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William Gass: La suerte de Omensetter

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William Gass La suerte de Omensetter

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A finales del siglo XIX, el pueblo de Gilean, en el estado de Ohio, recibe a una familia de forasteros, los Omensetter. Desde el primer momento, sus habitantes admiran la magnética personalidad del cabeza de familia, Brackett, y la suerte que siempre parece acompanarlo. Sin embargo, su llegada no es bien acogida por todos. El reverendo Jethro Furber, en pleno proceso de degradación mental y espiritual, centra su odio en Brackett Omensetter. Una muerte acelera el enfrentamiento entre los dos hombres, narrado por medio de distintas voces que son testigos fieles de una brillante disquisición sobre la muerte y el sentido de la vida, sobre el bien y el mal. La suerte de Omensetter fue catalogada desde su publicación en 1966 como una novela cumbre de la narrativa estadounidense. David Foster Wallace la consideraba una de sus obras favoritas de todos los tiempos, y Susan Sontag siempre recordaba su admiración por William Gass y por este libro, que describía como perfecto y extraordinario.

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¿De verdad?

Lo de la verja fue curioso porque…

¿Lutie Root? El terreno al otro lado de la calle era suyo. ¿No la incluyó su marido en un trueque por una bandada de gansos? Sí. Tenía su historia. No. Esa no era Lutie Root. Ella tenía una mirada de lo más gélida, igual de gélida que la de su padre, como roca translúcida. Ella nos dejó en invierno. Lo había olvidado. También la mirada gélida, cada vez más pálida hasta que se apagó. ¿Quiénes eran todas aquellas personas?

Sam Peach sostuvo en alto un juego de moldes para gelatina, un trozo de mosquitera, una taza que aseguró era de peltre pero no lo era, una caja de tornillos, un rastrillo, cuerda en un nudo de ocho enredado. Sam se enjugó la cara con una tela manchada que se anudó al cuello y con la cabeza asintió a la multitud. Exclamó que menudo calor hacía, comentó lo duro que trabajaba, el estado en que se encontraba un escurridor de ropa hecho de madera. Tenía la cara roja de gritar y de agitar los brazos y mientras hablaba se cambiaba con la lengua el tabaco de un carrillo al otro y al escupir dejó en la tierra una mancha amplia y fluyente. Sam sonrió con sus dientes marrón oscuro. Señaló una tara. Se abrió de brazos. Meneó la nariz con inofensiva honestidad. Dijo que para qué iba a usar una escuadra torcida si ya tenía una, y dijo cuánto le traían a la memoria los dedos que le faltaban el día en que se los rebajó, y que por un dólar más había vendido también el serrucho. Todos rieron y pujaron. Sam se tocó apenas el ala ancha del sombrero. Pestañeó, y las afables arrugas junto a sus ojos se retrajeron. Su esposa anotó la venta. Ambos avanzaron y con ellos avanzaron la multitud y la risa de todos.

No conozco a ese tipo, pensó Israbestis.

Vi cómo levantaron esta casa, dijo Israbestis. La primera de la calle.

¿Oh?

Vaya si se construía en aquellos días…

El verano había sido caluroso. La tierra estaba dura. El camino estaba polvoriento. Los coches habían circulado por el camino y levantado polvo. El polvo se había depositado en la hierba junto al camino volviéndola gris. Los niños habían escrito sus nombres en la parte superior de los tocadores. ¿Nadie iba a estrecharle la mano?

Una buena subasta, dijo Israbestis.

Un montón de cacharros.

Oh, no, no…

Pensaba que conocía al tipo del puro negro. Por dios lo que se parecía a Hog Bellman. Israbestis notó que se le revolvía el estómago. Gases. Unos italianos, había oído, la habían comprado. Era una casa bien grande. Por algún motivo había olvidado que había italianos. En aquellos días no había muchos. A veces venían para reparar las vías del tren. ¿O eran mexicanos? ¿Sicilianos? ¿Qué diferencia había? A los italianos siempre les pareció que esto quedaba muy lejos. Por supuesto que había italianos. Cada vez más. Y ahora en esta casa que una vez fue un resplandor de luces.

¿Ha visto a la señorita Elsie Todd?

¿A quién?

¿Quizás a McCormick o a Fayfield? Antes venían mucho.

Hog Bellman. Con sombrero de copa blanco. Dios mío. Cazando en los marjales en época de crecidas. Mat haciéndolos callar. Ni un pájaro pero sí el discurrir del agua. Hog Bellman. Dios mío. Ahí está el alguacil. Bien.

Te manejas bastante bien, dijo Israbestis.

No me manejo mal. Vengo a todas. No falto a ninguna. Llueva o truene. Nunca falto. Ya no veo mucho a nadie. Hacía mucho que no te veía, Tott, ¿has estado enfermo?

He estado bien. Bien, sin más.

Unos macarroni compraron esta casa. Van a tirarla abajo. No tengo trato con ellos. Son gente problemática. Venían al pueblo por las noches a crear problemas. Me ocupé de ellos de inmediato. Cuando yo era alguacil la cosa estaba tranquila y el calabozo lleno. ¿Lees los periódicos?

