[Francisco González Durán De León - Memorias de un desertor

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Uno de los obstáculos principales para la observancia de los derechos humanos en sociedades que no logran dar un paso definitivo a la democracia es el uso del ejército de parte de los gobiernos para salvaguardar los intereses de las clases dominantes. Describir la férrea y a veces arbitraria disciplina de los cuarteles, criticar el abuso de la autoridad de los mandos superiores contra los militares inferiores, delatar la subordinación vergonzosa a la suprema autoridad civil en asuntos que contradicen la misma ética militar puede ser un ejercicio novelesco. Pero si el autor de la ficción fue militar, su testimonio cuestiona la obediencia militar como excusa al cumplir órdenes que implican crímenes de Estado. De nuevo están sobre la mesa los juicios de Núremberg, el grito de monseñor Romero a los soldados pidiéndoles desobedecer las órdenes de matar civiles, las decisiones de conciencia de miles de soldados desertores. Memorias de un desertor es una valiente denuncia del uso anticonstitucional del ejército y del inexistente fuero con el que se quiere encubrir acciones criminales.

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Mientras que a él le gustaba ir de visita a casa de las Vargas López, a ellas no les agradaba, pues siempre las espiaba escondido bajo las escaleras que conducían a sus recámaras para intentar ver sus calzones. En ocasiones se metía tras las puertas abiertas para asustarlas cuando pasaban. Hartas de sus travesuras, las hermanas Vargas López planeaban cómo vengarse de todas las maldades que les hacía.

Cuando Patricio tenía 13 años, Victoria Vargas, cinco años mayor que él, le preparó una travesura: ahumó la parte inferior de un plato de cerámica con la flama de una vela hasta que quedó lleno de tizne. Después mandó llamar a Patricio, quien estaba sorprendido de que lo dejaran entrar al cuarto de juegos. Todas veían emocionadas a su hermana, quien con voz dulce y sonrisa divina le dijo:

—Patricio, ¿quieres jugar conmigo?

—¡Sí! —respondió él sin dudar.

Victoria le dio instrucciones.

—Este juego consiste en hacer lo mismo que haga yo, como si fueses mi espejo. Tienes que verme a los ojos fijamente, sin parpadear, a menos que yo lo haga.

Para Patricio, que siempre miraba con suspiros y de reojo a cada una de las Vargas López, esto era un sueño hecho realidad. Sentados uno frente al otro a la luz de dos velas, Patricio no quitó ni un instante la mirada de los ojos de Victoria, estudiando hasta la más mínima línea de su iris y los tonos aceitunados de su mirada. De vez en cuando se perdía en los movimientos de sus labios carnosos y rosados. Sobre todo le hipnotizaba la danza de su lengua, que parecía un pescado luchando por soltarse del anzuelo para brincar libremente hasta su boca, mientras se esforzaba en ser un espejo perfecto y copiar en su memoria toda la ola de hermosura que tenía frente a sí. Lentamente, Victoria frotaba con sus dedos la parte inferior de su plato simulando aplicar crema en su cara. Patricio, al repetir el movimiento, se embarraba el carbón del tizne que habían preparado y quedaba negro como el chapopote. Todas las observadoras reían sin parar y Patricio no entendía por qué. “Después de todo, soy simpático, las hago reír”, se dijo. Al terminar lo felicitaron. Al salir del cuarto, se topó con doña Mari, quien al verlo rio para sus adentros y se dirigió molesta a la habitación de las muchachas. Ellas parloteaban sin poder contener la risa al recordar la cara del vecino, negra y llena de inocencia.

—¡Niñas! ¿Cuántas veces les he dicho que no hagan estas bromas? ¡Saben que les tengo prohibidas estas travesuras!

Doña Mari exigió una disculpa para Patricio, a quien llamó para que Victoria, la autora de la diablura, limpiara su cara. Mientras las suaves manos de Victoria tocaban su piel, él se sintió doblemente premiado.

El resto del día Patricio no dejó de pensar en su princesa de 18 años. Esa noche sucedió algo que nunca había experimentado al pensar en una mujer hermosa, ¡no tuvo erección ni amaneció con el calzón húmedo! Veía sonreír a Victoria en cámara lenta sintiendo un calor placentero con suspiros interminables. ¡Estaba enamorado! Esta nueva sensación inundaba por completo a Patricio, quien en la secundaria casi no tenía amigos. Hasta le alcanzaba para permanecer indiferente ante la progresiva popularidad de Antonio, su hermano mayor.

