Con motivo, y en medio de la pandemia, más que por sus efectos epidemiológicos sino pensando más bien en una crisis económica para algunos sin precedentes y, con ello, la reaparición de bolsones de pobreza no conocidos en las últimas décadas, las discusiones respecto al futuro político y social han vuelto a tener un lugar de privilegio entre filósofos, intelectuales, cientistas sociales, historiadores. Por una parte, la revalorización del Estado, bastante debilitado hasta hace poco tiempo, junto a los políticos que lo representan a través de los aparatos gubernamentales e institucionales, ofrecen todo tipo de especulación respecto a sus formatos y a sus renovados poderes. Por otra parte, esta misma situación, llevada a nivel global, anuncia, otra vez para algunos, el fin del sistema capitalista y de la economía de mercado y su reemplazo por otro tipo de organización en que la sociedad más que ser actor relevante en esas transformaciones, ocupará nuevos roles dispuestos por el nuevo Leviathán, el Gran Hermano, el nuevo dictador.
Todavía, el camino no está pavimentado para ningún modelo en particular, aun cuando se podría reflexionar en torno a algunos de sus materiales.
Sobre estos temas, el periodista Braulio García Jaén nos introduce al pensamiento del filósofo italiano Luigi Ferrajoli. Como referencia general, nos señala que cuando la figura del padre, por las más diversas razones, ha perdido el ser garantía de seguridad, reaparece el Estado como el garante último de la vida de los ciudadanos. Para Ferrajoli, ello se advierte en el cómo los Estados europeos, cada uno en forma independiente de sus vecinos, cerraron sus fronteras para luchar contra el coronavirus. ¿Fue un retorno a la soberanía nacional? Para Ferrajoli, se trataría de una respuesta racional y realista al mismo dilema que Thomas Hobbes afrontó hace cuatro siglos: «la inseguridad general de la libertad salvaje o el pacto de coexistencia pacífica sobre la base de la prohibición de la guerra y la garantía de la vida». Frente a ello, para el filósofo italiano, debería venir un nuevo orden mundial en que el sujeto constituyente no sería un nuevo Leviatán, sino los habitantes del mundo: «la unidad humana que alcance la existencia política, establezca las formas y los límites de su soberanía y la ejerza con el fin de continuar la historia y salvar la Tierra». La destrucción del medio ambiente, el clima, el hambre o la seguridad de los migrantes parecían los problemas más urgentes hasta la pandemia. La pandemia cambió el orden de las cosas; la Constitución europea fracasó por la prevalencia de los nacionalismos, por la presencia de líderes como Salvini en Italia y Orbán en Hungría. No existen pueblos unitarios ya que su voluntad es, en definitiva, la voluntad del jefe. Por ello, “una Constitución no es la voluntad de la mayoría, sino la garantía de todos. La Constitución mundial obligaría a proteger la igualdad, el derecho a la no discriminación o la salud. Derechos que pertenecen a “la esfera de lo no decidible” y que no pueden estar a merced de las mayorías. Nadie está hablando de un Estado mundial: Cada país deberá poder seguir decidiendo sobre lo decidible, es decir, las políticas que no violentan los derechos fundamentales”18.
Precisamente, uno de los problemas centrales que están en desarrollo corresponde a la re-emergencia del Estado nacional y sus nuevas referencias con respecto a lo global y, en paralelo, de las innovadas (pero siempre peligrosas) formas de neo-nacionalismos y neo-populismos. En una renovada versión de su pensamiento de la década de 1980, Fukuyama no elude e1 hecho de que el coronavirus ha ofrecido a muchos líderes políticos la posibilidad de acumular más poder ejecutivo. Nombra a Hungría, Filipinas, China, pero el listado es mucho más largo. Se deterioran las prácticas democráticas. Frente a ello, el gran problema sería la polarización de la sociedad. Mucha gente está dispuesta a creerse los contenidos que publican los trolls rusos, pero las redes sociales están presentes en forma extensiva.
