Inmersa en los estudios universitarios y perdida en ese lugar sin forma que es el amor, vivía sus días más felices. Sus padres sufrieron la relación y la ruptura con Abdel de forma muy intensa. Sabían que era un tipo conflictivo que, de continuar con la relación, le acabaría haciendo mucho daño. Desconocían a Teo, pero percibían un cambio positivo en el estado emocional de su hija.
Abdel pasaba su tiempo escuchando soflamas integristas. El hombre es superior a la mujer, las leyes civiles deben estar sometidas a los preceptos del Corán o todos los infieles deben ser sojuzgados eran algunas de las ideas que este tipo de clérigos inculcaba a sus parroquianos. Para un tipo como Abdel, ansioso de venganza y empapado de un agresivo odio contra el mundo, dichas ideas actuaban como el catalizador perfecto para convertirse en un muyahidín dispuesto a todo.
Adira pasaba mucho tiempo leyendo. Le gustaba acudir a la Biblioteca Pública Provincial de Córdoba, situada en la calle Amador de los Ríos, junto a la catedral. Su afición por la lectura y el maravilloso entorno de su ubicación le incitaron a apuntarse a un club de lectura. El resto del tiempo, cuando no estaba con Teo, lo pasaba ayudando a su madre y a sus abuelos en tareas domésticas. Nunca quedaba con él en las inmediaciones del lugar donde vivía por miedo a encontrarse con Abdel. El mismo motivo le llevaba a visitar con cautela a sus abuelos. El hogar de sus ancianos ascendientes se encontraba justo encima del locutorio de Kadar y ella conocía sus frecuentes visitas.
Los viernes, cuando terminaba la reunión del club de lectura en la biblioteca, solía quedar con Teo para irse a tapear por los alrededores de la judería. Pocos lugares en el mundo ofrecen la belleza y la magia de este típico barrio cordobés. Cristianos, judíos y musulmanes fueron dejando un legado de calles estrechas y empedradas. La arquitectura propia de sus formas de entender la convivencia y el arte característico de su imaginación conviven con la luz y el encanto de la que fue una de las ciudades más cultas y suntuosas de la Edad Media europea.

El tercer viernes de julio, tras saciar el hambre del mediodía, Adira y Teo decidieron tomar un café en la maravillosa y emblemática plaza de la Corredera. Estando sentados, Teo apreció un gesto raro en ella, como si quisiera esconderse de alguien para no ser vista. Extrañado, miró alrededor y observó cómo un chico de rasgos magrebíes la miraba fijamente, al tiempo que ella se ruborizaba e intentaba disimular el malestar que le producía la situación.
—¿Tienes algún problema con ese tío? —preguntó Teo, intuyendo que había algo incómodo entre los dos.
—Nada serio —contestó Adira, en un intento de restarle importancia a lo acaecido—. Es Abdel Samal, ya te he hablado de él. Fue mi novio durante tres años, hasta poco antes de conocerte a ti. Las relaciones entre musulmanes no son tan liberales como las de aquí. Entiendo que él se sienta dolido y no le guste verme con otra pareja. ¿Lo comprendes?
—No muy bien. Si te molesta lo más mínimo, dímelo.
Adira extendió sus brazos y agarró con fuerza las manos de Teo en el centro de la mesa. Le pidió que la besara y le prometiese que la protegería. Al menos, así quisimos pensarlo Rafa y yo cuando Luis nos pasó la información.
Durante algunos días me planteé la posibilidad de abandonar. El doble intento fallido en el night club, la pereza de volver a intentarlo y contemplar cómo se consumían los días de vacaciones sin salir de Córdoba eran aspectos que pesaban lo suficiente como para contrarrestar mis ansias de conseguir alguna hazaña. Pero el destino, si es que existe, estuvo por la labor de asignarme un rol importante en toda esta locura.
