Cuando finalmente llegaron, Patricio sentía que los huesos de sus pies se habían pegado a la suela de las botas y que, al quitárselas, habría un charco de sangre. Tal era la falta de costumbre del citadino que se sentía campeón olímpico por caminar a diario de la escuela a su casa y ser seleccionado de baloncesto en su secundaria, además de héroe de sus amigos en el deporte.
La noche se le hizo corta cuando, con las primeras luces del día, salieron nuevamente hacia otras rancherías. Tenía ganas de quedarse, pues aún no se recuperaba de la caminata del día anterior, pero su orgullo, ese “maldito y a la vez bendito orgullo”, le hizo acompañar a Mardonio, pues su primo Pedro decidió quedarse a jugar en la laguna con los niños de Tuliljá. Afortunadamente para él, ese día sólo fueron unas cuantas horas de marcha, pues esa tarde Mardonio debía regresar temprano para oficiar una misa en la pequeña iglesia con piso de tierra, paredes de ramas y techo de paja.
Antes de dar inicio, Mardonio discutió con los líderes de varias rancherías sus problemas agrarios, según entendía Patricio, y al final impartió la misa. Todo en lengua tzeltal. Duró aproximadamente dos horas, ya que a los indígenas les gustaba opinar sobre el evangelio, lo que nunca había visto en otras iglesias, donde la característica era el monólogo sacerdotal. El tzeltal discutía y refutaba con energía la palabra de Cristo, hasta que, al parecer, la asimilaba una vez explicada por Mardonio. Patricio escuchaba sin entender: “Awu’unic; yan, te ha’ex yu’unex te jCristo; te jCristo, ha’yu’un te jTatic Dios…”
Su desconocimiento del idioma no impedía que observara detenidamente a Mardonio. Admiraba su paciencia y devoción para enseñar y su energía para aguantar ese ritmo de vida que a él, en dos días, lo tenía más agotado que un ciclo escolar. Al consagrar la hostia para la comunión, se imaginó que Mardonio era Jesucristo y que una luz penetraba en aquella oblea de pan convirtiéndose así en el “cuerpo de Cristo”. Todo ello provocado tal vez por el cansancio y el trabajo arduo y desinteresado del religioso. Patricio se levantó y fue a tomar la comunión. Hacía mucho tiempo que no lo hacía y no se sintió ridículo ni cursi como le había sucedido en anteriores ocasiones. Por primera vez veía a un sacerdote sincero y preocupado por sus fieles. Empezó a formarse en su mente un héroe, pero no salido de libros o de historias leídas, sino tomado de la realidad.
Cada día que pasaba, Patricio vivía nuevas experiencias y observaba paisajes insospechados, llenos de una belleza mágica que invadía su espíritu. Uno que le impresionó mucho, después de una caminata de tres horas en la oscuridad de la selva, durante la cual un indígena tzeltal que conocía el terreno como la palma de su mano iba abriendo brecha machete en mano, fue el de un gran hueco de luz descubierto repentinamente y rodeado de la majestuosidad imponente de enormes árboles de grandes troncos y caprichosos tonos verdes; como si jugaran con los rayos del sol. En él había un pequeño lago, manantial del río Ja, con agua de roca cristalina y quieta como un espejo, que daba una inesperada paz a aquella hermosa naturaleza. Como por magia, aparecieron onditas en el agua provocadas por un insecto al posarse sobre ella, como si se entonara al instante, por el movimiento, una melodía silenciosa. Un himno a aquella escena maravillosa. Más no era todo: debajo del agua se veía un mundo de colores con plantas y peces que ni el mejor pintor hubiese imaginado. Era algo para llorar y morir con la tranquilidad que un poeta siente al terminar su verso después de haber encontrado la palabra exacta o adecuada para expresar su idea. Y para rematar con broche de oro, al seguir caminando en ese hermoso paisaje, unos niños tzeltales, desnudos como Adán, chapoteaban en el lago mientras sus madres, con faldas negras y una faja de colores de diferentes tonos que combinaban exactamente con esa naturaleza de ilusión y sin ropa que cubriera su torso, mostraban aquella belleza natural sin pena ni maldad; sus hermosos y turgentes senos, con pezones levantados por la succión de la lactancia, como para retribuir en pago a su belleza compartida, mientras lavaban sin detergente la ropa de sus familias.
