Irene Recio Honrado - Alma

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Lor es una joven de dieciocho años obsesionada con la desaparición de su hermano. Tras tres años de escasas respuestas y prohibiciones extrañas, consigue regresar a su pueblo natal, lugar donde sucedió. 
Alma le enseñará a nuestra protagonista que toda leyenda tiene una parte de realidad, y que las viejas historias están más relacionadas con ella de lo que creía.

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Todavía me hallaba en la falda de la montaña, había pinos de hoja larga que se alzaban a más de treinta metros, me hacían sentir insignificante. Caminé con calma entre ellos con las manos en los bolsillos, absorbiendo el aroma que de ellos emanaba. Para cuando llegué al sendero la idea de subir a pie hasta la casa de tía May no parecía tan mala. Pero entonces un bufido que me resultó familiar me alertó. Provenía de unos metros por delante de mí. Pero no se veía nada. Entonces lo escuché de nuevo. Parecía un animal. ¿Y si era un jabalí? Miré a mí alrededor buscando un árbol donde poder subir en caso de que así fuese. Vi un roble rojo que parecía relativamente factible, así que memoricé su posición mentalmente por si me hacía falta echar a correr hacia él. Avancé sigilosa entre los helechos adentrándome en el sendero lentamente cuando lo oí de nuevo. No parecía un jabalí. Giré entre dos árboles cuya especie desconocía y entonces lo vi.

Un caballo negro, con una mancha blanca en la cara estaba atado a un pequeño poste informativo. Sonreí, la última vez que había visto a aquel animal yo tenía catorce años. Tom y tía May le estaban dando doma. Y aunque el caballo había cambiado, pues ahora era más grande y más ancho, en lo esencial seguía siendo el mismo. Ya estaba ensillado y preparado. Me acerqué a él sin temor alguno, y le acaricié el hocico.

—JB —le dije—. Estás enorme.

El animal se animó al verme, no supe si fue porque me reconocía o simplemente llevaba allí un buen rato esperando. Advertí, que de la silla colgaba una nota, la tomé y leí.

Pase lo que pase, las buenas costumbres no se deben perder. Atentamente: Tía May.

Suspiré y sonreí. En fin, pensé. Para eso había venido. Para afrontar los momentos pasados con Tom.

Siempre montaba con él. Ahora tendría que hacerlo sola. Agradecí llevar mis tejanos, menos mal que no había hecho caso a Bibi y me había puesto una falda para ir más chic.

Desaté a JB y monté, sonreí al sentir de nuevo la sensación de poder que me recorría cada vez que montaba a caballo. Sentir la fuerza y la vida de un animal tan grande dispuesto a llevarte a cualquier parte era algo indescriptible. Giré las riendas y espoleé suavemente al caballo, este se puso en marcha con un ligero trote. Mantuvimos ese ritmo durante cinco minutos de ascenso paulatino, luego el camino se abrió dando paso a una recta larga que daba una pequeña tregua respecto a la subida siguiente. No pude contenerme y empecé a galopar. JB era un caballo joven y la orden le llegó en un momento de ansia, empezó a acelerar descontrolado y me deje llevar presa del júbilo que te da la sensación de volar.

Para cuando quise frenarlo fue imposible. Nos adentramos en el siguiente tramo de subida cubierta por espesura a mil por hora, los brazos empezaban a dolerme de tirar de las riendas, pero el animal no frenó ni un ápice. Estaba totalmente desbocado. Sentí que el corazón se me iba a salir por la boca. No podía hacer nada para detenerlo así que hice lo único que podía hacer. Sin soltar las riendas, me aferré a su cuello para mantener el cuerpo lo más protegido posible de las ramas que me fustigaban por todas partes mientras avanzábamos sin freno hacia casa, cerré los ojos y recé para que JB no se tropezara en cualquier momento, y nos matásemos los dos. Cuando creí que eso no terminaría nunca el caballo redujo la marcha con un bufido y abrí los ojos. Habíamos salido de la espesura y ante nosotros se extendía el lago Spirit. Lo bueno de la carrera desenfrenada era que ya estábamos llegando.

—Anda que te has lucido —le recriminé al caballo. Me dedicó un relincho como respuesta.

Lección aprendida: No galopar más hasta que nos conozcamos mejor.

