Daniel Sánchez Centellas - Pobres conquistadores

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Como si de una epopeya se tratara, supeditada al modo en que cada pueblo concibe su propia cultura, «Pobres conquistadores» narra las aventuras y desventuras de los hermanos Tuoran, miembros de la tripulación de Eretrin, durante su periplo a lejanas tierras. Una vez allí, el amor, la lealtad y el instinto de supervivencia condicionarán el cumplimiento no solo de su palabra, sino también la de todos aquellos que les acompañan.

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Alekt, harto de él, actuó entonces con convicción y certeza: le propinó tal bofetada en su mejilla izquierda que de la conmoción desasió la empuñadura del sable y calló al suelo. Entonces le cogió de las solapas y le dijo con susurros amenazadores:

—Me cargáis muchacho impertinente. Si se os ocurre siquiera volver a pensar en eso, entonces sí que habrá un motín en toda regla. Por muy fuertes y entrenados que sean vuestros hombres, ¿sabéis cuántos hay disponibles? Once, ¿sabéis cuántos somos? Más de ochenta. Y creedme que, en tal caso, os cogeríamos por sorpresa. En cuanto a vos, ya habéis visto que yo me basto y me sobro para daros una azotaina en el trasero, mocoso.

Gotert se derrumbó inesperadamente y rompió a llorar. Aunque no se podía saber si era de rabia o de qué, Alekt le dejó que se postrase en el suelo y se desahogase de esa patética manera. Cuando más o menos se hubo calmado, Alekt le pidió que le acompañase casi con un aire apiadado. Pero esa actitud no podía ser más que un error porque con alguien así más vale o no apiadarse y liquidarlo o estar siempre en guardia, probablemente considerarlo vencido iba a suponerle a Alekt en el futuro el origen de graves problemas. Llegaron los dos hombres donde se almacenaban los fascinantes tubos. Y Alekt le preguntó:

—¿Qué nueva arma es esta? Se me ocurrió que fueran una especie de pequeños disparadores, pero se me antoja muy difícil pensar en cómo se debe soportar la fuerza, el fogonazo, el retroceso en una máquina tan pequeña. —Gotert se le quedó mirando estupefacto, porque prácticamente había identificado el aparato y las dificultades de su invención. Conteniendo su acostumbrada rabia, entre otras cosas porque ahora estaba desarmado, le respondió con un tono de falso candor infantil:

—Señor, pudiera ser que tuvieseis razón pero yo ni siquiera los he visto funcionar. Si piensas esto, te digo de tú mi buen amigo, te suplico por lo más sagrado o incluso por la lección que me acabas de dar que no des a conocer ni por un solo comentario, la existencia de este arma. —Y sin decir más se marchó de esa bodega para acabar rápidamente con ese vergonzoso episodio.

Alekt se quedó alucinado con la visión de esos brillantes, y aún hipotéticos, dadores de muerte. Se imaginaba las descargas controladas, de al menos una docena de ellos, atravesando corazas, escudos, carne, huesos. Pero era curioso que no se hubiesen empleado en la misma batalla por la toma de Eretrin, ¿se los reservarían a nativos hostiles? ¿A imperios armados de arco y flecha? Elucubrar más era perder el tiempo, por eso Alekt cerró el arcón y también desapareció de ese lugar.

Cuando volvió a cubierta la escena se había diluido, los soldados de guardia fueron desatados y recompuestos con una ración doble de licor y de descanso, lo cual les haría olvidar en poco tiempo los empujones y amordazamientos recibidos. Quedaban esperando al administrador Sokert ta Munder para recibir las instrucciones de inventario, revisión y cierre de bodegas; quedaba Trucano siempre fiel y atento a las traducciones y quedaba el oficial de noche, quedaba ya escurriéndose por una esquina el correoso Nástil que ya tenía ganas de irse a dormir, pero que al ver a su jefe redirigió sus pasos hacia él. El vigía se dirigió a Alekt con rigor marinero:

—Capitán, se ha recibido mensaje de la Clan Tuoran, le resumo: su hermano evalúa un aumento de la velocidad en tres décimas partes. Nosotros vamos un poco más lentos patrón. —Alekt miró fatigado a sus hombres, y respondió:

—Mensaje para Clan Tuoran: aminora la velocidad arriando velas hermanito. Ocho décimas partes de la velocidad primitiva es suficiente para llegar pasado mañana al alba —tomó una pausa que advirtió Nástil y esperó— no espero respuesta, fin y buenas noches. Ahora todo el que tenga que dormir que vaya a dormir lo que pueda.

