Héctor Caro Quilodrán - Firma con mi nombre

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La novela histórica «Firma con mi nombre» nos presenta el latifundio chileno en la historia de la familia Pérez-Azaña: la vida privada de los dueños del fundo, los antepasados que forjaron el dominio de las tierras y con la vida, siempre interesante de sus descendientes mujeres que, en el claustro de una vida infectada por la atmósfera religiosa y pía, van encontrando los resquicios para el amor prohibido, para los secretos de alcoba, para sus pasiones sofocadas por el machismo y el dominio patriarcal. Los campesinos del pueblo de Cantarrana despiertan durante la década del '60 bajo la consigna de «La tierra para el que la trabaja». Pero, en 1973, comienza la revancha de los latifundistas.

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La señora Basilia escribió en su libreta el kilo de azúcar, el litro de aceite, fósforos. Al despedirse, puso en las manos dos caramelos a Manuel y la certeza de que se quedaría sola toda la vida.

El gusto de los dulces les duró hasta que llegaron a casa. Manuel retomó la lectura de su libro tendido a la orilla del canal. Lucinda, tiempo después, hizo lo mismo a su lado. El peso del cielo le cerró los ojos a Lucinda: recordó la fiesta de la noche y sus párpados temblaron.

—Manuel —dijo—, anoche bailé con un dragón.

—¿Quién era?

—Un dragón.

—¿Pero quién?

—No sé, creo que no tenía cara.

—Sí tenía, era Vitalicio, el hijo de don Recaredo.

—Tienes razón, por la voz lo reconocí, aunque no dijo casi nada.

Al rato llegaron Benavides y Romerito, navegando por el canal en una versión mejorada de la misma embarcación.

—Únete a nosotros, Manuel —lo invitó Benavides, sacándose el gorro de almirante—. Ven a descubrir nuevos mundos, ¡la historia nos llama!

Manuel no se resistió y partió dejando abandonado su libro. Lucinda lo tomó con curiosidad y empezó a leerlo.

La expedición fue corta. La embarcación se hundía cada cien metros por el peso de los tres. Regresaron por tierra, cargando la balsa y los aparejos. Manuel los acompañó hasta el cruce y, allí, se encontraron con una multitud mirando hacia el sur.

—¿Qué pasa? —preguntaron.

—Alguien se lanzó a las ruedas del tren —contestó el guardavía—. Uno que no encontró anoche su amor en la fiesta y decidió quitarse la vida.

Ni Manuel ni Romerito quisieron ver el cadáver. Benavides, en cambio, lo hizo echando de menos su lupa de Sherlock Holmes.

—¿Qué viste? —le preguntó Romerito cuando volvió.

—Mejor no les cuento.

Manuel retornó por «La avenida de los aromos». Al pasar por el frente del portón de hierro, trató de escuchar algún signo de vida, pero solo escuchó el viento. Por la casa del capataz divisó el carro alegórico cubierto todavía con pétalos marchitos. La fiesta había sido corta, buena para todos, menos para el que se lanzó a las ruedas del tren.

Don Olaberry era quien proveía de libros a Manuel de su biblioteca. En sus ratos solos, leía en sus dos lenguas, la materna y el castellano aprendido en contacto con la misma gente que le cambió su apellido original de Olhaberry por el de Olaberry y nadie lo llamaba Eugene, su nombre de pila, salvo Genoveva. No se hacía problemas por eso, le gustaba ser llamado «don», que le recordaba al «sir» británico. Su vida estaba vinculada a los fina sangre las veinte y cuatro horas del día, pero en su casa, un chalecito pegado al haras por el lado norte, florecía su verde Irlanda, donde disfrutaba de un whisky irlandés malteado, regalo de una familia conocida. Sus días preferidos eran los lluviosos, con viento, tormenta, la chimenea encendida, un libro, un vaso de whisky, y a tiro de honda, los fina sangre bajo su cuidado. Esa era su patria, su mundo.

Ese día, luego de leer el periódico, se dirigió a su despacho. Allí lo esperaba Cristiancito, a quien le mostró el diario con la noticia de la victoria de uno de los ejemplares nacido en el haras. Cristiancito lo felicitó sin demostrar el mismo entusiasmo de sus antepasados por los caballos.

Manuel fue a devolverle un libro justo en ese momento. Apenas don Olaberry lo vio, le dijo a Cristian:

—Manuel es la persona más indicada para acompañarte a pescar. Sabe dónde pican los salmones, ¿no es cierto, niño?

