Santiago Sacco - La comedia inútil
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Al cabo de media hora vuelve a sonar el teléfono. Quién podrá ser a esta hora, me pregunto; no vaya a ser la nueva de una desgracia, está bien, prefiero sacarme la duda. Ahora sí me interesa. Voy, ya voy, digo como si escucharan, pero cuando acudo ya con intenciones reales de saber, con el estómago lleno y de mejor humor, la voz del otro lado se limita a respirar y se oye como si hubiese estado conteniendo el aire y esperando a que atendiera para expulsarlo. Espero. No dice nada, y ante mis pedidos de que diga algo reacciona con un resuello todavía más audible, como si escuchar mi voz le provocara eso, agitación, tanta como si recién hubiese subido nueve pisos por escalera, o, de plano, es una burla deliberada. Váyase a dormir, hombre, digo con la convicción de que, si ya no ha dicho nada, no lo hará por más que yo pregunte y exhorte palabras. Cuelgo, y del asunto me olvido rápido.
No puedo determinar a ciencia cierta si estoy despierto o dormido. Oigo, como a lo lejos, o tal vez sea un recuerdo, el sonido que proviene de mi escritorio y que repercute hasta en mi cuarto, al punto de sacarme de la cama, lerdo, perezoso, cansado, y me dirijo por el pasillo a tientas, por los vericuetos que sé que mi casa tiene, guiándome ahora por el instinto, porque ya no escucho ruido alguno, al lugar de donde provenía… ¿Acaso escuché bien? Hola, digo con complejo, con esa sensación extraña que produce hablar solo y en la oscuridad. ¿Hay alguien? Nada. Podría seguir con las preguntas, pero ahora me atemoriza seguir hablando, y callo.
Miro por la ventana que da a la calle, la misma por la que antes había estado mirando aletargado por el efecto de la luz y el humo. Un auto azul se desliza por el pavimento brillante como si estuviera paseando o buscando una dirección en particular. Siento, imagino que mira como buscando algo en las casas. Algo perdido hace tiempo. Algo que solo podría ser recuperado de ese modo y a esa hora. Lo detiene en la esquina roja. Intento ver la cara del ocupante, pero, debido a la altura desde la que miro, solo alcanzo a ver la pierna izquierda y ni siquiera con la seguridad de saber si es de hombre o de mujer. Cambia a la verde. Arranca y desaparece. Hay otros tres más allá en la cuadra, estacionados, aparentemente vacíos. Ya no hay movimiento en la calle. Una calma como si estuviera a punto de llover. Los árboles quietos como si fueran postales o una foto de Vivian Maier. Vuelvo a la cama, firmemente decidido a descansar.
El sobresalto que doy interrumpe un sueño desagradable y lo agradezco; sin embargo, al cabo de unos segundos el despertador resulta aún más molesto y solo puedo atinar a manotearlo, apretar el botón de off, cuyo desgaste ante tanto contacto solo permite leer una f, pero la vehemencia con que lo intento lo hace volar y la tapa se abre, las pilas ruedan, pero al menos dejó de sonar. El piso de madera y sin alfombra de mi cuarto amplifica el ruido del trayecto de la pila, que gira sobre sí misma hasta detenerse. Intento volver a conciliar el sueño interrumpido tan de golpe, pero, o ya dormí lo suficiente, o el silencio tan poco común me intranquiliza. Una especie de cargo de conciencia de haberlo roto me levanta de la cama y me encuentro tirado debajo buscando una de las dos que justo fue a meterse detrás de la pata que está más lejos. ¿Cómo se llama esa ley? De Murphy. Las vuelvo a poner y funciona. Son las 8:43, aunque calculo que en realidad deben de ser y 47, por el rato que estuvieron quietas las agujas.
Es temprano para ser sábado. Está todo permitido hoy. El día de la concreción de los placeres postergados. Planifico, inmóvil y en silencio, algo que se parece a un itinerario de las cosas que voy a hacer en el día, aunque sé que muy probablemente haga pocas o ninguna, sucumbiendo a ese desgano febril que suele acometerme en los momentos previos a su cumplimiento, amparado quizá por la ausencia de obligación, como sí tengo de lunes a viernes, ese conjunto de días odiosos en los cuales la vorágine cotidiana con sus consabidos efectos nocivos se manifiesta en mí de formas tan variadas que ya no sé reconocer cuándo estoy estresado, de mal humor, nervioso, enfermo. Los límites y diferencias entre uno y otro estado son difusos, y es común que tome pastillas para los nervios cuando hubiese debido hacerlo para la presión o viceversa. Y cómo no va a hacerme mal equivocarme así. Mi psiquiatra no puede menos que llamarme la atención, conozco su mirada cuando es reprobadora, su carraspeo fingido, y varias veces me ha dicho, con palabras o gestos, usted es un irresponsable, encontrando la forma de que entienda su mensaje, creando un clima verdaderamente insoportable, puesto que aún no siento una confianza como para replicarle que esa no es razón para llamarme así y, aunque lo fuera, que ya no soy un niño para que me lo anden remarcando, y entonces opto por callar, y el silencio inunda su consultorio atiborrado de cuadros que atestiguan estudios, logros, condecoraciones, actitud —la de callar— que sin duda debe de ser la que él prefiere que adopte, habilitándolo a pensar que sí, que estoy de acuerdo con su parecer, por aquello de que quien calla otorga, aunque la realidad sea que mi silencio no se deba a esa razón, sino a mi incapacidad para disentir cuando del otro lado no me transmiten una confianza total.
