[Francisco González Durán De León - Memorias de un desertor

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Uno de los obstáculos principales para la observancia de los derechos humanos en sociedades que no logran dar un paso definitivo a la democracia es el uso del ejército de parte de los gobiernos para salvaguardar los intereses de las clases dominantes. Describir la férrea y a veces arbitraria disciplina de los cuarteles, criticar el abuso de la autoridad de los mandos superiores contra los militares inferiores, delatar la subordinación vergonzosa a la suprema autoridad civil en asuntos que contradicen la misma ética militar puede ser un ejercicio novelesco. Pero si el autor de la ficción fue militar, su testimonio cuestiona la obediencia militar como excusa al cumplir órdenes que implican crímenes de Estado. De nuevo están sobre la mesa los juicios de Núremberg, el grito de monseñor Romero a los soldados pidiéndoles desobedecer las órdenes de matar civiles, las decisiones de conciencia de miles de soldados desertores. Memorias de un desertor es una valiente denuncia del uso anticonstitucional del ejército y del inexistente fuero con el que se quiere encubrir acciones criminales.

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Al volver Mardonio de su catequesis, Patricio le comentó indiscreto:

—¿Cómo es posible que existan concursos de belleza organizados por la televisión en los cuales la cultura imperialista impone la belleza de la mujer americana como prototipo de la mexicana? —dijo refiriéndose a Yutzil.

El sacerdote, incómodo y molesto, contestó:

—Patricio, debes ser más discreto. Afortunadamente no entienden español. Acuérdate de que ustedes vienen conmigo y en este momento son parte de la Misión.

Cuando estuvieron a solas, Mardonio, quien comprendía los ímpetus adolescentes de Patricio, le contó la historia de Yutzil.

—Un arqueólogo francés fue su padre —le dijo—, embarazó a su madre y desapareció después. La mujer se casó con un tzeltal que veía a Yutzil como su propia hija, ya que para el indígena el hijo de su mujer es suyo sin importar quién lo engendró. Esto forma parte del pensamiento mágico de los tzeltales.

Y prosiguió:

—Mira, Patricio, creer que nadie les hará daño ha facilitado que el ladino se aproveche de su bondad como ha venido sucediendo desde la época colonial, que desplacen al indígena al interior de la selva al quitarle sus tierras que originalmente eran de sus antepasados y que los exploten en todas las formas posibles. En la época de Porfirio Díaz se dio el más grande despojo.

”Está bien que te fijes en las mujeres hermosas, Patricio, pero abre tus ojos también a cosas más importantes que quiero que aprendas en este viaje. Te voy a recomendar que leas La revolución interrumpida, de Adolfo Gilly —continuaba Mardonio mientras apuntaba el nombre en un pedazo de hoja arrancado de los misales en tzeltal—. Debes aprender que esto se inició con la aplicación de las Leyes de Reforma, cuyo resultado no fue el surgimiento de una clase de pequeños agricultores propietarios que no puede ser creada por la ley, sino una nueva concentración latifundista de la propiedad agraria. No sólo se aplicaron a las propiedades de la Iglesia, sino a las tierras de las comunidades indias, que fueron fraccionadas en los años siguientes aplicando esas leyes. Se dividieron en pequeñas parcelas adjudicadas a cada campesino indio, por lo que no tardaron en arrebatárselas o en ser adquiridas a precios irrisorios por los grandes latifundistas vecinos.”

Patricio escuchaba con atención mientras recordaba las enseñanzas de su tío Esteban. “¡Nunca creí que un sacerdote hablara así!”, reflexionaba, mientras Mardonio hablaba.

—Durante décadas, los latifundios crecieron devorando las tierras comunales de los pueblos indios y los convirtieron en peones de los terratenientes. ¿Entiendes, Patricio? Ésta fue la forma en que el capitalismo penetró en el campo mexicano durante la dictadura de Porfirio Díaz.

Patricio asentía en silencio recordando las clases de historia del profesor Paco Serrano. “¡Qué diferente manera de ver la religión cristiana!”, concluía Patricio mientras Mardonio continuaba con el tema del saqueo arqueológico que tantos extranjeros, como el papá de Yutzil, y nacionales hacen de la selva sin que el gobierno remedie esta situación.

Se acercaba el final de la primera parte de su viaje. Una tarde llegaron a una iglesia en Jetjà en la que Patricio descubrió una caja repleta de libros, todos con título en tzeltal: Yach’il C’op, Yu’un qu’inal y en castellano: Ley de la Reforma Agraria. El texto había sido traducido por Mardonio Morales.

Deseoso de tener uno de estos ejemplares, se lo pidió al sacerdote, quien antes de dárselo escribió una dedicatoria:

El esfuerzo que supone la traducción al tzeltal de la Ley Agraria obedece al deseo de que nuestros campesinos indígenas organicen su convivencia de acuerdo con las leyes de la comunidad nacional a la que pertenecen. Conociendo sus derechos y obligaciones estarán en condiciones de ser más libres y responsables.

Mardonio Morales, S. J.

Jetjà, 27 de julio de 1976.

