1 ...7 8 9 11 12 13 ...18 «Aquí reventaron mis riñones», se dijo y, apoyado en el portamaletas, tomó aliento, quitándose la gorra. La cajuela se repletó rápidamente con el equipaje.
—Su lugar es atrás, Cristian, no al lado del chofer —advirtió la dama al joven.
—Miss, estoy muy bien —respondió el aludido, sin moverse.
Jacinto, detrás del volante, los repasó por el espejo. La muchachita estiraba el cuello, quizás por un tic o para verse más alta. La llamada «miss» estaba ya pasadita por los años y su cutis color marmóreo no lo podía ocultar el maquillaje. Sus ojos, cruzados por rayas rojas, eran señal segura de que pateaba el suelo si algo le disgustaba. Cuando iba a estudiar al joven, la miss le dijo:
—¿Qué espera?
—Que me lo ordenara, señorita —y se puso en marcha.
Observó a la miss inspeccionándose cada poro de su cutis con la punta de sus dedos. «Todo está en su lugar, señorita, aunque algo averiado por la edad y el viaje», pensó riendo e hizo el trayecto a la vuelta de la rueda.
Tocó la bocina al llegar ante el portón. El jardinero, don Elías, abrió la pesada puerta. Tres personas formaban el comité de recepción: Meche, Brunilda y Bárbara.
—¡Cristiancito, cómo ha crecido! —dijo Meche, la cocinera, con sus ojos húmedos—. Y usted, Adelita linda, ya es toda una dama.
—Suban las maletas —ordenó Bárbara.
Jacinto luchó de nuevo con su peso, secundado por Elías, quien poseía fuerzas increíbles. Después, Jacinto fue a la cocina, desplomándose en una silla con las piernas estiradas.
—Ya se acabaron tus fuerzas, Jacinto —dijo Meche, abriendo una caja de chocolate.
El aludido se irguió para mirar los caramelos. «Son de los buenos, envueltos en papel plateado», pensó.
—Es un regalo de Cristiancito —explicó ella—, nunca me olvida… Pruébalos, con confianza.
Jacinto masticaba el segundo chocolate cuando entró Brunilda.
—Me lo comeré lentamente —dijo, acariciándola con la vista.
Brunilda cogió un chocolate con su mano morena. Todo era hermoso en ella, hasta su modo inconsciente de ser bella.
—Me tocó uno de licor, de los que me gustan —afirmó con una sonrisa.
—El mío también, Bruni, tenemos los mismos gustos —respondió presto el chofer.
—Habla por ti no más —replicó Brunilda.
—Podríamos conocer nuestros gustos, si lo consiente…
—¿Oyó, Meche? —preguntó la joven.
Meche, con la lengua adherida al chocolate, movió apenas la cabeza.
—¿Conoce algún remedio para curar los males de Jacinto?
Meche se pasó el índice por la boca, limpiándose sus labios.
—Que se dé un baño de agua fría y se saque ese olor insoportable a sobaco.
Jacinto se defendió:
—Fueron las maletas. ¿Traían piedras, acaso? ¿Quién es esa señorita Guinter con cara de monja arrepentida? —gesticuló, expandiéndose su tufo a sudor.
—Hombre, es la institutriz —contestó Meche—. Lleva mucho tiempo con ellos. Es inglesa. Alta, huesuda y sin carne… ¿No le encuentras un parecido con los caballos de don Olaberry?
—No me gustan las mujeres así —refunfuñó él—. Prefiero a las que son como Brunilda, morenas, con esas caderitas y esa cintura hechas para mí. Y no sigo más arriba o abajo por respeto a usted, doña Meche.
—Anda a meter la cabeza debajo de agua helada —replicó Brunilda, yéndose de la cocina.
Jacinto partió a su cuarto, mirando hacia las ventanas del segundo piso. Primera vez que veía tantas luces allí.
