M.ª Concepción Regueiro Digón - La dama triste

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No hay nada como una buena historia, pero tampoco hay nadie como ella, esa mujer que parece la respuesta a tus ilusiones más preciosas. Tere, funcionaria interina y aspirante a escritora, lo tiene muy claro, y Alba, empleada de la copistería a la que acostumbra a ir, también, aunque a su manera. Es una lástima que no coincidan en sus respectivas aspiraciones sentimentales, tan dispares. Pero, quién sabe, quizás ese relato sobre la dama triste, una misteriosa joven que habría vivido en esa misma ciudad hace más de sesenta años, sea la solución a los anhelos de ambas. Las dos van a embarcarse en un proyecto de cortometraje sobre su desventurada existencia y el extraño don que tanto la martirizó con el único objetivo de alcanzar sus sueños. Mientras, las cosas y las gentes parecen conspirar para evitarlo, pero nunca se ha dicho que la creación sea fácil. En esta nueva novela, la autora abandona los terrenos habituales de la ciencia ficción e indaga en el propio proceso de la escritura desde unas vidas cotidianas. Con
La dama triste, Regueiro se planteó hablar del valor de las historias y la vocación de algunas personas para contarlas, al margen de su talento: historias como herramienta de empoderamiento y como el billete para alcanzar un sueño imposible; como punto de encuentro de seres diametralmente opuestos y, en resumen, como arma y escudo frente a la realidad gris del día a día.

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El jefe entró estrujando unos papeles que por los colores parecían el recibo mensual de Telefónica, y ella apenas tuvo tiempo de apagar el portátil y esconderlo bajo el mostrador.

—Buenos días, jefe.

—Ni buenos ni hostias, ¿se puede saber a quién tienes en Madrid? Hay un montón de llamadas con el prefijo 91.

«Las malditas facturas detalladas», pensó ella con resquemor mientras elegía una excusa creíble, esa maldita preocupación de la compañía por los consumidores le iba a suponer una discusión antes de acabar la semana, precisamente cuando había conseguido esquivarlas con bastante buena suerte los cinco días anteriores.

—¿Qué dice? Yo he telefoneado alguna vez a las distribuidoras para que nos sirvieran antes las revistas, pero no he estado llamando a Madrid.

Aun antes de que el jefe abriese la boca, sabía con total seguridad que había sido pillada en un renuncio.

—Pero ¿tú te piensas que yo soy idiota? Acabo de llamar desde el móvil a uno de esos números y me ha salido el contestador automático de una cadena de televisión. Es que es la hostia, vamos, emplear mi teléfono para sabe Dios qué chorradas.

—Pues si quiere, me voy y punto. Puede buscarse a otra —masculló Alba en un intento de recuperar la postura de fuerza mantenida desde su reentrada al negocio.

—Pues oye, a lo mejor me lo pienso y la semana que viene te doy una sorpresa, mira. Lo que sobran son sudacas con buena educación dispuestos a trabajar en cualquier sitio por cuatro duros, y así me ahorro tu mala gana, joder —graznó el jefe con asco, dejando demostrado que aquel no era el momento para ese tipo de faroles.

—Usted verá —volvió a mascullar Alba, derrotada en ese asalto.

—Y deja todo bien cerrado y apagado al salir, que anteayer se quedó la luz del retrete encendida —concluyó el jefe mientras salía de la tienda. Debía reconocerle en esa ocasión su victoria a los puntos.

Ella se había quedado de muy mal humor. En esos momentos, no le interesaba despedirse de ese trabajo y, pese a su constante gesto hostil, odiaba las discusiones, sobre todo las que no podía ganar. No había sabido jugar bien sus cartas y todo por un extraño rapto de tacañería que la había llevado a emplear el teléfono de la tienda cuando solía hacer ese tipo de llamadas desde su flamante móvil, ese pequeño adminículo de tecnología punta con cámara, agenda digital, bluetooth , infrarrojos y cuanta maravilla electrónica podía compactarse en sus escasos gramos de peso que tan pocos bolsillos se podían permitir. Se maldijo a sí misma por una falta de astucia tan evidente y deseó estar lejos en esos momentos.

—Hola, he tenido que venir corriendo desde el ayuntamiento.

La pesada había entrado a trompicones blandiendo su sempiterno CD.

—¿Vienes a imprimir y copiar? —preguntó Alba con acritud y la pesada asintió con la cabeza con la respiración aún entrecortada por la carrera—. Pues no va a poder ser, voy a cerrar.

—Vaya, tanta carrera para nada, como hoy me tocó trabajar… —jadeó la pesada—. Es que me corren algo de prisa, es un concurso con muy poco plazo y…

—Pues vete esta tarde a las galerías del Politécnico, esas abren los sábados todo el día. Yo no te puedo atender, ya he apagado el ordenador y todo —mintió sin pudor, pese a que el rey de los miopes habría distinguido desde el otro lado del mostrador que el aparato se encontraba simplemente en stand by .

