Patricio y Victoria habían vendido gran parte de sus bienes para subsistir el año de la deserción. Además, él conseguiría un trabajo y vería la forma de hacerle llegar a su familia más dinero. Contaba con el apoyo de su madre y hermanos para cualquier eventualidad.
La culpa no lo dejaba. En el Ejército tenía un buen sueldo, un trabajo extra en el hospital civil y muchos pacientes particulares que le proporcionaban ingresos suficientes para llevar un nivel de vida cómodo que perdería de repente por ser tan bocón. Si no hubiera hecho críticas al Ejército en los desayunos con el comandante de la base de operaciones… “¡Pinche teniente coronel puto! ¿Por qué no me dijo nada y fue de chismoso con el alto mando? ¿Por qué no callé mis inconformidades con las actividades del Ejército en Chiapas?”.
Ciudad de México, 1976
Cuando Patricio tenía 15 años, aún no tenía una vocación definida. Huérfano de padre a los ocho años y con cinco hermanos —cuatro menores que él—, vivía en una casa de clase media en la colonia Las Águilas de la capital de México. Su madre, María Luisa, había quedado viuda a los 30 en la plenitud de su cobriza belleza, aderezada con un cabello negro como el carbón, ojos verde esmeralda y una nariz respingada. Sus rasgos se antojaban como pretexto para resucitar al michoacano Manuel Ocaranza para que pintase ese rostro, amén de un cuerpo que bien habría servido de modelo para la Diana Cazadora.
Médico pediatra destacado, su padre había fallecido a los 45 años, víctima de un infarto cardiaco masivo, en plena vida productiva profesional, debido al vicio del cigarro, adquirido en su adolescencia (influido por el carisma y la fuerza de Carlos Gardel, quien impactó a la generación de su época). A su muerte, el carácter de María Luisa, simpático y alegre, cambió. La linda y dulce madre que Patricio recordaba de su infancia se convirtió en una mujer dura y fría.
Maestra normalista de primaria, María Luisa no volvió a ejercer su profesión desde su matrimonio con el joven médico. Llevaba una vida cómoda de ama de casa con servidumbre para las actividades domésticas, y con nanas para sus hijos más pequeños. La temprana e inesperada muerte de su marido la dejó sola y con seis bocas que alimentar, lo que la transformó en un sargento gruñón por la presión de una enorme responsabilidad. Trabajaba como maestra por las mañanas, y por las tardes su casa se convertía en círculo de estudios para los hijos de otras lindas esposas; chicos reprobados y atrasados en la escuela a quienes María Luisa ayudaba con sus tareas para complementar su sueldo y mejorar el ingreso familiar. Llevaba una rutina agobiante y sin descanso de lunes a viernes, alternando funciones de padre y madre de seis chiquillos sanos y por ende inquietos. El fin de semana se dedicaba al aseo de su casa, única herencia que le dejó su esposo, y a cocinar el menú semanal para, al llegar de la escuela, sólo recalentar la comida congelada y ahorrar tiempo para iniciar sus actividades vespertinas. Agotada, en las noches no tenía tiempo como antes para acostar a sus pequeños y contarles un cuento. Todos se dormían como y donde les agarraba el sueño, vestidos y sin ir al baño. Muy temprano por las mañanas y con la mayoría de los pequeños miados, iniciaba una rutina parecida a la de un cuartel.
—¡Tienen 10 para levantarse, bañarse, vestirse, desayunar y estar listos! ¡Tiendan sus camas y limpien los trastes del desayuno! ¡En una hora salgo, y el que no esté listo, se queda!
La responsabilidad de los hermanos más pequeños, Mateo y Daniel, se repartía entre los dos hijos mayores, Antonio y Patricio. Los menores preferían que su encargado fuese Patricio, quien, para estar libre más pronto y poder salir a la calle a jugar futbol con los vecinos, les hacía sus tareas y levantaba sus tiraderos. Antonio, por otro lado, era más responsable y les ayudaba con sus deberes explicándoles las materias y enseñándoles a cumplir sus obligaciones. María Luisa veía por las dos niñas, Mari Paz y Jimena, que eran modelo de educación y obediencia.