Mardonio continuó solo su gira mientras Patricio y su primo regresaron a Chilón en avioneta. Observaban desde el cielo la belleza de la selva en su máximo esplendor, lejos de las miserias y egoísmos que tanto lo habían turbado. Se sintió agradecido, sin saber con quién, por ese espectáculo purificador. Lo llenaba de paz interior sin necesidad de drogas que estimularan sus mecanismos de función cerebral aumentando sus sentidos para captar hasta el último detalle de ese paraíso terrenal.

En cuanto llegaron se hospedaron en la Misión de Bachajón, manejada por religiosas que les brindaron una abundante comida que le recordó los alimentos a los que su madre lo había acostumbrado. Después de comer, Patricio se ofreció a lavar los trastes. Mientras los enjuagaba, conoció a Amparito, mujer de edad, viuda acaudalada del Distrito Federal que decidió, una vez que sus hijos aprendieron a valerse por sí mismos, unirse a la misión, como muchas otras personas que voluntariamente trabajaban para esta congregación. Ella era cocinera, costurera y se encargaba de organizar la venta a precio justo de las artesanías de los tzeltales, a quienes los caciques regateaban su trabajo para venderlo después con grandes ganancias.

Patricio comentó que deseaba estudiar medicina, por lo que Amparito le recomendó que si permanecía cuatro semanas más en Chilón, no dejara de visitar al doctor Agustín y a su esposa Gloria, ambos médicos de la Misión.

—Podrías trabajar con ellos, como Antonieta, mi nieta, que quiere ser enfermera.

Así fue como conoció a estos ilustres seguidores de Hipócrates. Agustín, médico general egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), y su esposa, ejercían un verdadero apostolado de la medicina. Tenían una hija de dos años y habían perdido hacía ocho meses a su segundo hijo, que había muerto por complicaciones del sarampión. Estaban entregados en cuerpo y alma a sus enfermos y no se daban abasto, por lo que les pareció maravilloso que Patricio apareciera. De inmediato lo pusieron a acomodar los medicamentos que se encontraban desordenados y en cajas aún sin desempacar; fármacos enviados por personas altruistas que cedían las muestras médicas obsequiadas por laboratorios. Patricio no entendía y no sabía dónde colocarlos, de modo que Agustín apuntó en un papel los principales nombres bajo los cuales debía clasificar los diferentes fármacos y ordenarlos de acuerdo con sus propiedades: antibióticos, antiparasitarios, analgésicos, dermatológicos, oftalmológicos, etc. Éste sería el primer contacto de Patricio con la medicina a través de un mundo de nombres raros propios de la farmacología.

El trabajo en el consultorio era agotador. Pese a ello, Agustín nunca perdía su buen humor y Patricio descubrió en él a un médico con verdadera vocación de servicio y cuyo nivel de vida no correspondía al esfuerzo que realizaba. Patricio conocía a varios doctores que trabajaban mucho menos y vivían mil veces mejor. Con la diaria convivencia llegó a equipararlo con el Che Guevara. Ambos, al tratar de mitigar el dolor y la enfermedad de la gente humilde, descubrieron que no resolverían gran cosa dando un número interminable de consultas. Era un trabajo sin beneficio real, pues al cabo de un lapso se presentaban de nuevo las mismas enfermedades. “Sería más fácil y menos caro hacer justicia social mejorando las condiciones de vida de la población y logrando así la disminución de los enfermos”, concluía Patricio.

Conocerlo lo ayudó a despejar algunas dudas que dificultaban su decisión de estudiar medicina, convirtiéndola en una vocación propia apoyada en la influencia de su herencia paterna.

A través de las pláticas que sostenía con Agustín se enteró de la labor de la Misión y de otras actividades realizadas por Mardonio. Agustín le contó que además de haber traducido la Ley Agraria al tzeltal, también tradujo la Biblia, la que publicó junto con otros jesuitas. Conoció la lucha civil, legal y pacífica que la Misión sostenía por la recuperación de las tierras de los indígenas y los problemas con los que se topaba por el cinismo y dureza del gobierno local coludido con los finqueros. Le platicó de la opresión en las fincas, de la explotación inmisericorde con el aguardiente, del proceso de destrucción de la selva por los madereros de Chancalhá, de la generosidad del indígena y de su hospitalidad, las que había conocido en su primer viaje con Mardonio, de su sentido de dignidad, de su resistencia al dolor y a la opresión. Agustín también le hizo conocer el triste episodio de la tragedia de Wolonchán y la muerte de sus comisariados. Eran tantas historias que le parecía estarlas leyendo en el libro México bárbaro,de John Kenneth Turner,de la época de Porfirio Díaz, y que le hacían concluir que la Revolución mexicana nunca había llegado a Chiapas y que los gobernadores se servían del estado cuando deberían servir al pueblo. Le habló de la explotación del indígena como esclavo y de las famosas tiendas de raya de Valle Nacional, donde se vendían los productos a los peones a precios superiores que en el mercado y que se adelantaban al trabajador a cuenta de sus jornales, lo que aumentaba las ganancias del patrón a su costa y lo mantenía atado a la hacienda mediante las deudas así contraídas, las cuales se heredaban de padres a hijos. Este abuso continuaba en 1976.

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