Pero mirá que resultaste ser mimoso, Leopoldo. Mientras el hombre te revisaba, te despertaste y empezaste a retorcerte casi como cuando me pedías comida, respondiendo al calor de unas manos distintas. ¿Fue por eso? Sentí celos. No te lo voy a negar. Tuve ganas de matarlos a los dos. Tuve ganas de cortarle las manos y llevármelas a casa. Hasta llegué a pensar que todo había sido una jugarreta tuya, un llamado de atención, no sé, nunca pude determinar a ciencia cierta qué fue lo que te pasó en casa y cómo fue que te despertaste ni bien ese tipo puso sus manos en vos. Lo cierto es que te recetó unas gotitas para el estómago luego de auscultarte, eso fue todo, gotitas que inmediatamente le compré a él mismo y te di ni bien llegamos a casa. Te cambié el agua del pote, andabas con sed y aproveché para verterlas sin que te dieras cuenta, dosifiqué tu ración porque quizá estuvieras comiendo de más. Te invité a que vinieras conmigo al escritorio, para que no te quedaras solo en la cocina revolviendo con tu hocico lo que era evidente no tenías ganas de comer. En fin, no pasó nada. Solo un susto desgraciado. Y para que veas que no soy rencoroso, o que no me carcome el rencor si es que lo soy un poco, esos celos que sentí al principio se diluyeron en una felicidad extrema por tu regreso a la vida, a mi vida. Pero justo en ese momento te tenía ahí, o te tengo, porque todavía puedo verte, te repito, mi memoria es prodigiosa, mi pelo se está emblanqueciendo pero mi mente no, podía, puedo aún sentir tu peso liviano que no cansa, no estorba, pero que me transfiere por el contacto tu calor, ver cómo sube y baja tu lomo conforme respirás, ese acto tan noble de juntar y expulsar aire en tanto nos define, dormido plácidamente sobre mis piernas, que intento no mover para no estorbar tu sueño, porque quién sabe, quizá los gatos también se sumerjan en estados que sería una infamia interrumpir, porque, a no pensar que el gato no siente, no piensa, no evoca por el hecho de ser gato, al igual que las veces que me siento como atravesado por una dicha repentina que acude a mí estando también dormido, despierto, o una mezcla de ambos, qué importa, cuando la divina providencia o quién sabe qué bienhechora entidad me concede el placer de verme caminando con Florencia por la calle, tomados de la mano, aquellas manos minúsculas que cuando te conocí escondías, ¿te acordás, Florencia? Por vergüenza, decías, y por más que te dijera que no tenías por qué sentirte así, cuanto más te lo recalcaba, más las tapabas entre tus piernas juntas, en ese gesto que ustedes las mujeres hacen para que no se les vea la bombacha cuando están de pollera, transformándolas en el misterio a descubrir, dilatando el momento que había de producirse tarde o temprano, cuando cada doblez de tu cuerpo se me revelara, incluidas tus manos, pequeños sacramentos escondidos, las que empezaste a mostrarme sin tapujos, abriéndolas como un abanico de par en par ante mis ojos atentos y llenos de emoción, embobecidos como un bebé mirando un sonajero atiborrado de colores, porque bien sabías que llegué a quererlas como te quise, te quiero a vos.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.