Llegaron los primeros lesionados transportados por ambulancias de la Cruz Roja mexicana, entre los cuales se encontraba Alfredo Jiménez, el padre de uno de sus pacientes pediátricos. Venía muy grave. El escenario era lúgubre, lleno de angustia ante la responsabilidad de su enfermo. Presentaba dos heridas por proyectil de arma de fuego, una en el abdomen y otra en la cabeza. De inmediato los anestesiólogos tenientes coroneles siguieron las indicaciones del mayor médico cirujano. Aquí no existían jerarquías absurdas. Todos buscaban el bien y la vida de su compañero soldado, quien, como muchos otros, debía su ingreso al glorioso ejército por necesidades económicas.
En quirófano el mayor médico cirujano Alegría, jefe del equipo quirúrgico, estaba nervioso puesto que en sus manos y decisiones estaba la vida y pronóstico de un padre, de un ciudadano mexicano, quien arriesgó su existencia por la necedad de sus gobernantes al no querer entender que en Chiapas había surgido un reclamo de justicia ancestral. Patricio lo había vivido a los 15 años, pero el soldado herido no lo conocía. Algo como para volver loco a cualquiera. “¡Una guerra estúpida!”, rumiaba Patricio.
Inició la cirugía, una laparotomía exploradora. Patricio colocó al herido una sonda pleural por indicaciones del cirujano, puesto que la bala abdominal en su trayectoria había lesionado dicha membrana. Al abrir encontraron mucha sangre. La hemorragia era difícil de controlar por la lesión de dos arterias, la mesentérica superior y la cólica media, así como por múltiples perforaciones intestinales. El paciente estaba en choque. Los anestesiólogos, por su parte, hacían esfuerzos para sacarlo de esta descompensación hemodinámica hasta que el cirujano pudo controlar el sangrado ligando las arterias lesionadas. Una vez estable,fue trasladado en helicóptero al Hospital Central Militar en la Ciudad de México. Ahí permaneció nueve meses antes de volver a la ciudad de Villahermosa. Patricio, como pediatra de sus hijos, estaba al tanto de su desarrollo. La esposa y la madre de Alfredo también le narraban las injusticias que el ejército había cometido contra él, como recortar su sueldo a pesar de estar inválido por haber cumplido con su trabajo. Andrea, su esposa, le comentó el trato grosero y prepotente del que había sido objeto su esposo ante los reclamos de éste por una indemnización prometida que nunca le otorgaron. Patricio, en el desayuno del festejo por Día del Ejército comentó al comandante de zona con voz de reclamo:
—Mis pacientes han perdido un padre sano y esto no importa al “Supremo Gobierno”.
Por pláticas con otros heridos se enteró de la muerte de un oficial del ejército a manos de un joven zapatista de 13 años, el cual disparó a la frente del militar cuando éste le marcó el alto. Se decía que había muerto por haber tenido el valor de no dispararle a un muchachito, casi un niño. Para Patricio, esto era un acto de heroísmo; perder la vida por no matar a un hermano mexicano, y además menor de edad, por lo que no disimulaba su molestia cuando escuchaba decir a sus superiores en tono de burla: “¡Lo mataron por pendejo!”
Pensaba que estaban llenos de héroes falsos y siempre ansiosos por encontrar más cuando uno verdadero había caído y nunca sería reconocido.
Conforme continuaba acuartelado y encerrado en el Hospital Militar, varios de estos hechos lo conflictuaban creándole crisis existenciales. Conocía el dolor de ambos bandos, pues había convivido con los tzeltales en su adolescencia y con los militares gran parte de su vida. La simpatía que tenía por ellos contrastaba con el sentimiento de rebeldía que le acometía al pensar en el gobierno al que representaba.