Vadeamos el lago y emprendimos el último tramo de bosque, lo cruzamos en apenas quince minutos y cuando salimos de nuevo a campo abierto divisé por fin la casa de tía May, mi hogar.

La casa seguía como siempre. Era una construcción de madera y piedra de dos pisos. Todo el terreno de los alrededores estaba delimitado con setos cargados de dulces bayas. Mi tía estaba esperándome en la entrada del camino que llevaba a la casa. Al verla los ojos se me llenaron de lágrimas, aunque conseguí contenerlas. Llevaba el pelo recogido en una gran trenza encanecida que le colgaba por el hombro derecho y le llegaba a la cintura. Tenía más arrugas que mamá alrededor de los ojos, pero su semblante era de pura jovialidad, seguía estando morena por el sol de Texas. Vestía un tejano, una camisa vieja y un sombrero como el de Cyrus para protegerse del sol.

—¡Lor! —gritó al verme—. Mi Lor, pero mírate. ¡Estás guapísima!

Sonreí de corazón por primera vez desde hacía mucho tiempo. Por fin llegué junto a ella y desmonté.

—¡Tía May! —dije mientras la abrazaba con fuerza—. Te he echado de menos.

—Y yo a ti cariño —me separó de ella para mirarme de nuevo, mientras asentía—. Ya eres toda una mujer. Que alegría tenerte aquí conmigo. ¿Qué tal se ha portado JB?

Miré al caballo que se mantenía detrás de nosotras sin moverse. Maldito, ahora te comportas como un cor derito.

—Digamos que tiene mucho temperamento.

Mi tía enarcó una ceja mirando al animal.

—Te dije que no lo hicieses, he esperado tres años, podía esperar media hora más —lo amonestó.

JB relinchó.

—La próxima vez —le dije a tía May—, asegúrate de que ha entendido el concepto.

—Lo tendré presente —sonrió.

Le quitó la silla y el bocado y le palmeó en el muslo para que se fuese a su cuadra. Como era de esperar, en presencia de mi tía y para dejarme la moral por los suelos, JB obedeció la orden muda como si fuese un perro de compañía.

Tía May cargó la silla bajo un brazo y me tendió el bocado mientras nos dirigíamos al porche.

—¿Cómo está mi hermana? —preguntó afablemente, noté bajo la calidez de sus palabras el regusto amargo de la preocupación.

—Ya lo sabes, hablas con ella casi a diario desde…—callé. Acababa de llegar y no quería recordarle el maldito día. Aunque me moría de ganas por hacerle preguntas sobre el tema.

Mi tía notó mi silencio, la necesidad de eludir el tema durante al menos unos minutos más quedó patente. Era plenamente consciente de que aunque hubiese conseguido volver a la finca familiar, ahora empezaba realmente la parte complicada. Me había mentalizado para ello, para afrontar el lugar sin Tom. Estaba convencida de que el vacío que había dejado iba a ser lo más complicado de ignorar. Pero debía mantenerme fuerte y alerta por si encontraba la más mínima señal.

Llegamos al porche y tía May descargó la silla sobre la barandilla de madera, mientras yo colgaba el bocado en un clavo de la pared. Todo estaba igual que hacía años, la entrada de la casa estaba flanqueada por un pequeño sofá de mimbre a un lado y una hamaca al otro. No les dediqué más que una fugaz mirada, los recuerdos empezaban a llegar con fuerza tratando de derribar mis defensas. Me concentré en la puerta. Sentí la mirada preocupada de Tía May en la nuca e intenté disimular.

—¿Por qué no has venido tú misma a recogerme al aeropuerto? —pregunté para suavizar algo el ambiente.

Mi tía alzó las cejas. No esperaba esa pregunta. Frunció los labios y miro hacia el cobertizo que estaba situado a la derecha de la casa.

—Mi camioneta murió hace ya algún tiempo, Lor.

—¿Y por qué no la has llevado al mecánico?

—¿Para qué? —dijo sacudiendo una mano en el aire—. Nunca me gustó ese cacharro, prefiero montar a caballo. Además, solo la usaba para ir al pueblo a comprar. No la necesito, Cyrus me trae todo lo que necesito. ¿No te ha gustado?

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