Pero lo que sí no voy a dejar de hacer es comprar papel higiénico. Es tan urgente que no puedo darme el lujo de postergarlo más. Hace dos días me vengo limpiando el culo con servilletas multiuso. ¿Que cómo se siente? La urgencia, el grado de urgencia de no proseguir limpiándome con esa clase de servilletas se entiende fácilmente: imaginando el roce, sintiendo la áspera textura de un papel que para eso no fue hecho, la mierda desparramada por los alrededores del orificio como quien pasa una brocha por un lienzo virgen.
La mancha del techo ha ido creciendo de forma exponencial. La cara que solía imaginarme se deformó al punto que parece otra persona o como de otro tiempo. Ahora tiene lo que parece un bigote, espeso, denso, prolijamente recortado, remarcándole la puntiaguda y prominente nariz. ¿Dónde está el teléfono del sinvergüenza que lo arregló hace un año, diciendo, explicando su labor de artesano, prometiendo casi con hierática seriedad que duraría diez? No quisiera que me entrara un humor malo, darle cobijo a esa sensación horrible que colonizaría mi cuerpo por tiempo indefinido. Si de mí depende, si entiendo que es posible no afectarme, lo ahuyento y se vuela, se aleja —aunque sé que volverá materializado en una excusa nueva— y, como si nada, prosigo, incólume y sintiéndome, de momento, victorioso.
La escueta ventanita de mi cuarto, que da también al pozo de aire, no me deja determinar si va a ser un día para esto o para lo otro, a menos que saque la cabeza y la gire como un búho y entonces sí, veo solo un poco del cielo por ser mi edificio alto. Siendo claro: cuanto más nublado, asqueroso, inhóspito —como algunos dicen deteniéndose, enfatizando la «o» con tilde—, cuanto más así esté el día, mejor para mí. Odio los días soleados en que la gente se ve tentada a salir a caminar al parque, o a ejercitarse, los pájaros lo saben y a coro cantan indescifrables agudezas. Me consta que no son pocos los que detienen su marcha para contemplar los pájaros posados en las ramas de los árboles como si fueran auténticas divinidades del aire, heraldos de una música estupenda y restauradora. Con fotos eternizan el momento. Vuelven a casa y los miran, fue provechoso el paseo, oyen sus cantos de nuevo. Pero para mí todo eso es solo una impostura, comparable a la de los que también se detienen pero en los museos a contemplar las manchas de los lienzos modernos, acaso más indescifrables que las emanaciones que de los picos de los pájaros salen. Esa gente por lo tanto está contenta, o dice estarlo, como si el sol o el cielo celeste o los pájaros les fueran a cambiar la vida y no solo metafóricamente, sino de forma empírica. Algunos arguyen que el sol es sinónimo de vitamina D, y que esta es necesaria hasta para la salud mental. Yo les contesto que la vitamina D puede comprarse en la farmacia. Los laboratorios se prodigan en esfuerzos por hacernos la vida más fácil. Es un pomo blanco, para nada extraño, una cremita que, según dice el prospecto, puede pasarse incluso una vez al día por el cuerpo como quien se pasa repelente para los mosquitos, pero que se puede aplicar una vez a la semana, con eso es suficiente y dura más. Incluso cuesta más barata que el protector solar. ¿Qué me dicen? El argumento esgrimido en defensa del sol valiéndose de la vitamina D queda desechado. Pero hay más: las plantas. Las plantas necesitan sol. Sí, necesitan que los rayos las impacten, es indudable. ¿Pero quién necesita las plantas? Si alguien está lo suficientemente loco como para hablarle a una planta, que entonces me disculpe el exabrupto, porque no puedo reprimir las ganas de decirle: Usted, señor, señora, excelentísimo prócer o lo que sea que lo ocupe noche y día, debería estar encerrado en un manicomio y supongo que no tendrá ningún problema en que la planta sea de plástico, ¿verdad? Después de todo es un material muy usado, quizá el que más, si no lo cree, piense, observe, y quién no le ha hablado acaso a un oso de peluche, de cuyo rostro se desprenden a menudo los pedazos de plástico que ofician de ojos. ¿Y qué hacemos? Nos quedamos tan campantes con el oso tuerto. A lo sumo intentamos pegarle el ojo o simplemente aceptamos que ya lo perdió y seguimos conversándole al igual que podríamos hacer con una planta que no fuera genuina. Porque vivimos entre plástico. Nos circunda el plástico como nos circunda el aire. Es estirar el brazo y, estemos donde estemos, de seguro se estrella contra un borde del venerado material. Además, los contribuyentes ahorraríamos en agua y plaguicidas, evitando olores desagradables e intoxicaciones. ¿Qué me dice, señor que lo discute todo? ¿Nada para decir? Bien. Entonces vamos bien. Asombroso, anotémoslo en la bitácora. Fecha y hora.
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