En este caso hay algo nuevo y no solo porque todo pueda subsumirse en una voluntad, si bien compuesta de diversos y hasta contradictorios propósitos. Hay otro elemento, el que refleja una paramilitarización de la política moderna en una síntesis peculiar con los estilos de vida de contracultura activista y movilizada, que practica la violencia callejera más o menos organizada y no pocas veces con un claro sentido estratégico; ello incluía un estilo en la vestimenta y en los instrumentos, no pocos de ellos mortíferos, aunque no alcanzaban ni al puñal ni al arma de fuego. De todas maneras, se trataba de un instrumentario bélico y de un espíritu revolucionario que brinca a la acción. La paramilitarización fue siempre propia a una parte del espíritu revolucionario desde fines del siglo XVIII hasta fines del XIX. En esta última etapa se incorporó también una extrema derecha antirrevolucionaria cuyo contorno más claro en la primera mitad del XX fueron los movimientos fascistas, aunque no los únicos. En su conjunto, la paramilitarización no los ha abandonado, aunque tienen momentos de auge y otros de anemia, comparados con tiempos que consideramos normales en una democracia. No se trata de brigadas ni de una organización de jerarquías aparentes; funcionan, sin embargo, con una combinación de espontaneidad y estrategia que acompaña a estos fenómenos en la modernidad. Es casi seguro que no es solo un grupo u organización, sino que un número difuso de ellos.
Como sea, el cuerpo político del país reaccionó con la idea de un fin de mundo, con polos de alborozo, y de angustia o desazón. Ambas posibilidades a veces son intercambiadas por los mismos actores, inseguros sobre qué hacer. Está por verse si se trata de un fin de época o un tipo de explosión parecida a un estallido cultural, como un Mayo de 1968. El descalabro del Gobierno, de la clase política, de los poderes del Estado, y la sensación experimentada por tanta gente podría indicar hacia un desmoronamiento institucional de consecuencias imprevisibles. Las grandes conmociones, la raíz última de magnos conflictos bélicos como las guerras mundiales, o el origen y primer momento de las revoluciones simbólicas de la modernidad, a todo ello les es común una subjetividad de personas y momentos, que después se ven muy diferentes con la perspectiva del tiempo. La experiencia que se nos aparece como de efecto sísmico, una vez recuperado un sentido de la normalidad, puede ser reducida a unas proporciones más fáciles de digerir o canalizar. Por ello, es siempre sano intentar mantener alguna serenidad ante estos desbordes de sentimientos y acciones colectivas, por más que aparezcan investidas de fervor moral radicalizado. Si esto es posible, solo lo dirá el paso del tiempo.
En todo caso, aquí he resistido la tentación de modificar algunas afirmaciones del libro, porque no se puede escribir una historia contemporánea si se es prisionero de lo que está sucediendo. La libertad del observador, por emocionado que se encuentre, solo tiene sentido si se da esa combinación de distancia y participación que hace posible el conocimiento, según se decía un poco antes. No podía despachar el libro, sin embargo, sin una referencia inicial, ya que en la medida en que se puede divisar una voluntad y un propósito político en el estallido, se dirige contra una viga maestra de lo que en el libro se llama “modelo occidental” o democracia: el carácter de representativa que necesariamente debe poseer.
La democracia directa, aquella de colectivos, o de soviets, indefectiblemente culmina en el surgimiento del cacique, o del caudillo hispanoamericano, de un César, o del Comité Central, para con el correr del tiempo transformase en oligarquía. No solo fue la experiencia del siglo XX, sino que la de dos siglos del período republicano, y una posibilidad de la política moderna. Ello no hace a esta “experiencia chilena” —se añade a otras— menos extraña a la democracia. Suceden en todas las democracias, aunque nunca en las tan intensas y generalizadas democracias que en el libro se llaman consolidadas, y a período prerrevolucionarios, ambientes recurrentes en muchas democracias, aunque no culminen en una revolución efectiva de la que hay pocos ejemplos en la modernidad, por espectaculares y bastante decisivos que hayan sido algunos de ellos. Son probabilidades del proceso democrático.
