Santiago Sacco - La comedia inútil

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La vida de Roque Castellanos parece pender de unos pocos hilos. Por un lado, de los persistentes timbrazos de un teléfono al que pocas veces atiende y que inundan de ruido la vida solitaria que ha forjado en las cuatro paredes de su casa. Por otro, del permanente diálogo que mantiene con su gato Leopoldo, a quien tiene como al más estimado de los confidentes pero a quien también reprocha que lo deje abandonado en las noches en que este se marcha detrás de las gatas de su barrio. Y, por último, de una relación encallada en el tiempo con una mujer, Florencia, de la que apenas conocemos pequeños detalles que se van desgranando en el tortuoso soliloquio que es la vida de Roque. Estos hilos están, tal vez, a punto de romperse y Roque deberá tomar una decisión.

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¿Y el césped?, podría preguntar alguien todavía, empeñadísimo en refutar mis razones. Sintético, le contestaría yo de inmediato, como lanzándole un arma cortante que pusiera fin a su cuestionamiento venenoso. Cuánto se ha hablado acerca de la problemática de la escasez de agua, que en tantos años miraremos los ríos secos y demás proyecciones y teorías agoreras que tienden a hacernos sentir culpables de quedarnos un ratito más en la ducha, porque el calefón es grande y nos alcanza, cuando ya el jabón se ha perdido por las alcantarillas y solo es agua y el placer de desperdiciarla. Hasta donde yo sé, el césped sintético no la necesita. Basta de riegos, de innecesarios dispendios que solo dilapidan lo preciado y finito. Alcanza con rociarlo con caucho, pelotitas de caucho que sirven para preservarlo del traqueteo de los zapatos, y por no ser el césped de verdad, además, ningún bicho inmundo carcome sus raíces tejiendo túneles subterráneos como en una ciudad oculta y llena de perdición. Nada de ingenieros ni sembrados en estaciones propicias. Incluso hasta se pueden jugar partidos sobre él pues la pelota se desliza sin problemas. Sin ser deportólogo, sé que los deportes no precisan pasto real. ¿No han visto acaso las últimas tendencias? Hasta un green de golf podría emularse. Hasta una cancha entera pisoteada por golfistas paseándose olímpicos por el pasto nuevo. Dieciocho hoyos enteros circundados por un césped de mentira, qué fiasco, qué atropello, podrían decir aquellos a quienes no satisficieran mis explicaciones.

Una brutal repartición de piñazos en sus caras.

Una vez acallados los insoportables planteítos de los ecologistas, sustituyamos entonces los suelos y dejemos que el agua se preserve y sea bebida y gastada a discreción en duchas reparadoras y alcemos las copas y festejemos y mechémosla con vino y cantemos villancicos, aunque todavía falte para ser diciembre.

2

Me embadurné de esa fantástica crema proveedora de vitamina D y me sentí de mejor humor, sumado a la alegría que me dio ver que el cielo se estaba encapotando, y que los pocos sectores que se veían celestes quedarían grises en cuestión de minutos, a juzgar por el viento que se había levantado desde la quietud que presencié en la madrugada, y que empujaba un sólido manto de oscuras nubes que parecían venir a cubrir lo que me molestaba. Viento esparcidor de alegrías, así lo vi, así quise verlo, e hice con algún músculo de mi cara gestos que solo podían significar agradecimiento, pero que nadie hubiera podido adivinar.

Luego de desayunar en el más encriptado de los silencios —el vecino de las ollas, cuyo sexo desconozco, estaría durmiendo—, decidí que no postergaría ni un minuto más la compra del papel higiénico, pues ya tenía paspado el culo al punto de molestarme al evacuar. Sentarme era un suplicio, y más de una vez lo hice como lo hubiera hecho en un baño público: parado, con un miedo terrible de rozar los glúteos con la tapa.

La tienda de Miguel Saldívar, con quien me unía una relación fraternal al punto de que me concedió alguna vez la prerrogativa de fiarme, algo que con nadie hacía, estaba tan bien provista de todo tipo de víveres y artículos de limpieza que me eximía de tener que ir al supermercado, en donde eran frecuentes los atolladeros de carritos en medio de las góndolas interminables, las miradas desaprobadoras de las señoras impacientes, las largas colas en las cajas que superaban los veinte metros en los días normales y los cincuenta y pico en los días previos a los feriados o fiestas de fin de año. Saldívar me conocía desde hacía mucho, exactamente desde el día en que entré por primera vez a su tienda para comprar un taladro.

