Boaventura de Sousa Santos - El futuro comienza ahora

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En este libro escrito al ritmo de los acontecimientos provocados por la covid-19, Boaventura de Sousa Santos realiza, entre el miedo y la esperanza, un brillante análisis que trata de extraer las muchas lecciones que parece estar dándonos una pandemia que ha intensificado las desigualdades y discriminaciones sociales. Una de las más importantes tal vez sea la necesidad de democratizar la democracia. En medio de tantas muestras de actitudes contrarias a la vida, de negacionismo, de concentración del poder a base de decretos y estados de excepción, es urgente preguntarse quién gana realmente con todo esto.
En la primera de las dos partes en que se estructura el texto, se ofrece una visión lo más panorámica posible de la devastación provocada por el coronavirus, de la historia larga que lo precedió, de las causas que determinaron la forma en que «eligió» a sus víctimas, de las consecuencias que se derivaron de ello, de las acciones de los Estados y de las comunidades ante un peligro de dimensiones imprevistas. En la segunda, se argumenta que tal vez sea ahora cuando el siglo XXI tenga su verdadero comienzo. Estamos al final de una era que comenzó en el siglo XVI con la expansión colonial europea; las señales son demasiado visibles para ser ignoradas. En la nueva que se abre ante nosotros, la naturaleza ya no nos pertenece, sino que nosotros pertenecemos a la naturaleza. El autor prevé una transición larga y difícil, pero irreversible, hacia un nuevo modelo de civilización poscapitalista, poscolonial y pospatriarcal. Las resistencias serán enormes, pero la tarea es inaplazable.

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Mércio Gomes (2012) describe un episodio ocurrido en Caxias, en el sur de Maranhão, alrededor de 1816, una región de rápido crecimiento económico, principalmente como resultado de la ganadería, que requería grandes pastos. Esta expansión chocó con la presencia de los indios timbira[22] en la región, vistos como un obstáculo para el progreso de los hacendados de la región. Este episodio también es mencionado por Darcy Ribeiro, quien afirmó que el objetivo de los hacendados era atraer a los indígenas a la aldea, donde se estaba produciendo un brote de vejigas (viruela), con la esperanza de que los indígenas fuesen rápidamente contaminados por la enfermedad y murieran (Ribeiro, 1976).

En su libro, Mércio Gomes también menciona que, a fines del siglo xix, los bugreiros[23] de Santa Catarina y Paraná, financiados por compañías migratorias, dejaban en ciertos puntos de intercambio de obsequios con indios (botocudos), mantas infectadas de sarampión y viruela. Como resultado de estas políticas, a finales de siglo, un crítico brasileño escribió: «Esas razas casi han desaparecido […]; la vejiga y otras enfermedades y el uso desmedido de bebidas alcohólicas han sido las principales causas de la desaparición de los indios» (Ferreira, 1925: 9).

Los estudios más detallados son concluyentes de que los efectos directos de la conquista europea –incluyendo las nuevas epidemias, las múltiples campañas militares contra pueblos indígenas, su explotación laboral (Livi-Bacci, 2008), el reasentamiento forzoso de personas y la esclavitud– están en el origen de la drástica disminución de la población originaria. A estas razones se suman también las múltiples ocurrencias de desabastecimiento y la falta de atención de salud (Flores, 2017) que llevaron a un descenso en la tasa de natalidad y, posteriormente, a un mayor descenso de la población (Cook, 1998). En resumen, el colapso social tras las conquistas militares, la esclavitud y el hambre agravaron el deterioro del estado de salud de las poblaciones de las Américas, haciéndolas más susceptibles a las epidemias. La sobreexplotación de los cuerpos racializados, subhumanos, arrojados al otro lado de la línea abismal –los indígenas, los negros esclavizados–, legitimó la destrucción de vastísimos grupos de población americanos, memoria viva de un genocidio de dimensiones incalculables. Y, junto con el genocidio, ocurrió el epistemicidio.

Las informaciones más contundentes y completas son parte de un informe de la Procuraduría General de la República, en 1967, difundido en marzo de 1968. En 20 volúmenes y con más de cinco mil páginas, el informe se refiere a casos de corrupción en el extinto Servicio de Protección Indígena (SPI) y masacres de tribus enteras utilizando dinamita, ametralladoras y envenenamiento por azúcar mezclado con arsénico. Aunque se dio por desaparecido algún tiempo después de su publicación, datos del informe son citadas por varios autores, como el antropólogo estadounidense Shelton Davis (1978). Como señala este autor, el informe confirmó las denuncias de que agentes del SPI y terratenientes habían recurrido a armas biológicas y convencionales para exterminar tribus indígenas. Este informe menciona la introducción deliberada de viruela, gripe, tuberculosis y sarampión entre las tribus de la región de Mato Grosso, entre 1957 y 1963. Además, los archivos del Ministerio del Interior sugirieron que hubo una introducción consciente de tuberculosis entre las tribus del norte de la cuenca del Amazonas entre 1964 y 1965 (Davis, 1978: 34). Hambre, miseria, desnutrición, peste, parasitosis externa e interna se mencionan repetidamente en el informe, lo que parece haber tenido poco efecto práctico, ya que relatos más modernos revelan que esta política genocida se siguió practicando hasta hace poco.

