Las cosas corrieron mejor que bien en los dos siguientes días, incluida su reconciliación a lo grande con Gaby. Esta se había acercado llorosa hasta su estudio menos de cuarenta y ocho horas después de la discusión, angustiada por tantos miles de minutos de hostilidades con quien ella consideraba el amor de su vida (y esas palabras las había dicho sin vacilación ante una asombrada Alba, incapaz de comprender tal generosidad sentimental de aquella a la que nunca se le habían creado grandes expectativas en ese apartado). Finalmente, y tras unos pequeños prolegómenos de besuqueos modosos, resolvieron la cosa con nuevas sesiones de sexo de escándalo que hicieron subir a un ruborizadísimo empleado de la oficina del piso inferior a protestar por un estruendo que les estaba espantando a la clientela.
Lo más extraordinario de todo era que ya tenía muy claro lo que había que hacer y eso la hacía sentirse feliz como nunca en su vida, con esa dicha exclusiva que únicamente dan las mejores ilusiones, solo que el azar aún tardó otro día en servirle en bandeja su oportunidad, justo cuando empezaba a pensar que no todo iba a salir a la primera: la pesada pasó frente a la tienda, aunque, en esa ocasión, no entró. Por el contrario, pareció que aceleraba el paso frente al escaparate, como si quisiese alejarse de allí cuanto antes. Alba dejó lo que tenía entre manos y salió a la calle de un salto tras echar de cualquier manera el cierre al establecimiento. Creyó haberla perdido de vista y maldijo su suerte, aunque, finalmente, su rápido barrido visual sobre la calle le permitió distinguirla parada en el semáforo. Corrió hacia allí gritando diversos «eh» para llamar su atención, pero la pesada parecía no darse cuenta. Alba comprendió entonces que, pese a todo el tiempo que llevaba acudiendo a la tienda, nunca le había preguntado su nombre porque, realmente, nunca hasta ese preciso instante le había interesado en absoluto. Iba a cruzar y entonces ya no habría nada que hacer, así que decidió ensayar el único vocativo que en aquellos momentos parecía posible.
—Eh, tú, la escritora —gritó con todas sus fuerzas. La pesada se giró asustada, mientras el grupo de gente que esperaba con ella a que se iluminase la luz verde ya la miraba con curiosidad, y se puso colorada.
—Hola —tartamudeó paralizada en la acera y con unos ojos tan desorbitados que parecían a punto de caer mientras Alba llegaba a la carrera a su lado.
—Tengo que hablar contigo. Ven.
La pesada la siguió sin dudar, como si le hubiesen dado una orden definitiva. Los viandantes echaron a andar a la orden lumínica, apurando el paso ante la lluvia que empezaba a caer y lanzando alguna que otra mirada curiosa a las dos jóvenes, que ya se introducían en una cafetería cercana, aunque más bien cabría decir que una era introducida casi a empujones en el local por la otra.
La dama triste
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