No podía creer las antesalas y los recorridos interminables que Mardonio hacía, junto con otros sacerdotes de la orden, por diversas oficinas de gobierno clamando justicia para el indígena, tratando de resolver sus problemas, cuando en realidad era obligación de los funcionarios estatales que, sin embargo, parecían hacerles “el favor” de escucharlos, les daban por su lado y al final no les resolvían nada.
En realidad, la Misión ayudaba a los gobernantes a cumplir sus obligaciones constitucionales.
Con Agustín aprendió a inyectar. Lo comisionó para aplicar cuanta inyección se necesitaba. La gente lo buscaba para que les administrara el medicamento a su hora si vivían en el pueblo. Si no, el catequista enfermero encargado de la ranchería lo hacía.
Patricio acompañaba a Agustín en sus consultas a domicilio y a las visitas a los puestos de salud en comunidades cercanas a la carretera. Aquí la miseria también era evidente.
Durante uno de estos trayectos en la camioneta, que funcionaba como ambulancia improvisada, le tocó viajar sentado en la parte de atrás sobre unos cartones que amortiguaban los saltos que iba dando el vehículo sobre el lodazal que la lluvia de la noche anterior había dejado. Y coincidentemente, enfrente de él, iba la nieta de Amparito, Antonieta. Se trataba de una güerita pecosa que Patricio ya conocía. Ella le había platicado su deseo de convertirse en enfermera una tarde que la acompañaba durante su rutina de acomodar medicamentos. En aquella ocasión él no había reparado en la belleza de esta nueva candidata a protagonista de sus películas para soñar. Aún estaba bloqueado por su desilusión amorosa con Victoria. Además, Antonieta usaba lentes de abuelita y se vestía con vestidos holgados que no permitían ver bien su delineada figura, pero durante el recorrido, el viento por la velocidad y el golpeteo de la carretera de terracería mojada la obligó a quitarse los lentes para no perderlos en un brinco. Entonces Patricio admiró sus ojos grandes color del cielo y la brillantez de su mirada. La luz del sol daba a su piel tonos dorados y la transformaba en un suave y terso durazno coloreado delicadamente por un leve tono rojizo en sus mejillas. Patricio, embelesado, no escuchó cuando Antonieta le ofreció un jitomate fresco que guardaba en su bolsa mientras sacaba otro para ella, hasta que le jaló la manga reaccionó aceptándolo sin dudar. Antonieta rio al tiempo que mordía su jitomate. El jugo escurría entre sus labios y tuvo que moverlos con rapidez para evitar ensuciarse. De inmediato se encendió el sistema límbico de Patricio que continuó comiendo mientras se ahogaba de la emoción. Había visto labios sensuales comer manzanas o fresas, pero jitomates… eran los primeros. A partir de ese momento, Patricio empezó a olvidarse de Victoria y comenzó a fijarse en los atributos de Toñita, como le decía Agustín cariñosamente.
La mañana pasaba angustiosamente lenta para Patricio. Entre frascos y cajas de medicamentos apilados en estantes, esperaba la tarde para ver aparecer el rostro siempre alegre de Antonieta. Uno de esos días se encontraba sentado en el piso del consultorio, detrás de un aparador repleto de frascos, cuando Antonieta entró pensando que el consultorio estaba vacío y se probó su reciente compra: unos pantalones de manta de los que usan los indígenas. Su silueta se veía a contraluz y se transparentaba más de lo que Patricio hubiese esperado.
Ya para este momento se había arraigado en él una enfermedad que estaba seguro que alguien le había contagiado y que más tarde comprendería que era incurable. Se caracterizaba por encontrar en todas las mujeres alguna cualidad física, y si de plano carecían por completo de belleza, su hipotálamo les encontraba una virtud en su manera de ser que las hacía atractivas para él. Era casi imposible que le desagradara alguna; a la de cara simple y dientes chuecos le encontraba un trasero prominente, y a las que lo tenían plano, siempre las compensaba viendo en ellas senos redondos y llenos, o pequeños pero en forma de gota. Los ojos eran siempre de su interés. Aquellas a quienes la genética enmarcaba su mirada en ojos grandes y luminosos, las sentía ganadoras; pero al observar alguna que los tuviera pequeños, le atribuía rápidamente labios delineados y carnosos. Para Patricio no había mujer fea, y si acaso sufría tratando de encontrar atributos físicos en una que otra, le encontraba una voz de diosa o la chispa del fuego.
