M.ª Concepción Regueiro Digón (Lugo, 1968), tiene como profesiones fundamentales el Trabajo Social, la Pedagogía y el contar historias. Gracias a las dos primeras ha podido desarrollar su vida laboral en los ámbitos de los servicios sociales, la formación y la igualdad, mientras que la última es esa parte fundamental de su persona con la que juega y negocia para sacar cuentos y novelas que respondan a todo eso que bulle en su cabeza. Es autora bilingüe, en gallego y en castellano, sobre todo de ciencia ficción, pero, como se ha dicho, de lo que se trata es de narrar. Entre su obra más reciente, destacan: Los espíritus del humo (Editorial Cerbero, 2017), la reedición de La moderna Atenea (Triskel Ediciones, 2018), ¿Hogar? (editorial Café con Leche, 2018), La refulgencia (Editorial Cerbero, 2019), Asunto NM (editorial Saco de Huesos, 2019) o Eldelrío (Editorial Cerbero, 2020).
Twitter: @C_Regueiro
No hay No hay nada como una buena historia, pero tampoco hay nadie como ella, esa mujer que parece la respuesta a tus ilusiones más preciosas. Tere, funcionaria interina y aspirante a escritora, lo tiene muy claro, y Alba, empleada de la copistería a la que acostumbra a ir, también, aunque a su manera. Es una lástima que no coincidan en sus respectivas aspiraciones sentimentales, tan dispares.
Pero, quién sabe, quizás ese relato sobre la dama triste, una misteriosa joven que habría vivido en esa misma ciudad hace más de sesenta años, sea la solución a los anhelos de ambas. Las dos van a embarcarse en un proyecto de cortometraje sobre su desventurada existencia y el extraño don que tanto la martirizó con el único objetivo de alcanzar sus sueños.
Mientras, las cosas y las gentes parecen conspirar para evitarlo, pero nunca se ha dicho que la creación sea fácil.
M.ª Concepción Regueiro Digón
En esta nueva novela, la autora abandona los terrenos habituales de la ciencia ficción e indaga en el propio proceso de la escritura desde unas vidas cotidianas. Con La dama triste , Regueiro se planteó hablar del valor de las historias y la vocación de algunas personas para contarlas, al margen de su talento: historias como herramienta de empoderamiento y como el billete para alcanzar un sueño imposible; como punto de encuentro de seres diametralmente opuestos y, en resumen, como arma y escudo frente a la realidad gris del día a día.
La dama triste
M.ª Concepción Regueiro Digón
Primera edición: octubre de 2020
© M.ª Concepción Regueiro Digón, 2020
© Letras Raras Ediciones, S. L. U., 2020
Diseño portada: LES Editorial
LES Editorial pertenece a Letras Raras Ediciones, S. L. U.
www.leseditorial.com
info@leseditorial.com
ISBN: 978-84-17829-28-5
IBIC: FF, FH
Producción del ePub: booqlab
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«Quiero como horizonte
para mi muda gloria
tus brazos, que ciñendo
mi vida la deshojan».
LUIS CERNUDA, Existo, bien lo sé
Ahí estaba, el final esperado en la secuencia enunciada. Al coche de gama media le había seguido el reloj de línea juvenil, a este los vaqueros de procedencia americana y, por fin, en un inesperado quiebro en los primeros días, las patatas precocinadas de fácil preparación y apetitoso aspecto, como alimento específico en aquella retahíla de objetos de consumo.
—Cinco copias, de la quince a la ciento veintiocho, por favor.
Afortunadamente, el gafotas con cara de empollón había hecho su pedido con el spot finalizado y el coro burbujeante del anuncio de compresas siguiente empezando su danza de agasajo a los ciclos menstruales.
—Enseguida —contestó ella cogiéndole el libro de un manotazo y olvidando aposta las flexibles normas de la empresa sobre la propiedad intelectual que en ese caso concreto habrían adoptado la versión dura (editorial poderosa con servicio jurídico muy activo y solicitud de copias en un número excesivo). Aunque el programa vespertino de entrevistas ya estaba a punto de comenzar, quería volver a su puesto frente al viejo minitelevisor en blanco y negro. A esas horas de la tarde, la clientela solía ser escasa, lo que evitaba la cargante presencia del jefe, poco partidario de mantener encendido aquel aparato mientras el negocio estaba abierto, incluso en el hipotético caso de que no lo pisase un alma.
—Y tres marcadores fosforito de color rosa, verde claro, no oscuro, ¿eh?, y naranja —farfulló el gafotas al recoger su pedido. Resultaba ser finalmente de esos compradores a tandas tan molestos. Ella puso en un golpe sobre la mesa lo demandado.
—¿Alguna cosa más? —preguntó con cara de pocos amigos.
—No —contestó acobardado el gafotas—. Cóbrame todo. Bueno, espera. También quiero esa revista de coches —dijo señalando el expositor—. Y también necesito un rotulador azul de punta fina, pero enséñame los que tienes, porque hay unos que se destintan enseguida.
Al final, le había llevado más de cinco minutos atender a ese único cliente, obsesivo probador de los grosores de los trazos y exigente hasta la exasperación en la redacción de una simple nota de gasto, que no factura, y cuando por fin pudo volver a su sitio, la presentadora del talk show interrogaba con un sadismo disfrazado de la simpatía de la chica de al lado a una pobre ama de casa a la que su marido engañaba sistemáticamente desde hacía diez años. Chasqueó la lengua y cambió de canal. Un especial sobre el próximo Mundial de Alemania («fútbol, puaaaj», pensó con aburrimiento) se superpuso a unos dibujos animados orientales y la pregunta sobre las posibilidades de los Casillas, Michel Salgado y demás quedó interrumpida por el anuncio de unos pañales de incontinencia de la siguiente cadena donde cesó en la búsqueda. A este le siguió, en una extraña evolución inversa, el de unos pañales para recién nacidos y el de un refresco multivitaminado donde se encerraba la sorpresa, tras un balón de playa y montones de botellas de tamaño gigante de la bebida. Sonrió complacida, pero siempre hay algo o alguien dispuesto a aguar la fiesta:
—Alba, apaga ese chisme de una puta vez y saca treinta de estos apuntes. Acabo de encontrarme con el de Matemáticas del instituto y dice que las van a necesitar enseguida, así que espabila, que siempre te pillo sentada —ordenó el jefe con acritud por todo saludo, aunque, en esta ocasión, no había vuelto a amenazar con el imposible despido, ya que en la ocasión en que se había largado, él no había conseguido encontrar a nadie dispuesto a aceptar las mismas leoninas condiciones del empleo.
—Vale —contestó ella con desgana colocándolas en la bandeja de entrada de la fotocopiadora más potente y seleccionando la opción automática—. Jefe, que me debe el mes —gritó antes de que el dueño del negocio se metiera en el cubículo que tan ampulosamente denominaba «despacho». Él la miró con odio, pero cedió: sacó los cuatro billetes de veinte euros y uno de diez con los que iba a completar su sueldo en negro y se los entregó en un gurruño, en una absurda demostración de su encubierto desprecio.
—Y a ver si haces por ganártelos que, a veces, más parece que te pago por estar sentada —masculló con el tono de quien se siente atracado en su mayor fortuna—. Y un poco más de nervio por las mañanas, que ya más de uno y de dos se han quejado de que les llega tardísimo el periódico.
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