Con grandes esfuerzos callaba, pero en ocasiones no controlaba sus comentarios, a pesar de saber el delito del que se le podía acusar, pero ser testigo del trato que el ejército daba a los detenidos como supuestos zapatistas lo rebasaba. Los acostaban en los camiones con las manos amarradas por detrás como si fueran animales para venta en el mercado y los encerraban en un cuarto para pacientes especiales en la enfermería bajo la vigilancia de la Policía Militar.
Una noche se dio sus mañas para platicar con algunos de ellos. Al hablar tzeltal, se ganó su confianza. Le aseguraron no ser zapatistas y que los habían detenido sólo por su apariencia, sin orden de aprehensión ni culpa alguna demostrada. Su delito era, en realidad, ser indígenas.
El solo portar uniforme verde olivo le incomodaba, pero debía usarlo. No tenía alternativa. Sobre todo por haber sido asignado a una base de operaciones del 20o Batallón de Infantería en el municipio de Simojovel, Chiapas, adonde se trasladó como comandante del agrupamiento de labor social.
La mayoría de la población era tzotzil y lo primero que observó era que su trabajo serviría para las fotografías que el ejército necesitaba como propaganda en la prensa nacional e internacional. “Es un auténtico fraude”, concluía.
Las condiciones en que daba su consulta médica eran dolorosas; no había medicamentos, y para una población que no tenía ni para comer, resultaba ofensivo, pues dejaban sus problemas de salud sin resolver. Los indígenas que acudían a consulta llegaban de muy lejos. Algunos caminaban por más de dos horas y les resultaba ominoso e incómodo estar en las instalaciones militares, por lo que al correrse la voz entre la población de la falta de medicinas, dejaron de ir. Como consecuencia, la consulta era mínima.
Patricio se la pasaba murmurando y reprochando a cualquiera que escuchara sus inconformidades, sin darse cuenta de que la tropa y los oficiales no compartían su pensar. En su obsesión, y pasando por encima del teniente coronel de Infantería comandante de la base de operaciones, pidió enviar un radiograma a las autoridades militares solicitando dar consulta en el pueblo. Lo más alejado posible de su base, pero jamás recibió respuesta porque su petición no fue enviada.
Decidió entonces acudir, sin autorización, al centro de salud donde le fueron proporcionadas algunas medicinas y donde los encargados del dif municipal le brindaron las facilidades para dar consulta en sus instalaciones. Entusiasmado, se entrevistó con el sacerdote de Simojovel para que se difundiera la noticia de que habría consulta médica y odontológica gratuita. El pueblo se desbordó sin miedo. Sin el temor que imponía el ejército, llegaban indígenas de lejanas rancherías y poblaciones. Patricio ordenaba a su personal no retirarse hasta terminar de atender al último paciente del día. Regresar tarde a la base era causa de discusiones con el comandante por incorporarse después de la hora de novedades vespertinas.
Algunos pacientes se presentaban con credenciales que los identificaban como priistas exigiendo pasar primero, pero Patricio les mencionaba con enfado que todos eran iguales y que sus inclinaciones políticas no les daban prioridad. Las actitudes de Patricio eran interpretadas por sus superiores como irreverentes y disgustaban aún más al comandante, por lo que harto ya de ese “medicucho”, con gran enfado le dijo:
—Mayor médico Rodríguez, siga así y se hará acreedor a un parte informativo que no le ayudará en nada.
Patricio no imaginó que cumpliría su amenaza, pero así fue: el teniente coronel mandó un informe en el que lo acusaba de simpatizar con los zapatistas y bajar la moral de las tropas con sus comentarios. El fundamento de la acusación era en realidad brindar servicio médico a los indígenas a pesar de habérselo prohibido.
A pesar de los inconvenientes originados por sus decisiones, la consulta aumentaba y cada día atendía a unas 60 personas que lo dejaban agotado física y emocionalmente. Con sentimientos de impotencia, derrotado y deprimido. El dolor de sus enfermos iba más allá de cualquier medicamento. Cada consulta era un encuentro en carne viva con la miseria humana y en sus ganas de llorar se reflejaba la injusticia social de su país.
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