Héctor Caro Quilodrán - Firma con mi nombre

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La novela histórica «Firma con mi nombre» nos presenta el latifundio chileno en la historia de la familia Pérez-Azaña: la vida privada de los dueños del fundo, los antepasados que forjaron el dominio de las tierras y con la vida, siempre interesante de sus descendientes mujeres que, en el claustro de una vida infectada por la atmósfera religiosa y pía, van encontrando los resquicios para el amor prohibido, para los secretos de alcoba, para sus pasiones sofocadas por el machismo y el dominio patriarcal. Los campesinos del pueblo de Cantarrana despiertan durante la década del '60 bajo la consigna de «La tierra para el que la trabaja». Pero, en 1973, comienza la revancha de los latifundistas.

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—¡Es el gran Caruso! —exclamó su padre.

Esa voz voló por los rincones de Cantarrana. Ella pensó en Francisco. ¿Lo habría alcanzado también a él la fabulosa voz del cantante? A ella, esa voz le tocó el corazón con una palabra en especial: «lágrima». Una lágrima furtiva tal como lo decía la letra, pero llorada hacia adentro. Doña Alonsa cantó a capella para hacerse notar a los ojos de su anfitrión. La velada terminó muy tarde. Pablo se despidió besándole la mano. ¿Qué hizo los días siguientes? A Francisco no lo vio por el camino ocupado en atender los requerimientos de su padre. Su prima Paulina se casaba por esos días. Fueron a la boda. La palma de su mano roza, el relieve del cobertor y sus líneas la llevan hacia esos días de boda, música, danza, tertulias, veladas en el Teatro Municipal. Sus padres no pensaban en fijar fecha de regreso a Cantarrana. Eran así cuando algo les gustaba, se quedaban mientras el gusto les durase, porque para las cosas triviales estaba el capataz, los peones, el contador, don Olaberry, la servidumbre. Cierra los ojos, por sus párpados pasan las imágenes. Su padre, una vez ahíto de la capital, decidió volver. Al despedirse de la familia y de los amigos, les recordó a viva voz desde la pisadera del tren que los esperaba para su «veranazo» en Cantarrana, expresión muy propia de su vocabulario para designar las cosas de acuerdo a su genio y gusto. Mucha gente ha pasado por Cantarrana: senadores, obispos y más de un presidente de la República ha dormido la siesta en sus dominios. De pronto, escucha voces, pasos, acercándose. ¡Son los niños! La abrazan, la besan, quieren hacer muchas cosas con ella y para ella, pero les pide solamente: «pongan el gramófono, antes de retirarse». La música toma posesión de su cuarto. Las cuerdas la mecen, los bronces la levantan por el aire, la voz del cantante la crucifica a sus huesos. Se ve volando por el aire, sobre el paisaje conocido entre la vía férrea y el cementerio clavado con cruces a la tierra parda, donde el mausoleo de los Pérez-Azaña sobresale por sus dimensiones. La música se apaga. Volvieron a Cantarrana. Despertó con Meche a su lado al otro día. Le traía el desayuno a la cama para que le contase las cosas bonitas vividas en la capital. Una vez satisfecha su curiosidad, preguntó por el señorito Pablo con cierta malicia. Su caballo «Paloma» la esperaba ensillado, un mozo la ayudó a montar, cogió la brida y cabalgó hasta el final del camino con la esperanza de encontrar a Francisco. Llegó de nuevo a la línea de eucaliptos y se volvió. Distinguió las espaldas de Francisco, galopó para alcanzarlo, el viento peinó sus cabellos y sintió la sangre del animal pasar por su venas y tocarle su piel. Cuando estuvo a su altura, quiso contarle cómo había sido la boda de su prima, pero él, nervioso, apuró el paso cuando vio a su padre conversando con el capataz casi en medio del camino.

—¡Señorita, no bajamos de los 38 grados a la sombra! —dijo como si la casualidad los hubiera puesto allí en ese momento.

—¡Tanto calor que hace! —exclamó su padre.

—Sí, patrón, la tierra tiene fiebre —replicó prontamente el capataz.

—Genoveva, ponte sombrero —ordenó su padre—; estos solazos derriten el seso a la gente.

El silencio inunda la casa. Los niños han salido. Se frota la yema de los dedos, los entrecruza, nota su rigidez al hacerlo. Una vez más la consumió la osadía. Buscó la complicidad de las sombras en busca de la puerta del haras. A mitad de camino, sus fuerzas flaquearon. Volvióse antes de ser descubierta. Ahogó un grito en el jardín cuando vio dos luces incandescentes impidiéndole el paso: eran, por suerte, los ojos del gato de Meche. Al otro día, encontró una vez más a Meche a su lado como si viniera saliendo de sus sueños. «Señorita, perdone, le traía su desayuno». «Dormí mal, Meche». «Yo también. Mi gato desapareció y lo encontré aullando en el jardín; debe ser este calor el que lo pone inquieto. El capataz dice que la causa es la sequía; yo creo que nos caerá un chaparrón o bien tendremos un temblor». Meche tuvo razón. Se desató una tormenta de verano. Cayó una verdadera tromba de agua sobre la tierra sedienta, cerrándole sus heridas. Las plantas se enderezaron, las hojas se abrieron. Su padre gritó de alegría, llamándola:

—¡Ven a mojarte conmigo, Genoveva!

