Santiago Sacco - La comedia inútil

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La vida de Roque Castellanos parece pender de unos pocos hilos. Por un lado, de los persistentes timbrazos de un teléfono al que pocas veces atiende y que inundan de ruido la vida solitaria que ha forjado en las cuatro paredes de su casa. Por otro, del permanente diálogo que mantiene con su gato Leopoldo, a quien tiene como al más estimado de los confidentes pero a quien también reprocha que lo deje abandonado en las noches en que este se marcha detrás de las gatas de su barrio. Y, por último, de una relación encallada en el tiempo con una mujer, Florencia, de la que apenas conocemos pequeños detalles que se van desgranando en el tortuoso soliloquio que es la vida de Roque. Estos hilos están, tal vez, a punto de romperse y Roque deberá tomar una decisión.

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Leopoldo se subió a mi falda y se acurrucó en mi regazo, luego de tantear con sus patas la firmeza y confiabilidad del terreno. Fue como si hubiera esperado que yo entrara en esa calma y hasta leyera la frase propia de un convento franciscano para recién entonces irrumpir en el despacho y subírseme encima. Hacía dos días que estaba perdido, aunque yo sabía que tenía sus aventuras, de las que jamás lo privaba. Perdido, desde luego, es una forma de decir. Si fuera adepto a las comillas, esa palabra iría entre cuatro ganchos irónicos y antiestéticos que solo servirían para predisponer en contra de Leopoldo a quienes no lo conocen. Y al quedar patente la ironía de su propio dueño: no se perdió, se fue, te abandonó, se olvida, pensarían. Me abstengo pues de todo tipo de artilugios tipográficos usados en su contra, pues solo yo puedo y debo saber el grado exacto de malicia que existe en el obrar de Leopoldo, si es que lo hay, claro. Por eso no sería de orden que anduviera defenestrándolo por el simple hecho de no concordar con él en algunos puntos, aunque esos puntos me parezcan cruciales.

Ni bien abría la ventana que da al pozo de aire, él se escabullía, haciendo uso de su libertad y agilidad gatunas, por entre las cuerdas de colgar la ropa y por los pretiles desgajados de cal por el paso del tiempo, profiriendo gemidos como de agradecimiento, para cortejar a una gata que también se pavoneaba por la terraza siempre que podía. Estos no son ruidos propios de un gato, pensaba yo, gime como un hombre y se pierde como a veces la salud. Al principio, Leopoldo no solo era mi mascota, era también mi confidente, había sabido ser mi resguardo emocional, con quien yo más interactuaba, aunque esto último hablara más de mí que de él. Le decía en voz alta mis pareceres, relacionados con el tema que fuera, e intentaba saber los suyos. Me desvivía por saber los suyos. Las exiguas charlas con el bueno de Saldívar y los monosílabos que articulaba en respuesta a las siempre molestas preguntas o recordatorios de mi secretaria eran nada en comparación con las distintas formas que Leopo y yo encontrábamos para comunicarnos. Pero todo empezó a cambiar, paulatina y dolorosamente, porque hubo cosas que se fueron terminando.

Toda manifestación de alegría por la aparición repentina de Leopoldo fue una mano que apoyé en su cabeza, lentamente para que el desconfiado no se espantara como paloma, lo que contribuyó a que se durmiera, entre ronroneos mimosos, casi de inmediato.

Mi cigarro se extinguía y abrí los ojos a medias para no despabilarme, como si no quisiera perder, olvidar, la sensación de estar flotando, envilecido por la increíble profundidad de aquel silencio, tanteando la caja y los fósforos para encender uno más. Y allí estaba él, ya profundamente dormido, disfrutando del calor de mis piernas, que ahora apoyaba convencionalmente en el suelo, las cuales todavía permanecían inmóviles, ya no solo por mi arraigada necesidad de quietud, sino para no despertarlo, henchido de placer como estaba por las caricias sutiles que mis manos suaves sabían prodigarle.