Manuel nunca había visto tan de cerca a Cristian, a lo más detrás de los cristales del auto. Ahora, en cambio, esperaba una respuesta de sus labios.

—Mañana por la mañana, donde la señora Josefina —respondió.

Cristian asintió y él se despidió, olvidándose de devolver el libro.

Manuel contó lo sucedido en su casa. La noticia detuvo por un instante el corazón de los moradores y un bombazo de sangre los puso en movimiento. Manuela le lavó su mejor camisa para el día siguiente; Agustina le lustró su único par de zapatos. Porque Manuel, tratándose de Cristiancito, aunque fuera para ir a pescar, debía presentarse con la mejor ropa. Salió a la hora convenida al encuentro.

—¿A dónde vas tan elegante, hijo? —preguntó la señora Josefina al verle.

—A pescar con Cristiancito.

—Ahora entiendo —Si hubiera sido su hijo lo habría vestido igual—. ¿Llevas algo para comer? Te haré unos panes con harto arroyado y queso —dijo al constatar que iba con las manos vacías.

Manuel se apoyó en la caña de pescar, mirando en la dirección por donde debía aparecer Cristiancito. Esperó nervioso. Ir a pescar para él era algo solitario, premiado solo a veces con la captura de un pez. Pero ahora era distinto. Si los salmones no picaban, sería un fiasco para él y para don Olaberry que lo había presentado como experto en el arte de pescar. Había otro problema: no sabía cómo tratar a Cristiancito. Si fuera como Benavides, le diría: «Cristian, ¿qué tal?». Para él son todos iguales. Su padre le dio una zurra por algo parecido, por preguntarle por qué le rendía honores al sargento Sanhueza cuando tenía cara de tonto y no tan solo él, sino su hijo que repetía curso cada dos años y por eso le decían «El dos en uno». Ahí, el padre le cerró la boca y le dio unos cuantos azotes, mientras le decía: «por tu culpa no llegaré a cabo. ¿No sabes que los oficiales mandan informes confidenciales a sus superiores?». Averiguó el sentido exacto de la palabra confidencial, de reservado, secreto y la anotó en su libreta azul. Así le había contado Romerito. «Mejor no divago más», se dijo. Y al rato apareció Cristiancito acompañado por Jacinto, el chofer, y doña Josefina.

—Estoy listo —dijo Cristian, vestido de explorador: traje verde caqui, botas, sombrero, caña de pescar metálica, un morral para los peces y una red para sacarlos del agua.

—¿Qué le digo a la señorita Winter? —preguntó Jacinto, con cara de aproblemado.

—Que me fui de pesca.

—No será mi culpa si le pasa algo.

—Déjalos, yo soy testigo de lo dicho por Cristiancito —intervino doña Josefina.

Jacinto y doña Josefina vieron alejarse a los pescadores vestidos cada uno a su manera. Ninguno hizo comentario, volviendo a sus deberes habituales, mientras los pescadores se perdían por el camino salpicado por las sombras de los árboles. A mitad de él, vieron una casa de adobe.

—¿Quién vive allí? —preguntó Cristian mirando las tejas musgosas del techo.

—Venancio Reiman.

—¿Quién es?

—Un inquilino.

Se alejaron de los álamos hasta llegar donde el estero dibujaba una «S» y sus aguas se arremolinaban antes de continuar zigzagueando por entre el galegal y los sauces.

—Aquí es —anunció Manuel.

Cada cual se acomodó a la orilla del estero, mirando pasar el agua lentamente, cada uno refugiado en su ser, callados, apretando las cañas de pescar como si fuera la prolongación de sus cuerpos. No había pasado media hora cuando Manuel levantó un pez. Cristian enterró su caña en la tierra y fue a verlo. Manuel golpeó al pez con un palo y Cristian le ofreció su morral para guardarlo, pero este desistió al verlo nuevo e impecable.

—No lo ensuciemos —dijo—. Lo atamos de las agallas y lo dejamos en el agua, así no se pondrá tieso.

Cristian aceptó y volvió a su sitio. Pensó en Adela. Su hermana debería estar sentida porque no la acompañó a visitar a la familia Subiabre. Un hecho así para ella era un acto de deslealtad pura. Manuel sacó otro pez. Cristian, esta vez, no fue a verlo. La pesca se estaba transformando en una competencia silenciosa con Manuel, aunque él no lo supiera. «Paciencia, debo tener», se dijo cuando Manuel sacó el tercer pez y él no tenía ninguno a su haber, salvo su estómago vacío.

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