Héctor Caro Quilodrán - Firma con mi nombre

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Firma con mi nombre: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela histórica «Firma con mi nombre» nos presenta el latifundio chileno en la historia de la familia Pérez-Azaña: la vida privada de los dueños del fundo, los antepasados que forjaron el dominio de las tierras y con la vida, siempre interesante de sus descendientes mujeres que, en el claustro de una vida infectada por la atmósfera religiosa y pía, van encontrando los resquicios para el amor prohibido, para los secretos de alcoba, para sus pasiones sofocadas por el machismo y el dominio patriarcal. Los campesinos del pueblo de Cantarrana despiertan durante la década del '60 bajo la consigna de «La tierra para el que la trabaja». Pero, en 1973, comienza la revancha de los latifundistas.

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Josefina los recibió llenando frascos de mermelada.

—Son para los Pérez-Azaña —explicó, mostrándoles con orgullo uno de los frascos cerrados sobre la mesa—. Mis mermeladas son conocidas hasta por las amistades de la señora Fernanda.

—¿Fue a ella a quien vimos en el auto negro?

—No, chiquilla, ella es la señorita Winter, la institutriz de los niños. Es seca como palo viejo —dijo, alejando un moscardón con su mano.

—Necesito ayuda —añadió luego, mientras depositaba sus mermeladas en un canastillo—. Son para la familia y las amistades de la señora Fernanda. Mañana se van. ¿Me ayudan con un canastillo cada uno?

Lucinda miró su vestido, sus rodillas peladas y bajó su vista por el hueso dibujado debajo de la piel tostada hasta los pies.

—Nunca hemos entrada a esa casa… —dijo insegura.

Doña Josefina se vio en Lucinda como fue décadas atrás.

—¿Tienes vergüenza? —inquirió—. Mira, el verano te ha dado los mejores colores, no importa que seas flaquita. Además, iremos a la puerta de servicio. Casi no se ve por la madreselva.

Manuel y Lucinda cogieron sendos canastillos y avanzaron detrás de la voluminosa mujer. Josefina tiró de la campanilla y le abrió la doncella. A Lucinda la atrapó la luz que caía desde una ventana oval.

—¡No te quedes parada, deja el canastillo en el piso! —la conminó Josefina.

—¡Uf, eso fue todo! —exclamó Lucinda con las manos vacías y lanzó un suspiro.

Manuel, por su lado, echó de menos por un segundo la tierra y la pisó con fuerza.

Ese día domingo se inició lentamente traído por las campanas, llamando a misa.

—Vamos a acortar el día, Manuelín —anunció Lucinda.

—Hacía tiempo que no me llamabas así.

—Debe ser porque me siento rara. ¿No te pasa lo mismo?

Manuel no supo qué contestarle. Su vista la detuvo en el techo de la casa de los Pérez-Azaña marcado por las sombras de las torres. «¿Qué cosas se esconderían dentro de ellas? Tantas como las que hay dentro de un reloj», pensó, comparación surgida por su naciente aficción a las cosas mecánicas desde que vio la trilladora de don Pantaleón.

—Te quedaste con la boca abierta, mirando la casa —le reprochó Lucinda—, cuando sus moradores son fantasmas: se habla de ellos, pero nunca se les ve. ¿Cómo teniendo una casa tan grande no dan señales de vida? —preguntó enseguida.

Doña Josefina era la única que los nombraba con sus nombres. Juan, su padre, ni siquiera los aludía, con razón, cuando su mundo era don Olaberry y los caballos. Habría seguido meditabunda, si la puerta de hierro no se hubiera abierto lentamente. Dado su ánimo tristón, le pareció que todas las cosas ese día se iban a desarrollar en cámara lenta. El automóvil negro salió sin hacer ruido desde el interior de la propiedad, llevando sobre el portamaleta los canastillos con las mermeladas de doña Josefina. El vehículo aceleró y algunas piedrecillas saltaron hacia los lados. A través de los cristales, se distinguían unas siluetas: correspondían a Adela, a la señorita Winter -tocada por un sombrero- y a Cristiancito.

—Digámosles adiós como a los pasajeros del tren —dijo Manuel y saludó con la mano.

—Sí, como nadie ha salido a despedirlos…

Los dos agitaron las manos, revolviendo el aire de un día domingo donde unos se iban, otros se quedaban. Lo hicieron con la esperanza de que alguno de los pasajeros les respondiera el saludo de la misma manera, pero no fue así.

—No nos vieron —concluyó Lucinda, un poco desilusionada.