Genoveva escuchó el tren de las cuatro, cerrando el álbum. Sus ojos ya no le servían ni siquiera con la lupa para ver las fotos de sus nietos, si eso se llamaba ver. Su cuerpo le dice: «no te queda mucho tiempo». Y ella, para no engañarse, se ha dado un año o dos de vida. La muerte se ha ido apoderando, silenciosamente, de sus manos y, para no verlas, se las cubre con unos guantes de seda fina. Tiene un año o dos para saber si el río guardó su retrato y como rueda vieja que es rodará hasta el camino madre desde donde nacen todos, entonces quiere estar sola para no herir a nadie si se le escapa un nombre, si le dice adiós, llamándolo, en presencia de alguna persona. La muerte es muy franca, no miente. ¿Desde cuándo tiene ese nombre en su boca? ¿Había guerra en el Viejo Mundo? Se pregunta. Es un nombre asociado al origen mismo del haras. Tiembla al pensar en ello. La vida no es más que un temblor y cuando deja de hacerlo, muere. Ahora lo sabe. Qué cosas le salen por la boca, cosas que nunca pensó podría decirlas. Estaba sola, recuerda, -sus padres ausentes por negocios-, en la habitación de su madre, vestida con uno de sus trajes, -le gustaba probárselos y verse con ellos frente al espejo-, cuando lo vio luchando en el picadero con un animal arisco, con sus venas a flor de piel, el hocico lleno de espuma, luchaban hombre y animal no lejos de la ventana, tan cerca que con el aleteo de sus pestañas podría haberlos tocado. A veces alentaba al animal en su lucha, a veces a él, a veces era ella quien luchaba contra el jinete, uno sin nombre, solo con el de una visión creciente frente a sus ojos. El tren ha reiniciado la marcha, su sonido se acerca y lo escucha alejarse hacia el sur. Su corazón se agita. Pronto llegarán sus nietos a verla. El roce de su mano con la colcha la conduce de nuevo al picadero. La lucha no había terminado entre el jinete y el animal. Continuó delante de ella hasta cuando el potrillo entregó su oreja y se dejó conducir, entonces el jinete se desmontó mirando hacia donde se encontraba. ¿La había descubierto o fue un movimiento casual? Al otro día, lo recuerda muy bien, el sol alumbró el techo de las caballerizas. La mañana se llenó de voces, las de los peones, pero de todas, escuchaba una, la que daba instrucciones, la que a veces le hablaba a los animales, mientras acariciaba sus quijadas con la mano. ¿Qué hizo después? La pregunta la recorre entera en busca de respuesta. Ordenó ensillar su caballo predilecto, sabía que si cabalgaba se encontraría con los jinetes de vuelta de su paseo diario por el camino, la saludarían casi con vergüenza, la mirarían con miradas furtivas, bajando la vista. Se subió al caballo y cabalgó al encuentro de la pequeña tropilla y, cuando se encontró con ella, taconeó al animal, este dio un brinco e hizo como que perdía el control del corcel. El jinete, veloz, acudió a su auxilio. Ella se excusó. «Mejor me regreso, parece que hoy mi caballo no está de humor», dijo, regresando junto a él, así inauguró un camino nuevo sobre el viejo. Al otro día, uno más radiante que el anterior, cabalgó hasta el límite de Cantarrana señalado por los altos y añosos eucaliptus, envuelta en su fragancia, puso pie en tierra, respiró aire puro, dejó sus huellas marcadas en el pasto con el peso de sentimientos nuevos, desconocidos. De vuelta, por la tarde, se dejó llevar por la brisa vespertina hasta las puertas del haras. Allí encontró al jinete en su puesto, el de encargado del haras de Cantarrana, la joya de los Pérez-Azaña. Su presencia a esa hora le causó sorpresa, la tomó, seguramente, como capricho de la hija del patrón. Ella no quería ser vista así, sino simplemente como Genoveva. Ya dentro del haras, se apoyó en una de las vallas del picadero, desde donde contempló la casa firmemente asentada desde un ángulo distinto. Divisó el dormitorio de su madre y se vio mirando por su ventana… El sonido de un motor la distrae. ¡Ya vienen! Escucha cómo se abre el pesado portón. Su oído es lo único bueno que le queda… Ella miraba hacia la ventana y él también lo hizo en la misma dirección. Ella calló, recuerda. Ambos callaron. Quizás la había descubierto observándolo desde allí. Sintió vergüenza. Llena de confusiones, dio unos pasos sin dirección.
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