Un asunto de escrituras me llevó al notario, en la avenida del Gran Capitán. Estacioné en los aparcamientos que hay alrededor de los jardines de Colón. De ahí a la notaría eran cinco minutos de un agradable paseo por la avenida Ronda de los Tejares. A la vuelta, caminaba abstraído entre la multitud que transitaba por las calles céntricas de Córdoba, cuando de repente escuché:
—¡Maestro!
No era una voz familiar, pero en milésimas de segundo la reconocí. Era Sophía, que, desde el asiento de una de las paradas de autobuses, me llamaba.
—Creía que no te ibas a acercar. Sé que no lo pasaste bien en nuestro encuentro —argumentó con una sonrisa triste.
Parecía como si hubiese estado llorando y lo intentara disimular. Las vidas secretas están llenas de frío y soledad.
—Lo pasé genial. Pocas veces he disfrutado tanto del sexo.
Los nervios que entorpecían la articulación de mis palabras y la mentira que acababa de echar le hicieron reír. Estaba acostumbrada a que casi todo el mundo le mintiese: unos por vanidad, para despertar su fascinación, otros por la hipócrita doble moral que rige sus vidas y el resto por hábito.
Debía de haber pasado mala noche. Aun así, las marcadas ojeras no restaban esplendor a sus ojos. Desde el primer momento que la vi, admiré su belleza. Con la luz del día, su hermosura era más visible. Pocas mujeres con un peinado masculino y sin pintura llamarían la atención como lo hacía ella.
No se acordaba de mi nombre, pero sí de mi profesión. Tenía la mañana libre. Venía de comprar productos de maquillaje y perfumería para ella y para otras compañeras a las que no dejaban salir bajo ningún concepto. Ninguno de los dos teníamos prisa, así que decidimos tomar una cerveza. Justo a la vuelta de la esquina, en el bulevar del Gran Capitán, nos sentamos e intimamos durante un buen rato. Su atractivo y el hechizo de su sonrisa no podían ocultar un trasfondo doloroso que el primer día, entre las tinieblas del Romeo y Julieta, no pude apreciar.
—Tus compañeras estarán encantadas contigo, ¿no?
—Las ayudo en lo que puedo —contestó proyectando una sonrisa de vanidad.
Encapricharte de alguien que puede meterte de lleno en una zona de fuertes turbulencias no es lo más aconsejable, pero ¿cómo evitarlo? De pequeño, son tus padres los que te dicen: «Eso no»; pero cuando ellos ya no están ahí para protegerte, y tratándose de los caprichos del corazón, todo se vuelve más complicado.
A pesar de la experiencia poco placentera que tuve con Sophía en el Romeo y Julieta, no había dejado de fantasear con su cuerpo.
—¿Te sentiste agredido? —preguntó como si quisiera disculparse por haber truncado mis deseos sobre ella.
—Lo consideré un acto de guerra y, como tal, no quedará sin respuesta.
Reímos.
Al preguntarle por qué algunas de sus compañeras no podían salir del night club sin vigilancia, no supo o no quiso contestarme. No era el momento de intentar extraer más información. Antes tenía que ganarme su confianza. Ya habría más ocasiones.
Me habló de lo mucho que añoraba su tierra. Me explicó cómo era Stari Grad, el lugar donde vivía su familia, un conjunto de otros barrios pequeñitos en el casco antiguo de Belgrado.
—Si algún día vas por allí, no dejes de visitar el parque Kalamegdan. Te gustarán su fortaleza medieval y el zoo —afirmó con la pasión de una nostalgia febril.
—Solo iré si voy cogido de tu mano —repliqué, en otro alarde patoso de enamorado simplón.
Tuve la sensación de que esa sonrisa poseía la añoranza de lo que nunca había sucedido y el convencimiento de que lo difícil es un imposible en su mundo. Era como si las grandes esperanzas estuviesen fuera de su alcance, o quizá solo fue una interpretación personal de una posibilidad que anidaba en mi subconsciente. En cualquier caso, Sophía sabía del poder de su belleza. Lo que nunca llegaría a imaginarse es la cantidad de problemas que le acarrearía.
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