En las semanas en que este libro debía ingresar a la imprenta, la pandemia del coronavirus (Covid-19) cobró toda su presencia en el país, el que entonces vio nuevamente trastornadas sus prioridades. Ahora lo hace encumbrada en una oleada universal que no ha dejado a nadie intocado y que, al momento de escribir estas líneas, en general ha afectado con más fuerza a los países desarrollados del globo, en los cuales además se da un debate más abierto y apasionado acerca de la eficacia de las políticas públicas para enfrentarla. En Chile, desde el 15 de noviembre del 2019 había existido una tendencia hacia la descompresión de las tensiones, que por momentos habían sido gravísimas. Ello en parte por el acuerdo en las primeras horas de la madrugada de ese día para convocar un plebiscito que abriera el camino a una nueva Constitución, como también por el natural desgaste pero no término de las manifestaciones y de la violencia extrema, en el sentido antes explicado, por todo lo cual parecía que se arribaba a una normalidad diferente a la anterior y el país se alejaba un tanto del abismo. Y en febrero, cuando se desataba —hay que insistir en que era un país cuyo rostro estaba cuajado de cicatrices— una campaña electoral en torno al plebiscito por entonces programado para fines de abril, se dejó caer el fenómeno planetario de la pandemia. Postergó todo y permitó al Gobierno retomar alguna dirección de los asuntos, especialmente en un campo en donde el Presidente ha demostrado capacidad, el manejo de emergencias, una de las razones de ser del Estado. Ha habido un grado de asentimiento ligero por parte de la oposición política a la situación de crisis sanitaria.
Sin embargo, por notorio que haya sido el cambio de panorama, en estos meses no parece haberse evaporado del todo el ambiente y la capacidad de disrrupción que revelaba el estado de ánimo de las protestas y de la violencia insurreccional que las acompañó. La oposición parlamentaria gira entre la cooperación por conservar el orden institucional y, a la vez, hallar la rendija para introducir una cuña que haga rendirse al Gobierno y erosionar las bases del manejo político y económico. Y la violencia aguda conserva brasas encendidas con la simpatía o indiferencia de una parte variable de la población. La vigencia del estado de emergencia y de la cuarentena, incluyendo toque de queda nocturno, ha tenido también que soportar la caída de la economía a grados que pueden llegar a ser comparables con 1982, 1975, o quizás más atrás, con la Gran Depresión. Ello, en manos de un gobierno caudillista o antisistema, podría ser la antesala de asolar las bases de la democracia representativa; lo mismo sucedería en época de legitimidad (relativa) de intervenciones militares, como ha estado jalonada la historia republicana de la región y también la de Chile, si bien en un grado distinto. El hecho de que exista un gobierno cuya legitimidad precaria pero real sea la de la democracia representativa, permite que este pudiese afrontar con posibilidades de éxito los embates de estas tormentas. Mucho depende también de la eficacia del aparato estatal. Es la ordalía del momento.
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Las páginas del Preámbulo ilustran con bastante claridad una idea que cruza este libro. La historia de la democracia ha estado siempre impregnada de un debate sobre su carácter, su fuerza relativa y profundidad, su eficacia y alcance, su precariedad y quizás embuste; lo mismo, sobre el grado de verosimilitud, de la verdad, o no, en lo que tiene de apología de sí misma. Una pregunta crucial es si la democracia ha sido, por una parte, una forma de exponer la relación entre los intereses y los propósitos materiales e ideales de una manera visible al público; o si no es más que una forma de ocultar ese dilema o contradicción, por lo demás, inherente a la relación de los seres humanos entre sí. La historia de la democracia es y será la historia de la discusión —duda y afirmación— sobre ella misma. Es un debate que recorre la historia de Chile republicano y de su política, aunque no es, sin embargo, historia política pura ni, sin más, es una historia de Chile. Y, como se ve, desde siempre se ha planteado y planteará la pregunta de si Chile es o no un país que puede ser calificado de democrático. Desde 1970 y, sobre todo, desde 1973 esta pregunta no ha hecho sino redoblarse.
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