Por mi cabeza se sucedieron las imágenes de nuestro primer encuentro, cuando lo vi en un estado deplorable, flaco, desvalido; parecía un sarnoso implorando muy a su modo que alguien se hiciera cargo de su errática, desdichada existencia, cuando todavía era indefenso y no tendría más de… ¿cuánto, dos meses de vida?, en la puerta de entrada al edificio en el que vivía, y sigo viviendo, por donde pasaban impávidos, rectos, decididos, sin dejar huellas los transeúntes enceguecidos y apurados. Pero yo te vi. Fui el único que te vio. Yo volvía de la tienda de Saldívar una mañana calurosa en que el sol debió de aplacar la ya disminuida energía de Leopoldo, quien manifestó una indiferencia grotesca ante la salvación que le propuse. Su cuerpo minúsculo cabía en mi mano. Al tacto parecía un durazno y no una bolita de pelos. Tembló en el trayecto a casa, y yo le hablé en intentos por aplacar su desconfianza. Quisiste liberarte de mis manos mientras abría la puerta, como si del otro lado hubiera una jauría de perros ansiosos por comer gatitos. Lo solté ni bien la abrí, para que viera que su presunción estaba errada, que allí seríamos solo él y yo. Temblando, se hizo pis en el suelo, la primera regada de tantas hasta que compré las piedritas que ofician de wáter, busqué el trapo y limpié su cuerpo, primero a él y después el piso. Primero él. Mejoré su pelambre con el tiempo, había que verlo, no imaginaba que brillaría tanto, hice que engordara y le ofrecí un hogar lleno de escondites y recovecos que incentivaron su curiosidad natural. Y al verlo allí, rechoncho y repantigado sobre mí, de pronto sentí un súbito impulso de endurecer mi mano y estrujarle el cuello, en clara e inequívoca señal de disconformidad por haberme dejado solo durante dos largos días. Bicho desagradecido y egoísta. Reclamás a tu dueño caricias, pero jamás se las das. No ha nacido con él ese instinto. Quise que entendiera de una vez por todas que el amor no solo se manifiesta con caricias y que la reciprocidad es a veces necesaria para el normal funcionamiento de un vínculo estrecho. Leopoldo, me dejaste solo y eso no se hace. Te fuiste a cortejar a una gata que nada hizo por vos, sino pavonearse como hacen las golfas más expertas en las esquinas de esta urbe, y con su pelambre y olor encantadores envolvió tus sesos en un manto de ciega obstinación, convenciéndote de que no había otro camino que la seducción más típica y burda para conseguir tu cometido, entuerto del que no pudiste ni vas a poder escapar si seguís como un obseso en tu empresa de poseer a esa puta. ¿Y mientras tanto? Mientras tanto yo fumo. Quedate tranquilo. Te espero acá sentado como un octogenario en el ocaso de su vida aun cuando me faltan algunos para llegar a los cincuenta. Mientras tanto me entretengo viendo cómo cambian las manchas del techo del cuarto, cómo un bigote tupido se convierte en un cinturón con hebilla de bronce, cómo una pipa de madera labrada, en cuyo extremo se leían iniciales que vi o imaginé, se transforma en hacha de filo implacable y un tornillo de mango gris, en montaña nevada. Una nieve estancada hace años, en las faldas de una montaña intransitable, desconocida por los turistas y desdeñada por los lugareños. Una nieve perenne, harta de no derretirse. Caprichosas manchas en constante cambio que no hacen más que recordarme lo difícil y costoso que es eliminarlas de verdad y para siempre. Vos no vayas a preocuparte que, si me aburro, puedo leer algún capítulo que en su momento me salte o tuve que interrumpir para ponerte las pelotitas en el tarro que está en la cocina, porque te retorcías a mis pies como solo vos sabés hacer, dejando pelitos en la alfombra que, como ya te dije, son difíciles de sacar, manipuladora forma tenés de pedirme comida. Quedate tranquilo. No te preocupes, que puedo retomar la novela de Poe que dejé por la mitad la vez aquella que te tuve que llevar de apuro al veterinario porque empezaste a proferir quejidos de lo más extraños, y yo me asusté, cómo no iba a hacerlo, y te pregunté qué te pasa, Leopo, qué tenés, mi vida, te sentís mal, y te abracé y creí que la quedabas porque se te cerraban los ojitos como si te pesaran, y el libro voló por el aire en el instante en que se te cerraron del todo. No sé si fuiste consciente del peligro que corrimos al bajar las escaleras de la manera en que las bajé. Podría haberme quebrado un tobillo, la columna, todo, pero no importaba porque vos te me ibas y contigo me iba yo.

Casi mato al veterinario cuando con su voz de haber estado haciendo una meditación profunda, dijo relájese, señor, espere su turno por ahí que ya lo atenderá mi compañero. ¿Te acordás? ¿Te acordás de cómo perdí la chaveta con el veterinario? Es probable que no te dieras cuenta de nada porque estabas mitad en este mundo y mitad en el otro, aunque yo igual te daba golpecitos en el lomo y te hacía comentarios como si me escucharas, era mi desesperación, camuflada en una calma similar a la del tipo que me pedía que me tranquilizara, en eso sí siempre fui bueno, en disimular mis estados, pero te aseguro que por dentro hervía, y te juro que le pegué un grito y lo miré de tal forma que no tuvo otra alternativa que atenderte de inmediato como la circunstancia lo requería.

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