Trucano, que jamás paraba de pensar, había hecho sus cálculos y esa diferencia no le parecía excesiva. Por eso se pegó a su patrón siguiéndole con una pregunta en los labios. Por fin al detenerse se la pudo hacer:

—Patrón, ¿es posible que pueda entender por qué dos décimas partes de la velocidad de más nos pueden suponer tanta diferencia? —Alekt lo miró sombrío y sin ningún ánimo de responderle con la confianza de la que hasta entonces los dos habían bebido. Y así le dijo:

—Estás tomando demasiadas libertades, esto no es una academia de navegación. La última e irrevocable orden que he dado a los hombres que no estén de guardia es la de irse a dormir, ¿me estás desobedeciendo?

Trucano se espabiló en seguida tras esa represiva e inesperada respuesta. Hizo el saludo marinero brevemente y sin pronunciar palabra se retiró azorado y sintiéndose algo apaleado. Con el malestar que había generado esa situación en su pecho no podía conciliar el sueño de ninguna de las maneras, por lo que con la involuntaria colaboración del sueño profundo de sus compañeros de camarote, que dormían inertes e insensibles a la luz de su vela, pudo reescribir la carta a su mujer, que venía a decir:

“Mi amada y añorada Nitavi, mi querido hijo Tubisto:

No sabéis cuánto os echo de menos, ni cuánto añoro la vida que he dejado atrás. Os mando mis más cariñosos abrazos y besos. Sabemos que queremos llegar a un gran continente en el Este, eso seguro que lo sabéis hasta por los rumores de mercado; y sabemos que la última tierra conocida será la isla Fink. Después de eso, nuestra confianza descansa en la sabiduría de nuestro capitán y en el gobierno del conocidísimo Gotert Muntro, cuya reputada fama conocemos todos de sobra, en esta frase están nuestras fundadas esperanzas. Dichas esperanzas existen.

Espero y en realidad estoy seguro que la prima Duelva os está colmando de cuidados. Os tiene tanto cariño y os echaba tanto de menos que seguro que os agasaja con todo lo que tiene.

Cuando te llegue esta carta no sé dónde estaré, pero puedes responderla para que se quede depositada en el servicio de correo marino de isla Fink. Ya sabes que las cartas, tanto la de ida como la de vuelta, pasa por exactamente el mismo proceso y por lo tanto la recibiremos en las mismas condiciones.

Y entre otras cosas, entre otras bellezas que añoro y solo puedo imaginar, es la blancura de tu piel, las curvas perfectas de tu pecho y la dedicación de tus caricias. Esto es suficiente para ilustrar si hubiese de hecho que ilustrar a alguien de cómo debe amarse.

Y acabar diciéndote, compañera de mi vida, que realmente nos llevan con sabia disciplina y con férreo orden, ya que el mando cuanto más incomprendido, más se teme, y así más cumplida se lleva cualquier orden por contradictoria que parezca. Y esto es así tanto en los mandos militares con el severo Gotert, como en los mandos marineros de nuestro bien hallado Alekt.

Procuraré traer alguna curiosidad para nuestro querido hijo, para que juegue, imagine y comprenda. Y para ti mi Nitavi, traeré algo que no te desmerezca, siempre con la esperanza de que salgamos con bien de esta ignota aventura.

Un abrazo de vuestro Trucano, siempre”

Trucano encontró más adecuado decir inteligible que incomprendido. Y otros matices para decir lo que necesitaba decir sin desvelarse delante de un censor, fuera quien fuera. Acabó así de reescribir la carta por última vez, si quería Alekt o quien fuera corregir algo que se lo tachase con tinta y le dejasen en paz. Él ya estaba bastante harto.

CAPÍTULO III

ISLA FINK

Los cálculos de Alekt y Argüer coincidieron con lo esperado, ya que al alba siguiente se podía divisar el borrón en el horizonte que todos sabían que era la isla Fink. En realidad, por como eran de imprecisos sus aparatos y cálculos, habían acertado con aproximaciones rudimentarias, que sumadas a un azar positivo, final y felizmente correspondería con la realidad. A pesar de esa chiripa, la marinería no dudaría de la pericia de los Tuoran. Sin embargo, ellos en lo más profundo de sus razonamientos no dejarían de agradecer a la Providencia por no haberse desviado cien millas, perderse en el océano y eventualmente iniciarse así un motín que los hubiese sumido en la catástrofe. En sus propias conversaciones, en silencio o, como mucho, a media voz se sugerían, con miradas y comentarios breves, la suerte que habían tenido.

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