El auto se detuvo al llegar al cruce y, luego, dio un pequeño salto al cruzar la vía férrea. Y se perdió de vista. La puerta de hierro se cerró con un pesado sonido a metal. El eco se enredó en la rama de los aromos que guardarían la luz del verano con la esperanza de florecer con los colores del oro en la próxima primavera.

III

La campanilla de la puerta sonó con tal fuerza que sacó al gato de su molicie e hizo apurar el paso de la doncella. Era el cartero que insistía tirando del llamador de la puerta como si pidiera auxilio. La doncella recibió el telegrama y se lo llevó a la señorita Bárbara y esperó mientras lo leía, con las manos cruzadas en la falda, balanceándose levemente sobre sus pies.

—Sí, señorita —asintió luego de recibir sus instrucciones, con una breve inclinación de cabeza.

La doncella abandonó el recinto, perdiéndose en una galería. Se detuvo frente a una puerta entreabierta. La habitación estaba vacía, desde su interior emanaba un intenso olor a transpiración de alguien que marcaba su territorio con ella. Después se dirigió al garaje.

—Jacinto, te llegó trabajo —dijo sin verlo.

—No te oigo, Bruni, acércate —salió una voz desde debajo del coche.

Brunilda dio un paso, indecisa.

—Los patrones llegan a las cuatro, debes ir a buscarlos —dijo.

—¿Cierto?… Oye, Bruni, no hay piernas más hermosas que las tuyas. Tienen una línea morena hasta la rodilla, allí hace una curva y se pierde arriba en la oscuridad. ¿Qué habrá en esa oscuridad, Bruni?

Desde el suelo intentó atraparla con su mano. La joven dio un salto hacia atrás.

—Será para el que se case conmigo —afirmó y se fue.

No hacía mucho que Jacinto era el chofer de la casa, un trabajo que le exigía estar a disposición las veinticuatro horas del día para ir al banco, a la iglesia, al médico, a buscar o dejar a alguien a la estación, o esperar largo rato mientras la señorita Bárbara hacía una diligencia. Muy a menudo no tenía mucho que hacer, horas de ocio que llenaba, manteniendo impecable el único Cadillac de la región.

Se puso su uniforme: chaqueta y pantalón gris, botas negras. El cordón dorado de la gorra lo hacía parecer un cadete militar. A ello contribuía también su porte, juventud y buen humor. A las tres en punto se presentó en la cocina, anunciándose con un sonar de botas.

—Señorita Brunilda, ¿a quiénes deberé traer?

—A los niños.

—Nunca he visto niño alguno en mi breve tiempo en esta casa.

Irguió su cuerpo, acomodándose en su uniforme.

—La necesito para identificarlos —dijo luego—. Tendrá que acompañarme. Capaz que llegue con niños ajenos, ¿se imagina?

—Ya no son niños, pero aquí lo son mientras no se casen. Los reconocerá de inmediato. Y, además, ellos conocen el uniforme.

—Pero no a mí. Míreme, estoy listo para que salgamos de paseo, solitos, en el auto.

Brunilda esbozó una sonrisa, sin contestarle.

—No será mi culpa si llego con mocosos equivocados, se lo advierto —dijo, despidiéndose con un andar de torero, desafiando al toro con sus espaldas.

Jacinto aparcó bajo un árbol e hizo el resto del trayecto a pie a la estación. Un campesino, confundido quizás por su uniforme, lo saludó militarmente. La campana anunció el tren al poco rato. No pasaron cinco minutos y la locomotora hizo su aparición, primero con su mole negra y humeante, seguida por el vagón de la correspondencia con la puerta ya abierta, lista para dar paso a las sacas del correo junto con la prensa del día. Se detuvo rechinando sus ruedas envueltas en una nube de vapor. Solo una dama descendió del coche salón. Era alta, apenas puso pie en tierra, se obstinó en vigilar el descenso de una jovencita ayudada por un gentil joven, después contó las maletas depositadas por el auxiliar en el andén. «Ellos son», dedujo Jacinto. La estirpe de los Pérez-Azaña se les notaba a una legua de distancia.

—Soy el chofer de Cantarrana, a su servicio —dijo, sacándose la gorra.

La dama le indicó el equipaje con su quitasol.

—Sea cuidadoso —agregó.

Jacinto cogió dos maletas, pero se arrepintió cuando descubrió que cada una pesaba como cincuenta kilos. No obstante, su amor propio era grande y las llevó como pudo hasta el auto.

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