La isla se iba perfilando ante la visión de los marineros como una especie de espejismo en un mundo azul, en medio de un mar de olas breves y corrientes rápidas serpenteantes bajo las quillas de los barcos. No había otras islas más pequeñas, solo era isla Fink y los peñascos de alrededor. Nadie se pararía a saber si era de origen volcánico, o lo que fuera, era demasiado misteriosa como para hacer visitas y comprobaciones. De hecho, gran parte de esa masa no estaba explorada ni cartografiada. Solo les importaba la cala donde desembarcar, las fuentes donde recoger el agua, los árboles donde recoger algunos quintales de fruta y finalmente, hablar con el “Quinteto”. Esa agrupación, como se deduce de su nombre, estaba constituida por los cinco marineros que daban ínfimo crédito de la posesión de esa remota isla por parte del imperio. Tenían una cabaña, manejaban un faro, administraban los escasos servicios a los barcos que pasaban y sobrevivían pescando y cultivando. Poco más se sabía de ellos. Para muchos de los marineros, entre ellos el joven Trucano, eran una especie de duendes bondadosos que cuidarían celosamente de sus cartas para hacer que misteriosamente llegaran a las manos de sus seres queridos. Siempre hay pensamientos cándidos.
¿Qué sentido tenía la posesión de esa isla? ¿Por qué desde su descubrimiento hacía más de un siglo no se había explorado en profundidad? ¿Por qué no se había colonizado? A menudo no hay explicaciones para el olvido y la dejadez. A veces ocurre que se estira más el brazo que la manga y el imperio, queriendo hacer gala de ser lo más extenso del planeta pero sin recursos para desarrollarlo, enviaba pequeños destacamentos en medio de ninguna parte para decir «también estamos aquí». En realidad la isla podía representar una perfecta base naval para atacar a la confederación de repúblicas hacia las costas que quedaban en su retaguardia. La isla estaba tan al Este que quedaba más allá de los dominios de la confederación de repúblicas. Sin embargo, los recursos no eran todos los que se querrían para hacer lo que se proponía el emperador. Por culpa de la política general de ese gobierno de desorden y apaños a medias, los Tuoran se vieron obligados a solicitar las fragatas birladas en esta guerra a la República de Eretrin y además en nombre del imperio. Esto era así porque la mayor parte de carpinteros y torneros estaban construyendo instalaciones militares o máquinas de guerra. Esa era la planificación del emperador Raundir Stosser en la expansión de sus dominios, un caos sin más dirección que el ansia de poder. Aquí iban a encontrar la misma filosofía: buscarse uno la vida, sírvase usted mismo y provéanse sobre el terreno. Los Tuoran sabían muchos de estos pormenores, pero al mismo tiempo sabían conservar la humanidad, no se proveerían jamás dejando morir a nadie de hambre.
Por otra parte, la posesión de esa lejana isla tuvo un efecto indirecto inesperado precisamente en la historia de Alekt Tuoran. El conocimiento de las corrientes sincronizadas no venía solamente de la observación en el litoral del continente, en las playas de su país de origen. El mismo Alekt fue en su tiempo de servicio en la marina imperial un miembro más del quinteto de isla Fink y aprendió en esa estancia cómo se movían las corrientes que iban de Norte a Sur de manera estacional. Con ese fantástico descubrimiento postuló que si un barco entraba en la cuerda de la primera corriente hasta isla Fink y se sincronizaba con las estaciones para enganchar la corriente de isla Fink hacia el Sur, la expedición que hiciera este sería transportada sin necesidad de grandes esfuerzos casi al otro lado del mundo conocido. Pero el ajuste de los tiempos de navegación debía ser realmente fino para no perder ninguno de los trenes de agua, ni cogerlos de cara. Esta información constituyó parte del saber clave de los Tuoran para el éxito de este viaje.