En todo caso, para el mismo Fukuyama, desde antes que la pandemia se hiciera presente, ya se vivía en un mundo en el que las instituciones internacionales (y las nacionales) se debilitaban:
… me preocupa que volvamos al nacionalismo que vimos en los años treinta. Pero creo que podemos contenerlo. De momento, no va a desbordar a Europa. Hay países que lo han hecho muy bien, que han mantenido la confianza en sus gobiernos y la solidaridad social. Alemania es un gran ejemplo. Los populistas se han desacreditado porque no han ofrecido una alternativa mejor para afrontar la pandemia. No creo por tanto que haya una repetición sin más de lo que sucedió en los años treinta, cuando cada país intentó aislarse de sus vecinos.
… No creo que debamos elegir entre un mundo más local o más global. Todos dependemos de la globalización para sobrevivir, pero creo que habrá más énfasis en la autosuficiencia. Aun así, muy pocos países pueden alimentarse solos y aún pudiendo sus ciudadanos esperan poder consumir los productos agrícolas que llegan con el comercio internacional.
La solución no está en la educación, está en la política. Has de ser capaz de ganar elecciones y derrotar a los populistas. Si no eres capaz de hacerlo, difícilmente podrás cambiar las cosas. Es un trabajo muy duro porque has de organizar y movilizar a la gente, pero no hay alternativa. Las democracias solucionan sus problemas en las urnas19.
Al respecto, está también la mirada de Ignatieff: “En todo caso, lo que parece claro es que el Estado nacional seguirá siendo la fuente principal de seguridad vital para las personas aterrorizadas por las pandemias, el cambio climático, y sus males concomitantes, como la emigración masiva. Irónicamente, una amenaza mundial ‒que empezó en un mercado de animales salvajes de la lejana China y se propagó por todos los países de la tierra‒ ha debilitado la gobernanza global y reforzado el Estado nacional. La consecuencia será la reafirmación del nacionalismo, porque los nacionalistas sostendrán que solo podemos protegernos si tenemos nuestro propio Estado. Paradójicamente, el nacionalismo ‒cuando adopta la forma de separatismo‒ es destructivo para los Estados, de manera que la pandemia puede jugarnos otra mala pasada: la de debilitar los Estados, que son los que nos ofrecen la mejor protección20. Realmente no una sino varias paradojas por la presencia de muchas aparentes contradicciones que no dejan visualizar en forma correcta el panorama y vuelven a confundir a la sociedad.
En paralelo, pero muy relacionado con lo anterior, y como está desarrollado en la última parte de este libro, Zizek afirmó que el virus asestará un golpe mortal al capitalismo evocando un oscuro comunismo. Chul Han respondió con claridad: se equivoca. Nada de eso sucederá y el capitalismo continuará aún con más pujanza. El peligro está en el momento y en las circunstancias, «la conmoción es un momento propicio que permite establecer un nuevo sistema de gobierno»21.
En la cantidad de estudios que están apareciendo sobre estas materias hay algunos que entienden que el capitalismo existente es incompatible con la democracia. Según lo ha indicado el español Estefanía, para el Nobel Stiglitz, el sistema económico está modelando de manera poco afortunada un conflicto con los valores más elevados. En el Foro Económico Mundial, el Manifiesto de Davos 2020, menciona tres tipos de capitalismo: el de accionistas, cuyo principal objetivo es la obtención de beneficios; el de Estado, que confía en el sector público para llevar la dirección de la economía; y el stakeholder capitalism o capitalismo de las partes interesadas, en el que las empresas son administradoras de la sociedad. Según el Manifiesto, el capitalismo de accionistas ha desconectado de la sociedad real. Se propone que, en el stakeholder, las empresas deben pagar un porcentaje justo de impuestos, tolerancia cero frente a la corrupción, respeto a los derechos humanos en su cadena de suministros globales y respeto a la competencia en igualdad de condiciones. Puede ser una salida favorable, pero, para Joaquín Estefanía,
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