—Ya, claro… —asintió la pesada con evidentes muestras de incomodo en la voz—. Bueno, ¿me puedes dar entonces El País ?

—Cógelo tú, lo tienes en ese expositor a tu derecha.

—Es verdad, qué tonta… —dijo alegremente la pesada y Alba reflexionó con mala intención sobre la verdad que parecía encerrar el comentario—. También necesitaría un sobre grande de los de burbujas. —Alba cogió uno de la estantería a su espalda—, y puede que también…

—Oye, por favor, pídeme todo de una vez que tengo que cerrar —disparó con una seriedad innecesaria Alba, disimulando a duras penas su enojo. La pesada pareció palidecer, aunque ella prefirió no hacer caso de ese cambio.

—Bueno, pues dame un rotulador negro y cóbrame todo, anda —tartamudeó.

Como ya le había llegado con una bronca por ese día, había acabado llamando a Gaby y habían mantenido unas sesiones de sexo en el estudio que dejarían de timorata a cualquier película queer con voluntad de provocación. Por fortuna, la cama estaba perfectamente asentada en el suelo, las láminas de madera del somier eran muy resistentes y en el piso inferior solo había un despacho profesional que cerraba los fines de semana, pues habría sido probable que unos hipotéticos vecinos hubiesen llamado a la policía por el estruendo, en absoluto apto para costumbres recatadas.

Pese a que no había mostrado especiales ganas en el encuentro, lo cierto era que, quizás por la adrenalina sobrante de esa mañana, Alba se había abalanzado sobre su novia/novieta/amiga/rollo/lo-que-sea nada más esta había cruzado el umbral de su casa, le había arrancado de un tirón la blusa que llevaba y habían mantenido su primer asalto en la alfombra de la entrada, casi sin dar tiempo a cerrar la puerta. En resumen, un mediodía y una tarde muy satisfactorias, sobre todo por el hecho de que Alba había encontrado la manera de evitar la risilla de hiena con unos besos apasionados en el último momento, que más tenían de bomba de succión, y que obligaban a un importante esfuerzo físico suplementario para llegar a aquellos labios en clara deformidad de placer. Pero Gaby había quedado encantada con ese nuevo elemento amatorio aportado por su novia, pues ella nunca había clasificado su relación con la empleada de la copistería de otra forma.

Desnudas las dos, tumbadas de cualquier forma sobre el colchón, oyeron claramente las nueve campanadas del reloj de la plaza. Gaby se incorporó de un salto.

—Ay, Dios, que hoy he quedado a cenar con mis viejos y el último autobús sale a y cuarto.

—¿Con tus viejos? —preguntó Alba extrañada.

—Sí, también vendrá mi hermano mayor con su mujer y el crío, y quieren que esté por allí, pero no me va a dar tiempo.

—Bueno, mujer, coge un taxi y en paz.

—Como si me sobrase el dinero…

—Te lo paso yo, no hay problema —insistió Alba, satisfecha por la inesperada obligación que le iba a permitir retomar sus planes iniciales de noche de sábado.

—… Además, mira cómo me has arrancado los botones, bruta. Así no puedo ir. Tendré que pasar por mi habitación a cambiarme de ropa.

—Bah, si es por eso… —masculló Alba levantándose también de un salto—. Puedes llevarte esta mía.

Sacó del armario otra blusa del mismo color, pero de una mayor calidad como se podía distinguir incluso en sus dobleces lineales, únicamente trazables en los buenos tejidos.

—Como estás más delgada te va a sentar muy bien. A mí me tira un poco. Venga, quédatela. Te la regalo —insistió.

—Pero… es una Polo auténtica… ¿de dónde la has sacado?

—Bah, es un resto de catálogo. Me la pasó un viajante que iba mucho a sacar fotocopias.

—Qué suerte, ¿no? —dijo alegremente Gaby poniéndosela tras un rápido beso de agradecimiento. En un par de retoques estaba con el necesario aspecto elegante para enfrentarse a la tensa cena familiar pendiente—. Me da no sé qué dejarte solita, ¿qué piensas hacer?

—Nada, voy a descansar un rato y más tarde me acercaré al Redflower a tomar algo —explicó Alba con dificultad, intentando librarse como podía de los besuqueos de despedida de su novia/novieta/amiga/rollo/lo-que-sea, quien solo habría necesitado un mínimo gesto de entusiasmo para retomar las actividades de la tarde y olvidar definitivamente sus compromisos previos. Pero Alba solo tenía ojos para el disco que esperaba en equilibrio sobre el televisor y que finalmente vio Gaby.

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