Mardonio siempre asesoraba a los indígenas en sus problemas cotidianos, además de proporcionarles conocimientos para alimentar su espíritu. En cada ranchería a la que llegaban, además de bautizos, bodas y misas, se repetía frecuentemente un hecho que llamaba la atención de Patricio, era la peregrinación de una o dos cajitas de niños muertos que coincidían con el paso del misionero por el lugar, como si lo esperaran para recibir su bendición. Se dio cuenta de que la mortalidad infantil en esas tierras era algo común y corriente, a lo que los indios estaban acostumbrados. Se preguntaba por qué no había médicos y averiguó que quien ejercía tales funciones era un catequista tzeltal que recibía su adiestramiento de los religiosos y de un doctor en Chilón llamado Agustín.
La dieta del tzeltal se componía principalmente de maíz (pozol, elote, tortillas), café y, en ocasiones, frijoles. Rara vez huevo o pollo. Los pequeños tomaban de sus madres leche que los protegía mientras eran lactantes, y después jamás volvían a probarla. “¿Cómo no va a haber esa mortalidad infantil si la mejor medicina para cualquier enfermedad es la alimentación?”, se preguntaba Patricio.
Uno de esos días, en un sitio ubicado en plena selva, lejos de cualquier vía de comunicación, Mardonio ofició la ceremonia religiosa de una boda a la que siguió una fiesta. En la mesa de honor estaba Mardonio con sus dos sobrinos, pues aunque Patricio no lo era, así lo presentaba el religioso, lo que era una carta de acreditación para ser bienvenido en la comunidad tzeltal. Ésa era una más de las muestras de cariño y respeto que los indígenas sentían por Mardonio y que Patricio había visto en repetidas ocasiones, como cuando, a la hora de brindar por los novios, sirvieron a Mardonio, como si fuera champaña, un poco de Coca-Cola, bebida reservada sólo para los invitados principales. Esto representaba un gran lujo para ellos. Era algo insólito en medio de aquella pobreza económica y nutricional que contrastaba con sus valores espirituales situados muy por encima de la civilización, algo inexplicable que, al mismo tiempo, causaba desilusión: la influencia de una sociedad de consumo había logrado penetrar hasta estos extremos del planeta, donde la Coca-Cola había llegado antes que la justicia social. Mardonio le platicó que el refresco era traído por avioneta, lo que lo hacía todavía más caro. Era raro no ver anuncios de propaganda política del pri (Partido Revolucionario Institucional) y sí corcholatas de esta gaseosa. Después de la fiesta le hizo ver que los tzeltales, tristemente, también empezaban a perder algunas de sus tradiciones y costumbres, como bodas a las que había asistido en las que el hermoso traje tzeltal utilizado para esta ceremonia era sustituido por el vestido blanco característico de la tradición del Viejo Mundo.
Varias experiencias a lo largo de su estancia le fueron mostrando a Patricio diferentes aspectos de la vida en la selva. En otra ocasión, mientras el jesuita daba lecciones de religión a varios chiquillos, Patricio se entretenía mirando a un grupo de jóvenes indígenas que reían entre sí, como platicando “secretos de mujeres” mientras golpeaban la masa para hacer tortillas. De pronto, Patricio palideció cuando al voltear vio a una de ellas que sobresalía por su belleza. Esbelta y alta, se movía con el porte de una princesa; sus ojos verdes daban brillo al moreno rostro cuya afilada nariz adornaba graciosamente. “Seguramente Juan Diego sintió lo mismo que yo al ver a la virgen de Guadalupe”, pensó Patricio mientras seguía con la mirada a Yutzil, que era el nombre de la bella criatura.
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