Pero esta casa la construyó Bob Stout.

Recuerdo la vez que estaban arreglando el puente allá en Windham. Había un puñado de ellos –mano de obra tirada y demás pero yo siempre dije que ellos también eran unos tirados, igual que los mexicanos– y había un puñado de ellos que eran grandes. Grandes y tiznados del trabajar al sol, como los negros. Algunos de ellos hasta eran negros, creo. Sí. En este pueblo no hubo ningún negro hasta hoy.

Estaba Flack.

¿Quién?

Jefferson Flack.

En cuanto el sol se ponía ya estaban a ello. Llegaban a carretadas.

Yo estaba aquí, vivía aquí por entonces.

¿Tú? Pues claro que sí. Bueno, pues solían llegar apilados igual que leña en aquellas carretas suyas y cuando bajaban las traseras era como dejar caer una carga de leña.

Saltaban de las carretas en cuanto llegaban al límite del pueblo. Había uno que…

Se desparramaban todos a la vez. ¡Ja! ¡Bien grandes que eran!

Bien grandes, pensó Israbestis. Grande solo había uno. Él y su tremendo yii-jaa. ¿Quién era ese al que siempre llamaban pobre Brackett Omensetter… ese tremendo, yii-jaa? A veces las paredes del cuarto de Israbestis se cerraban por los rincones igual que un libro y no le permitían recordar. Ahora el sol lo forzaba a bajar los ojos. No había nada que ver a sus pies. Podría haber estado Jethro Furber, pero no era el caso. Yii-jaa.

No parece que estés en condiciones, Tott. ¿Has estado enfermo?

Ni un solo día.

¿Has visto a Cate?

Ah, no. ¿Todavía sigue…?

Lo vi en la granja. Una lástima. Una lástima. Está fatal. Muy viejo, ya sabes. Muy viejo. Con tembleques malos. Tuvo tembleques todo el tiempo que anduve por allí. Terrible. No le queda mucho. Tuve una perra que nada más parir hacía lo mismo. Le rebotaba la mandíbula y le castañeteaban los dientes, sin parar…

Viejo estúpido y soso, pensó Israbestis, no tiene talento. Me conozco esas historias. La mayoría son mías, mi boca le dio forma a cada una de ellas, pero no me quedan dientes con los que volver a masticar mi larga y dulce juventud. Años atrás un hombre lacónico, y sheriff después de que Curt Chamlay hiciera enfadar a su placa en la maleza nevada, el tipo no se daba un respiro ni a sí mismo ni a la vejez, sino que abrevaba con palabras a cuantos conocía, al tuntún, como hacía el propio Israbestis, tenía miedo. ¿Larga? ¿Dulce? El calor… era por el calor. Se habían acercado al tren para recibir al reverendo Jethro Furber: Samantha, Henry, Lucy Pimber, ambos Spinks, Gladys Chamlay, otros, Rosa Knox y Valient Hatstat. Hubo trifulcas por aquello, oh, dios, vaya una riña ingeniosa. Bueno, ahora ya no sudaba tanto como antes, algo es algo. El vapor de la locomotora parecía emanar del suelo. Pulcro, recordaba haber pensado cuando Furber se apeó, y después el brazo del reverendo se alargó y le mordió. Cómo está usted. Suponía que se retrajo. Pulcro. Pulcro, rígido, planchado, negro, ardiente. El reverendo agarró a Henry, Henry balbuceaba. Las ruedas de la locomotora chirriaron, el vapor presagió los vagones y con torpeza todos retrocedieron hacia la estación, Furber hacía briosas reverencias. Es enano, pero si es enano , susurró Samantha, y de repente su nuevo pastor entró corriendo a la estación en la que, a través de la ventana, lo vieron subir las escaleras.

… bueno, tú nunca te casaste, ¿cierto? Ja. Bueno, he oído que tienes una pensión, y esa casa. Nosotros los hombres nos morimos por lo general antes que nuestras mujeres. No te tienes que preocupar por eso. Aunque está Samantha, ¿no es así? Bueno, tienes esa pensión y esa casa.

Sí.

Lloyd tenía tembleques.

Se sentaban en el bote y pescaban en el río. Los árboles colgaban por encima sombreando las riberas. A la deriva entraban y salían de la sombra, trazando remolinos con el río, observando cómo flotaba el corcho, sus sombreros anchos ladeados, sombreándoles los ojos. Hacía un fresco agradable en las zonas de sombra donde las raíces de los sauces y las hayas se arrimaban musgosas al margen del río, y junto al bote el agua era negra. Se quedaban atrapados en un meandro del río, el agua quieta y negra junto al bote, hasta que Lloyd alargaba un brazo y tiraba de una rama y el bote se deslizaba de nuevo hacia el sol donde el agua destellaba y golpeaba con suavidad contra el casco. Hacía calor y se estaba a gusto y no había muchos peces, tan solo la lenta y calma deriva por el río ajedrezado.

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