Para tratar de equilibrar un poco la soledad de su hijo y disminuir los problemas que le ocasionaban los constantes pleitos con sus hermanos, María Luisa decidió enviarlo a Guadalajara de vacaciones de Navidad con el hermano de su papá, el tío Esteban. No imaginaba Patricio la importancia que este viaje tendría para su joven mente y en su forma de ver la vida. Su tío, un licenciado comunista, resultó ser un crítico implacable de su religiosidad y de sus actitudes de niño rico y “agringadito”, influencia de su ambiente escolar. Durante las semanas que permaneció con Esteban, el cual se parecía mucho a su finado padre, sus palabras resultaron una lección aprendida a tal punto que las adoptó como dogma. Al volver a clases después de las vacaciones y ver a sus amigos, los encontró como una bola de chamacos burgueses y superficiales.

A partir de entonces chocaba a cada rato con sus compañeros y profesores, sobre todo durante las clases de historia, al grado de ganarse el apodo de el KGB o Marx. El profesor de dicha materia, un hermano lasallista de nombre Paco Serrano, gustaba de humillarlo durante su clase al confrontarlo con las ideas de su tío. Esto ocasionaba enormes dudas en Patricio respecto a los principios del amor cristiano desinteresado hacia el prójimo. El profesor Serrano inculcaba a sus alumnos una mezcla de pensamiento cristiano con doctrina hitleriana.

Como parte de las lecturas obligadas de su curso, estaba el libro Derrota mundial, de Salvador Borrego, en el que se postula que al morir Hitler la humanidad se perdería ante el crecimiento del comunismo. Serrano era uno de los reclutadores de jóvenes lasallistas para el muro (Movimiento Universitario de Renovadora Orientación), agrupación de carácter fascista en la que se admiraba al Führer como salvador del mundo y en la que se impartían clases de karate para involucrar a los muchachos, a la larga, en golpizas callejeras contra ateos y comunistas. “Cómo me gustaría un debate entre mi tío Esteban y Paco Serrano”, deseó Patricio al no poder argumentar sus desacuerdos con el profesor. Eso ni en sus sueños sucedería.

Apenas estaba en su adolescencia y ya habían irrumpido en la vida de Patricio dos personalidades que influirían en sus decisiones: por un lado, la de un padre médico inalcanzable en la vida real, cuna de todas las virtudes, a quien admiraba y envidiaba como hombre triunfador y al que María Luisa se había encargado de idealizar; por el otro, la de su tío Esteban, un hombre de carne y hueso que le había enseñado el valor de la honestidad y la limpieza de principios.

Su padre le había legado un sinnúmero de amigos, médicos y familiares que, al platicar con él, reforzaban esa imagen de ídolo y ejemplo a seguir. El contacto más real con los recuerdos de su progenitor, sobre todo cuando estaba triste, lo tenía en la biblioteca de la casa, que su madre había dejado intacta después de la inesperada muerte de su esposo. Hojeando los libros y los boletines del Hospital Infantil, donde su padre había estudiado y trabajado, llegó a conocer a grandes personajes de la medicina nacional. Entre éstos, el que más llamaba su atención era el doctor Fulgencio Alatriste, médico militar fundador e ilustre pilar de la pediatría mexicana. Hombre de gran tenacidad cuya visión y conocimiento de las necesidades del país, así como una sólida preparación profesional, le permitieron fundar en 1943 el renombrado y reconocido Hospital Infantil de la Ciudad de México. Su estrecha relación con personas económicamente pudientes y de mente filantrópica, como el español don Lázaro Chamorro, fue imprescindible para cumplir con la finalidad de dicha institución: proporcionar atención a la niñez mexicana, tener acceso a la investigación y procurar entrenamiento a estudiantes que mostraran interés y devoción por la pediatría.

Las memorias del doctor Alatriste, publicadas por el Hospital Infantil como homenaje a sus 25 años de vida profesional, formaban parte de las lecturas que repasaba Patricio. Sentía un orgullo inexplicable cuando encontraba el nombre de su padre escrito en ellas. Se ponía la camiseta de estos médicos como un actor que estudia su papel y, al hacerlo, se sentía protagonista de sus vidas.

La oportunidad para conocer personalmente al doctor Alatriste se le presentó en una de las fiestas que su madre organizaba cada aniversario luctuoso de su padre. Ella gustaba de reunir a todos aquellos que quisieran recordarlo como el amigo alegre que se reunía con ellos para cantar, tocar el violín y escuchar mariachis o tríos. Ahí conoció a este galeno y tuvo una gran desilusión al no poder platicar con su héroe, sintió que lo subestimaba al considerarlo un joven simple y que había personas más interesantes con quienes conversar. No obstante, observaba a cada uno de los amigos de su padre y tomaba nota de sus pláticas. De estas fiestas le quedó la idea de que la mejor escuela de medicina era la Médico Militar. Asociadas al fuerte apego emocional que tenía por su padre ausente y a la necesidad de su cercanía, las reuniones fueron decisivas para el rumbo que unos años después tomaría su vida.

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