Ella le hizo caso y gritó mientras el agua la mojaba. Necesitaba danzar, dar vueltas, correr. Paulina fue la primera en llegar para el «veranazo». El mozo la fue a buscar en el Landó, el más elegante de los coches de Cantarrana, con la heráldica de la familia grabada en sus puertas. El estilo del carruaje debe haber influído en ella porque se bajó diciendo que le había hecho recordar el día de su boda y, haciendo alusión a su vientre, dijo:

—Vengo con novedades, prima: ¡seré madre! Necesito aire, descanso y escuchar a este pajarito.

—Mientras lo haces —respondió su marido, un luterano, algo muy raro en su medio—, me gustaría visitar el haras, tío Raimundo.

—Eso lo haremos cuando vuelva Francisco —adujo el padre—. Lo mandé al Club Hípico con mis últimos ejemplares. Ella sintió un sobresalto al escuchar el nombre de Francisco. Le dolió cómo lo nombró, como un simple subalterno. Más tarde llegaron los Benavente, los Subiabre, los Meléndez y muchos más cuyos nombres no recuerda. Los últimos fueron los Urruztía, otra vez comandados por la madre del clan. Pablo, al darle la mano, atenazó la suya. Su padre puso la mano en su hombro y lo llevó a la biblioteca, «a conversar cosas de hombres». Ella no sabía que su nombre estuviera presente en las conversaciones de ambos. La noche la pasaron en el jardín. Entonces su diseño era distinto al actual, contaba con una fuente hacia donde convergían los senderos, pero su aroma sigue siendo el mismo, salvo cuando los hombres fuman. Al otro día se desplazaron al estero en un desfile de coches. Su prima Paulina lo hizo ahora en uno de los varios birlochos puestos a disposición por su padre para el traslado de amigos cercanos y no tanto. Meche fue a la cabeza de los sirvientes. Las mujeres corrieron a la orilla del estero a mojarse la punta de los pies. Su prima, pese a su embarazo, era la más osada, daba chillidos agudos con el agua hasta la rodilla bajo el beneplácito de su marido. Pablo contemplaba la escena sin ser parte de ella. Cuando salieron del agua, los esperaban las viandas dispuestas sobre los manteles con su vajilla respectiva, los vinos en su punto, el ponche frío de melón. Durante el banquete al aire libre, su padre iba de un lado a otro, cumpliendo a cabalidad su papel de anfitrión, mientras su madre, en segundo plano, lo dejaba hacer. Ulderico Lenz, el marido de su prima, bebió casi solo gran parte del ponche de melón y la última copa lo dejó dormido con la boca abierta. La modorra los embargó a todos. Los hombres cayeron tumbados con la camisa abierta sobre las mantas. Si la muerte hubiera pasado a esa hora volando los habría tomado ya por muertos. Meche, al mando de un ejército de sirvientes, recogió sigilosamente los platos vacíos, limpió, ordenó. Una vez terminada su labor, apoyada en un árbol, se convirtió en una estatua viva, puesta allí para velar el sueño de sus patrones. Cristian y Adela vienen a verla, se sientan en la cama, le conversan, y antes de irse, les pide que pongan de nuevo el gramófono. ¿Qué pasó en aquel «veranazo»? se pregunta a sí misma. El regreso de Francisco hizo posible la visita al haras para complacer, especialmente, a Ulderico Lenz. Ella hizo de anfitriona. Francisco saludó, habló nervioso, se detuvo en aquello que estimó importante. Cuando llegaron al criadero hizo traer un formidable ejemplar equino cuyo color negro resplandecía bajo el sol. Él mismo lo montó, dio una vuelta por el picadero, exhibiendo el brío del animal, su potencia marcada en las venas bajo la piel sedosa y cuando parecía que no se iba a doblegar a la mano del jinete, sacó un paso candencioso. El gramófono se detiene bruscamente. Su padre no le dio ni las gracias a Francisco, a ella la sacó del brazo del haras sin mirar hacia atrás. La música del gramófono la rodea, es una hoja, se deja llevar por los acordes hasta ese momento cuando se reunieron en la terraza. Paulina apareció con una de sus creaciones veraniegas adecuadas a sus cuatro meses de embarazo con su marido del brazo. Ambos se veían felices. Ella recurrió a una falda sencilla, blusa color pastel y sandalias. Pablo apretó las mandíbulas al verla, se sintió un crujir de dientes que su hermana Carlota ahogó con una carcajada. El humor de su prima los contagiaba a todos en la velada nocturna. Doña Alonsa le buscaba conversación con su hijo. Ella trató de ser simpática, aunque sonara a falso, cuando hubiera preferido estar galopando al encuentro de Francisco en el camino, darle las gracias por su exhibición ecuestre, embargada por la tristeza, no la pudo ocultar.

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