Después de varios encuentros con Patricio, Antonieta intuía la baba que derramaba por ella y quiso, sin lastimarlo, que no se hiciera ilusiones. Le platicó de su novio en México con el cual, le dijo, planeaba casarse. Pero para Patricio eso no era impedimento para seguir enamorado, los celos no eran parte de su enfermedad. Él podía compartir a una reina. Le pasaba algo así como a los tzeltales, para quienes el padre de su hijo era el enamorado, no el engendrador.
Por la tarde, sentado en una banca de los jardines del atrio de la iglesia de Chilón, Patricio miraba cómo el viento movía el cabello de Antonieta al leer a los niños los pasajes religiosos en voz alta y cómo sus labios se retraían llenos de sangre. Su voz se escuchaba como una brisa, y al ver las líneas de su lectura sus ojos se movían al ritmo de las olas del mar. Patricio no ponía atención a lo que decía. Se perdía en cámara lenta con sus movimientos faciales que jugaban entre ellos creando un concierto visual. La miraba sin decidir qué: sus ojos, su boca, sus gestos o todo. ¡Qué pleito traían para llamar su atención! Para Patricio que sólo veía su cara mientras ella leía en voz alta, un sueño de paz le hizo vivir. Sus labios y dientes encerraban su lengua que a veces salía dejándose ver. Travieso músculo con aspecto de fresa, Patricio quiso atraparlo, pero despertó de su sueño. Bocas hermosas había visto. Ninguna lo había vuelto loco. Con la de Antonieta se resistía a perderse poco a poco. Nuevamente estaba enamorado.
Transcurrieron varias semanas antes de que Mardonio llegara a Chilón. Patricio y Pedro lo esperaban ansiosos para iniciar el que sería su último recorrido antes de regresar a la capital. Fueron a una ranchería llamada San Pedro Patzguitz, donde una escena deprimente le permitió corroborar lo que Agustín le había platicado. Durante los tres días que permanecieron ahí, observaban pasar por una carretera de tierra camiones como hormigas cargando grandes troncos traídos de la selva. Día y noche. Uno tras otro. Con este cargamento de maderas preciosas se dirigían al aserradero de Chancalhá, donde se cortaban y se enviaban a Veracruz para ser embarcadas a su destino final, Estados Unidos de América, negocio de Nacional Financiera.
“Es triste deducir que aquellos bellos paisajes no los verán tus hijos —le decía Mardonio— por el saqueo criminal aceptado por nuestros gobernantes.”
“¿Qué reciben a cambio las poblaciones tzeltales, tzotziles, mames, ziques, zoques, choles, etc.? —Patricio se preguntaba—. Es como si embargaran su casa injustamente y sin razón”.
Mardonio le comentó que él había llegado a la selva en 1964 —cuando ésta todavía era virgen—, que había vivido su proceso de destrucción y que los paisajes que tanto le habían impresionado a Patricio eran una mínima parte de lo que él había conocido.
Después de seis semanas de convivencia con Mardonio, grandes eran las enseñanzas que le dejaba, pues lo consideraba una persona coherente que vivía acorde con su pensamiento. Aprendió que de nada servía transmitir el amor a Cristo si no se resolvían antes los problemas básicos de justicia social, sin entender aún, a sus 15 años, que éste era el inicio de su posterior comprensión de la Teología de la Liberación en América Latina en relación con la Iglesia de los Pobres, concepto que había aprendido empíricamente y que reforzó en Patricio el rechazo por una Iglesia tradicional que lejos de ocuparse de sus fieles marginados acumula riquezas y poder de manera incongruente.
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