando los estudios de salud en la actualidad. El conocimiento local fue utilizado, como siglos antes en las Américas, como mera «información» y no como otro conocimiento que podría haber sido de gran utilidad en la búsqueda de soluciones contextualizadas (Santos, Meneses y Nunes, 2005).

La medicina colonial (o tropical, en contextos poscoloniales) favoreció la malaria, el cólera, la fiebre amarilla, la enfermedad del sueño y otras enfermedades específicas, centrándose en enfoques tecnológicos estrechos en la búsqueda del control de la enfermedad (Tilley, 2011; Chigudu, 2020). Las consecuencias adversas del encuentro colonial reflejan la «violencia estructural» del modelo colonial-capitalista (Farmer, 2001). La estructura política y económica sobre la que se basó el dominio colonial no sólo interrumpió la vida y los medios de vida de las personas y las comunidades, sino que también creó desigualdades duraderas, que sentaron las bases para la reproducción de estas formas de violencia (Tilley, 2016). Incluso en el caso del personal biomédico que trabajó en contextos coloniales, y que buscó tomarse en serio el principio ético de «no hacer daño», tuvo que afrontar los problemas de salud generados por la gobernanza colonial, como señaló Frantz Fanon (1965), aunque fueran o no conscientes de su papel en su producción.

El enfoque en el control de enfermedades ha reducido la necesidad de garantizar la cooperación y el diálogo con otros sistemas de salud. Esta perspectiva extractivista sigue predominando entre los grupos de interés de especialistas del Norte global, buscando utilizar su influencia para identificar qué enfermedades merecen ser estudiadas y qué medicamentos deben desarrollarse (Feierman, 1985), sobre todo para asegurar la no contaminación del Norte, sea la salud curativa. Esto explica por qué la mayoría de las Big Pharma nacieron o evolucionaron a partir de empresas que suministraban medicamentos para ser aplicados principalmente a los colonos en las colonias.

En este capítulo he procurado mostrar cuán comunes han sido las devastadoras epidemias, que matan a millones de personas. Pero también he alertado obre el hecho de que las sociedades y las personas no comprenden la importancia relativa de los riesgos para la salud que conllevan. Todo parece indicar que estamos en un momento único, ante un patógeno que aprovecha un perfecto cóctel de condiciones para propagarse: una mezcla de contagiosidad y virulencia, donde las sociedades brindan la participación esencial de los humanos, la circulación contínua de bienes, aglomeraciones urbanas, viajes globales y crecientes desigualdades sociales.

La covid-19 expone cruelmente cómo la economía global interconectada ayuda a propagar nuevas enfermedades infecciosas y que las largas cadenas de producción crean una vulnerabilidad especial. La capacidad de llegar a casi cualquier parte del mundo en menos de un día y de llevar un virus en el equipaje de mano permite que surjan y se propaguen nuevas enfermedades. A pesar de todos los avances logrados en la lucha contra las enfermedades infecciosas, el crecimiento humano descontrolado, asociado a la destrucción de la naturaleza, nos hace más vulnerables a los microorganismos que evolucionan cuarenta millones de veces más rápido que nosotros. El cambio climático, al que no es ajena la acción humana, está ampliando el abanico de animales e insectos transmisores de enfermedades, sugiriendo, como he señalado, que estamos entrando en una época de pandemias intermitentes (Santos, 2020a).

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