—Esto es un almacén, señor —dijo, aunque sin ningún atisbo de soberbia.

Cualquier otro se habría burlado de mi estupidez o me habría hecho sentir en ridículo por pensar que ahí podía venderse una herramienta como esa, pero Saldívar no solo no lo hizo, sino que me puso al corriente de cuanto comercio había en el barrio, indicándome con toscos ademanes de su brazo en dónde se encontraba, por ejemplo, la ferretería de un tal Néstor, al que calificó de buen tipo, aunque algo parco —ferretero del que nunca fui cliente—. Le comenté que me estaba mudando justo enfrente y me dio la bienvenida. Me dijo que esperara. Salió a un cuarto que usaba como depósito, al que se accedía por una abertura sin puerta en forma de óvalo situada detrás del mostrador, disimulada con una cortina del mismo color de la pared, pero que en cuyo centro destacaba la figura de Cassius Clay, un Cassius Clay joven, mirando a la cámara en clara postura pugilística y exhibiendo los clásicos guantes Everlast. Saldívar volvió del depósito con algo en la mano.

—Llévelo. Después me lo devuelve, no hay apuro —dijo, alcanzándome su taladro personal con el que de seguro Saldívar habría hecho las perforaciones al instalar los anaqueles.

¿Estaba seguro? Podía ir a lo de ese Néstor y comprarme uno. No había necesidad, dijo.

Naturalmente que me cayó bien desde el principio. Con el correr de los años nuestras conversaciones, aunque escuetas —ya que su trabajo, que consistía nada menos que en lidiar con proveedores y clientes al momento, no le permitía explayarse demasiado con ninguno de ellos—, pasaron de ser anodinas a más amistosas y personales. De nuestros diálogos se desprendía la cordialidad con que queríamos tratarnos, conscientes como éramos de una mutua simpatía nunca confesada, hasta que nos interrumpían toses, carraspeos, comentarios de clientes que dejaban traslucir su impertinencia, al tiempo que bregaban por que el tránsito en la caja fuera ágil, y ambos entendíamos el mensaje, cortando de inmediato las palabras, algo que en el fondo yo no lamentaba demasiado, porque tampoco era cuestión de quedarme hablando todo el día con Saldívar. Él me hacía un ademán como diciendo después hablamos. Y yo le hacía otro como diciendo no importa.

Pero siempre llegaba otro día, otro saludo, otro intento por socializar con el hombre que me fiaba.

—Buen día, Saldívar.

—Pero ¿cómo le va, Roque?

—Fenomenal, ¿y a usted?

—Acá me ve, como siempre, es mucha la lucha, esperando al proveedor de los lácteos, que ya me tiene hasta acá. —Saldívar hizo el gesto que acompaña esa expresión y yo asentí—. Hace dos días que estoy sin leche entera, la gente pide justamente eso y no sé qué decirles.

—Ofrézcales la descremada.

—Acá parece que todos toman de la otra.

—Lidiar con los caprichos del consumidor son los gajes del oficio —dije, como si estuviera recitando un poema—. Póngase serio y dígales que la salud es la salud y que, si de salud hablamos, esta es más sana.

Acababa de abrir el almacén y aún no había entrado ningún cliente. Yo era el primero en hacerlo. La única ventana, enclaustrada detrás de una persiana que nunca se abría, supongo que por el casi seguro descalabro que eso supondría, y por cuyos pedazos resecos y destartalados se colaba una porción de la escaza luz natural de la tienda, daba a una calle lateral y poco concurrida, y si uno giraba la cabeza veía por un agujero la fachada de una pensión venida a menos, en la vereda de enfrente. Moscas y bichitos de alas largas revoloteaban como hipnotizados alrededor de la única lámpara que pendía del techo, que parecía caerse a pedazos. Era de esos almacenes antiquísimos que supieron brillar pero que ahora aguardan estoicos su defunción ante la irrefrenable proliferación de modernas y limpias cadenas de almacenes. En el fondo, a pocos metros de nosotros, una mujer con cofia blanca acomodaba en la vidriera unas medialunas rellenas del fiambre que acababa de rebanar con la ruidosa máquina que siempre se sentía desde la calle. Me cohibió la idea de que ella pudiera estar atenta a nuestra conversación.

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