Mientras sus hijos fueron pequeños, los conflictos familiares se resolvían con una nalgada y un regaño, pero las actividades de María Luisa se fueron complicando con la pubertad y adolescencia de los muchachos. Patricio era su mayor dolor de cabeza, rezongón y molestón, siempre hacía llorar a las niñas y se peleaba con su hermano mayor. Desde que murió su padre, tenía sentimiento de culpa. Recordaba haberse negado a cantar una canción solicitada por él durante una fiesta, justo la noche anterior a su fallecimiento. La negativa altanera del niño de ocho años había provocado el enojo del padre e, inconscientemente, Patricio se autodesignó el encargado de vengar a todos los que habían molestado en vida a su padre —incluido él—. Tenía recuerdos de cada una de las escenas en que su madre se enojaba o de los berrinches de sus hermanos que, según él, habían hecho sufrir a su papá.
No terminaban ahí los sufrimientos de Patricio. Conforme pasaba el tiempo, su madre se ponía más guapa. Los antiguos amigos de su padre, así como el director y los compañeros profesores de la escuela donde ella trabajaba, asediaban la casa frecuentemente pretextando dar apoyo a la viuda. Aunado a ello, los amigos de Patricio, entrañables en la infancia, poco a poco se fueron transformando en enemigos ante sus ojos porque sus hermanas, Mari Paz y Jimena, embarnecían y heredaban la belleza de la madre. Para él representaban una amenaza constante.
Patricio y Antonio decidieron tomar cartas en el asunto y elaboraron un plan para defender a sus hermanas. Instituyeron “la prueba del gandalla”, que consistía en mostrarse groseros y antipáticos con todo aquel que se acercara a las mujeres de su casa. Si a pesar de esto los pretendientes persistían, demostraban que en verdad las querían y que no sólo tenían “sucias intenciones”, como se decía entre machos. Para él, los acercamientos del sexo opuesto a sus hermanas eran con propósitos malévolos. No los veía como algo normal en el desarrollo de sus identidades sexuales. Todo era resultado de la actitud inculcada en la escuela a la que asistían desde antes de la muerte de su padre, un colegio privado y religioso, llevado por sacerdotes lasallistas, al que acudían niños de clase alta y en el que su madre trabajaba. María Luisa había logrado mantenerlos en dicha institución gracias a que parte de su sueldo como maestra incluía las colegiaturas de la primaria de los más pequeños y medias becas de la secundaria para los mayores.
Siendo un colegio exclusivo para varones, los adolescentes parecían toros encabritados, y cuando cruzaba por su camino alguna muchacha que llegara por ahí, el nerviosismo se apoderaba de ellos de manera notable.
A lo largo del ciclo escolar tenían retiros espirituales en los que trataban, entre otros temas, de la castidad y la masturbación. Esta última era catalogada como una acción pecaminosa, lo que explicaba que Patricio se sintiera un pecador incontrolable. Desde un escondite en la azotea de su casa veía a sus vecinas para masturbarse hasta dos veces al día. Su adolescencia llegó acompañada de instintos sexuales y de un acné en la frente y detrás de las orejas que lo apenaba ante las mujeres. En cierta ocasión, el sabelotodo de la clase le dijo que los barros salían de tanto masturbarse. Para no delatar su conducta, se dejó crecer el cabello para cubrir su frente y no salió de casa nunca más sin chamarra y capucha que escondieran su cuello y orejas.
María Luisa conocía bien el malestar de su hijo, pero lo tomaba como parte normal de su desarrollo. Eran muchas las preocupaciones que la aquejaban y pocas las distracciones de que disfrutaba, las cuales consistían en ir al cine de vez en cuando con sus hijos o visitar por las tardes a vecinas o amigas que compartieran sus pesares. La más frecuentada era doña Mari Vargas López, viuda también y con cinco hijas que eran para Patricio como modelos de revista para caballeros, dotadas de belleza hasta en los dedos de los pies. Todas eran diferentes y de todas estaba enamorado —incluida doña Mari—. Las dos madres platicaban amigablemente mientras los chamacos jugaban entre ellos y Patricio acumulaba imágenes para soñar, en ocasiones despierto.
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