Retrocediendo un poco en el tiempo, encontramos situaciones similares en el contexto africano. A finales del siglo xix, varias regiones de la costa de África Oriental, parte de la intensa zona de contacto que es el océano Índico, experimentaron brotes de viruela. Este hallazgo llevó a David Arnold (1991) a nombrar este océano como una «zona de enfermedad» en la larga duración que marcó la presencia colonial europea en estas aguas. En el caso de la costa de Mozambique, la descripción de Frei João dos Santos (siglo xvi) da cuenta de la presencia de vejigas en la región costera norte, cuya curación dependía casi exclusivamente del uso de hierbas y raíces administradas por curanderos locales (Santos, 1999). Esta referencia no es única, ya que la documentación disponible en archivo apunta a la existencia de brotes de viruela entre la población africana. Un ejemplo de ello es el brote en la isla de Mozambique en 1796, que provocó la imposición de una cuarentena[24].

En junio de 1883, un brote de viruela afectó a varios puertos a lo largo de la costa de Mozambique. En Inhambane, un puerto importante para el comercio regional, la infección atacó a «algunos negros y blancos amenazando con extenderse»[25]. Encontramos referencia al brote en Sofala[26], en el campo; en julio de 1883 la epidemia alcanzó a los habitantes de Tete, ciudad que funcionaba como depósito fluvial, y donde se identificaron varios casos fatales[27]. Ese mismo año, la epidemia castigó al pueblo de Ibo, puerto de la isla del mismo nombre, en el extremo norte. En marzo, sólo había tres casos de viruela[28], pero la epidemia se desarrolló rápida y espantosamente[29]. La epidemia continuaría afectando a las poblaciones, provocando que muchas familias huyeran al continente, regresando sólo a fin de año, cuando la epidemia estaba casi extinguida[30].

Un breve análisis de esta epidemia revela no sólo la insuficiencia de los servicios de salud –falta de personal y difíciles condiciones de funcionamiento–, sino también discriminación en el acceso a los servicios, especialmente para los africanos. En el caso de la región sur de Mozambique, los orígenes de estos brotes infecciosos fueron, por un lado, las olas migratorias provocadas por la expansión del Estado zulú, que llegó al sur de Mozambique en 1820 (Grandjean, 1899: 77). Por otro lado, Henri Junod[31] menciona que los brotes de infección se debieron también a los colonos blancos que aportaban a esa entonces colonia portuguesa. Junod, que se había asentado en la región hace varias décadas, señala, en 1919, la presencia de cinco o seis brotes epidémicos de nyedzana, nombre con el cual la enfermedad era conocida localmente. Y este autor prosigue con una descripción detallada de la práctica de inoculación, un método local utilizado para inmunizar comunidades:

El fluido seroso se extrae de ancianos o niños que no tienen relaciones sexuales [...]. El ntukulu se vacuna a sí mismo, vacuna a sus compañeros y regresa a casa. Cuando sus pústulas están maduras, inoculan a todos los miembros del clan que aún no se hayan visto afectados por la epidemia. A partir de este día comienza un periodo marginal distinto para todo el clan, con todos los tabúes que acompañan a las fases críticas de la vida comunitaria (Junod, 1996: 388).

Más al norte, las fuentes disponibles para Kenia dan cuenta de una epidemia de viruela que afectó a la región en 1897-1899, que infectó a miles de indígenas en el entonces protectorado británico. Según las crónicas disponibles, la viruela era conocida en las regiones costeras, especialmente alrededor de Mombasa, como resultado del tránsito comercial, religioso y cultural en el océano Índico. Entre las razones que explican el elevado número de víctimas mortales a finales del siglo xix, se encuentran la falta de inmunidad de las poblaciones, especialmente las del interior, así como la limitada cantidad de vacunas disponibles en ese momento (Kohn, 2008: 221). La construcción de la línea ferroviaria que conectaba el puerto de Mombasa con el interior (Uganda) resultó ser una forma de propagación de la viruela, que fue responsable de la aniquilación de una parte importante del grupo étnico masai (Waller, 1976). Lo mismo sucedió con los kikuyu, un grupo de ganaderos que perdió más del 70 por 100 de su gente por esta epidemia (Kohn, 2008: 221). En un intento por prevenir este brote de viruela, muchos kikuyus huyeron al sur, a Tanganica, entonces un protectorado alemán. Se cree que este brote de viruela, dadas las altas tasas de mortalidad asociadas con él, facilitó la penetración colonial británica en la región (Dawson, 1979).

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