–¡Imposible! –exclamamos al unísono viendo la imagen de Luana, Uriel y Caetano en el gran salón de entrada. Y luego vimos a Caetano dirigiéndose escaleras abajo, la escena que precedió al ritual que tanto pavor le provocó.
La historia continuaba en otra habitación, que se encontraba atravesando un pequeño arco. Ahora veíamos a nuestros amigos intentando huir, mientras una mano espectral aferraba a Caetano. Ambos observábamos incrédulos, al tiempo que seguíamos avanzando al ritmo de la secuencia de imágenes.
–Es de no creer –dije con un suspiro, mientras Ágatha buscaba, en medio de una multitud de grafitis, la siguiente secuencia.
–Es por acá –anunció de pronto, mirando una imagen que surgía de una enorme pintura fluorescente.
Ahora se veían dos figuras fácilmente reconocibles: se trataba de las siluetas de Luana y Uriel.
–Quien las haya pintado es un gran artista, el parecido es asombroso.
Uriel tiraba con fuerza del brazo de su amigo, intentando arrastrarlo hacia la salida. En la siguiente sucesión de cuadros vimos cómo Luana dirigía el haz de luz de su linterna sobre el “hombre sombra”. La última escena representaba la fuga de la veloz criatura hacia la protección de la oscuridad del sótano.
–Uriel tenía razón. Algo mantenía amarrado a nuestro amigo –dije sin darme cuenta de que ese “algo” todavía podía estar en el lugar.
Una mancha negra representaba el final del relato.
–¿Eso es todo? ¿Así termina la historia? –pregunté mirando confundido a Ágatha.
Pero apenas terminé la frase, el grafiti comenzó a transformarse ante nuestros ojos. Lo colores empezaron a mezclarse y a fusionarse en un remolino multicolor.
–¿Esto está sucediendo realmente? –cuestionó Ágatha, absorta, sin poder despegar sus ojos del muro.
El caos de colores se fue acomodando y cobrando sentido. Ahora veíamos de nuevo la imagen de la casona, como la primera que vimos, solo que eran dos las siluetas que se veían frente a las puertas del edificio. La siguiente secuencia de esta nueva historia que se iba dibujando se encontraba en la habitación contigua. A esta se sumaba una nueva imagen y otra y otra más. Cada nuevo grafiti nos internaba más hacia el interior del sótano.
–Ágatha… Ágatha, parece que llegué al final –dije emocionado, como si estuviera leyendo nuestras propias aventuras–. Salimos bastante parecidos, aunque no soy tan bajo, ¿o sí? –pregunté mientras examinaba la pintura de cerca.
Ágatha no respondió. Miraba el dibujo que representaba una puerta cerrándose con fuerza.
De pronto retumbó un estampido por toda la casa.
–¡¿Qué fue eso?! –grité asustado, mirando en la dirección por la que habíamos venido. Un sudor helado recorrió mi espalda al ver cuán lejos nos encontrábamos de la salida.
–Esto no puede estar pasando, se supone que estábamos solos –dijo Ágatha con voz apagada, señalando la última imagen: en una habitación oscura los intrusos observaban la última pintura de un mural. Detrás de ellos, una figura de ropajes negros y ojos vacíos extendía los brazos en actitud amenazante.
Pasaron unos segundos que parecieron horas hasta que Ágatha, saliendo del estupor, gritó:
–¡El último, que apague la luz!
Era nuestra señal en caso de emergencia para huir sin hacer preguntas.
Pero era imposible hacerlo por donde habíamos venido. Si la imagen y el estruendo correspondían a la puerta cerrada del sótano, debíamos encontrar una salida alternativa.
–¡Hacia el fondo! –gritó Ágatha, pero era tarde. Una figura oscura, con un rostro antiguo surcado por arrugas, surgió de la oscuridad y se abalanzó sobre nosotros.
Una mano esquelética se cerró como una garra de acero sobre el cuello de la campera de mi hermana. Ella colgaba a unos centímetros del suelo, mientras el cordón de la capucha la estaba asfixiando.
Usando el cuerpo de mi hermana como escudo, logré esquivar la otra mano. No fue muy heroico, pero esa maniobra me permitió escabullirme y poder tirar del cierre de la campera de Ágatha que, a pesar de estar medio aturdida, con un ágil movimiento se deslizó fuera de su abrigo. La criatura permaneció unos minutos inmóvil, viendo cómo la prenda colgaba vacía de su mano.
–¡Corra… corra… mos! –llegó a decir Ágatha, mientras tosía y se masajeaba el cuello.
No tuvo que repetírmelo. Ayudándola a ponerse de pie, la tomé del brazo y comenzamos a correr.
–¿Qué era eso? –pregunté sin mirar hacia atrás.
–Creo que un zombi; solo los he visto en películas, pero estoy convencida, porque sus ojos eran blancos y sin vida. Qué estúpidos hemos sido, hermanito, dejarnos sorprender de esta manera. Espero que el sótano sea lo bastante grande –agregó recuperando de a poco la voz.
–Saldremos de esta, debe de haber una salida, una casa de estas dimensiones siempre cuenta con una salida posterior –arriesgué intentando no perder por completo las esperanzas. Ya habíamos pasado por situaciones parecidas con seres mucho más aterradores que un zombi.
–Salida posterior, sí, pero estamos en el sótano –respondió Ágatha sin dejar de correr.
–¡El techo, mira! ¡El techo es un tubo de calefacción! –grité emocionado, como si fuera el descubrimiento del siglo–. Estas casas se calefaccionaban con calderas a carbón. ¿Te son familiares?
Un caño oscuro y algo podrido nos marcaba el trayecto a seguir. Pronto nos topamos con la caldera y, a un costado, el tan anhelado túnel por donde bajaban el carbón que la alimentaba. Miramos hacia el interior del pasaje.
–Suerte de principiantes –dije triunfal–. La tronera no ha sido tapiada, pero el ángulo de ascenso es muy pronunciado, húmedo y cubierto de verdín, no será fácil trepar.
Nuestro misterioso atacante se aproximaba. Sus pasos eran lentos y de ritmo pausado, parecía no tener apuro al sabernos atrapados.
–Es un buen momento para hacer funcionar la bomba de luz –propuse–. Necesitamos tiempo para trepar.
Ágatha colocó nuestro pequeño invento en la boca del túnel cubriendo la retirada.
–Espero que este juguete lo detenga lo suficiente como para permitirnos escapar –dije preocupado, mientras comenzaba a trepar.
Como supuse, la humedad y el musgo acumulado durante años hacían que nuestro ascenso fuera difícil. Solo cuatro metros nos separaban del exterior, pero avanzábamos con dificultad. Un solo resbalón y tendríamos que comenzar de nuevo.
Por fin pude palpar el borde del exterior. Estaba a centímetros de quedar libre cuando una explosión de luz y un grito estremecedor me hicieron perder el equilibrio.
–¡Nooo, me resbalo, intenta sujetarte de…! –grité sin terminar la frase, mientras comenzaba a deslizarme hacia abajo.
Mi cabeza se llenó por un instante de imágenes y gritos. Me veía cayendo sobre Ágatha, arrastrándola hacia las manos del zombi. La frase “algo peor que la muerte” retumbó en mi cabeza.
Estiré los brazos hacia adelante, intentando aferrarme a alguna grieta o saliente, pero las paredes eran completamente lisas. En un último esfuerzo por salvarnos, clavé las uñas en el cemento; mientras gritaba del dolor, un par de manos surgieron de la nada y me sujetaron por las muñecas.
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