Desde que se avistó la tenue línea por encima del horizonte que daba a intuir la aparición de la isla, hasta que se había discernido claramente su silueta, sus bosques y sus montañas, prácticamente había pasado toda la mañana. Eso daba una idea de su tamaño, que no era nada despreciable. Algunos, que no habían visto nada así, se quedaban boquiabiertos en medio de sus faenas cuando sus miradas coincidían con la visión de la isla. Realmente tenía un aspecto imponente porque parte de su litoral eran acantilados de terrorífica verticalidad allí donde acababan los picachos que ascendían como laderas boscosas desde el interior de la isla. Pero no toda la isla era tan tremenda. De hecho, los barcos estaban circunnavegando la costa para llegar a la parte del litoral en que se hallaban las calas de desembarco. Las maniobras llevaban cierta lentitud por si tenían que corregir rumbos, más entonces que empezaban a aparecer algunos riscos. En la Eretrin solo gobernaban el barco los que podían ser realmente hábiles y precisos en este tipo de maniobras y que llevarían a buen término gracias a la lentitud de dichos movimientos. En total diez marineros y tres mandos eran los que tripulaban de facto la nave sin complicación alguna pero con extremo cuidado. Alekt, daba las últimas órdenes a Nástil para enfilarse por el último estrecho hasta su destino:
—Como ya te dije, te metes en la cofa de proa y cuando aparezca la punta de la caleta norte nos avisas. Recuerda que dependemos de ti para una maniobra correcta. Es sencillo, pero debe ser preciso.
—Sí patrón, eso es pan comido —contestó el vigía con saludo marino y sonrisa cómplice en su cuarteado rostro. Este se movió hasta la proa y se deslizó como un mono entre jarcias, cabotajes y amarres hasta llegar a la cofa minúscula que había en el bauprés. Mientras, Alekt gritó a sus hombres:
—¡A media vela! —Y él mismo cogió el timón para marcar el rumbo. En cuando Nástil gritó «¡punta!», Alekt voceó—: ¡A toda vela!
El capitán cambió el rumbo de nuevo y al cabo de veinte segundos ya podían ver la cala de arena blanca en la que se veían desperdigadas algunas herramientas de amarre, barquichuelas y otros útiles marineros. Allí estaban al pie de un pequeño peñón uno de los miembros del quinteto, sobresaliendo su silueta de entre las rocas. Cuando se pudo percibir muy lejano el grito de saludo del hombre como un agudo y desgarrado «¡¡eeeeeh!!» toda la tripulación contestó rugiendo alegre con un grito mucho más grande. Todos estaban contentos, incluido el avieso Gotert, que había cambiado mucho su actitud, al menos aparentemente, y que aceptaba la pérdida de una parte de sus juguetes en alta mar, esperando quizás un momento mejor para la venganza a la vuelta de aquel viaje.
La nave de Argüer debía hacer la maniobra por su cuenta también, no debía seguir a la Eretrin pues la proximidad de esa nave le ocultaría los puntos de referencia en los riscos, necesarios para una maniobra correcta y autónoma, ya que los cambios de rumbo debían ser súbitos para no acabar encallados. La nave de Argüer, tan inmóvil como toda su tripulación en ese momento, esperaba al inicio del recorrido, pero esperaba con la alegría de sus marineros, porque ellos habían oído ya el intercambio de saludos en la primera fragata, lo cual indicaba que todo había ido bien. A pesar de esta seguridad, al llegar al mismo punto que la Eretrin otro miembro del quinteto que ahora oteaba desde el peñón les ofreció la oportunidad de repetir la ceremonia de llegada con los gritos simples y la alegría desbocada de la tripulación. Eso sin duda elevaba la moral de todos. Al llegar a cierta distancia el enjuto y barbudo miembro del quinteto que estaba en el peñasco, dio la bienvenida como era costumbre:
—Bienvenida la nave Eretrin, bienvenido su capitán cuyo nombre ¿es? —Alekt, que lo venía observando contestó:
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