Teresa no sabía qué decir. Improvisó sin visos de éxito.
—¿Te presento yo a alguien?
—¿A quién? Siempre estás contando que toda la gente que conoces está cogida. Tú misma tienes al José Luis, que te la mete en su sitio cuando hace falta.
Tras las revelaciones, ahora era Teresa la que sentía pudor por sacar a relucir su vida sexual ante su hermano. Fingió más risitas, intentando destensar la sobremesa sin conseguirlo.
—¡Jaja, pero qué guarro, que soy tu hermana!
Ya en materia, Benito continuó hasta el final.
—Lo malo no es que todos tengáis a alguien menos yo. Lo puto peor es que no se me va de la cabeza que me voy a quedar así para el resto de mi vida. Porque esto va a mayores. Eso sí que me da terror.
Teresa dijo algo, por decir.
—Venga, no lo mires por el lado feo...
No tenía que haber utilizado la palabra feo . Sabía que el infierno en el que debía de estar metido su hermano no tenía nada que ver con guapuras ni con feúras. Que no se liga con la belleza, que de otra forma no seríamos en la Tierra ni la décima parte de los que somos. Pero feo , mejor no haberlo mentado.
La gravedad de la confesión, para Teresa, y la sospecha de estar resultando ridículo, para Benito, trajeron un rato de silencio.
—No te tenía que haber contado esto —dijo él al fin—. Qué bochornazo. No se lo cuentes a nadie. Se entera alguien de que me pasa esto y me muero de vergüenza. Es lo único que me consuela. Que por lo menos no se me nota.
—¿Que qué le pasa a Benito? Que no folla desde hace años. Y encima quiere disimularlo —dijo Ignacio.
—Pues se le nota a la legua —concluyó la Presen.
Si Teresa, a quien veía de uvas a brevas, se lo había barruntado, cómo no iba a habérselo notado la gente con la que trataba a diario.
Las personas de tal frecuencia de relación eran Ignacio Vírseda, la Presen y Pedro Crespo. Es decir, los tres empleados de Terre, S. L., la diminuta empresa de investigaciones químicas que Benito había constituido en 1995.
Ignacio era un compañero de la facultad. Fuera toda implicación de colegueo. Benito e Ignacio hicieron la carrera en la misma promoción de la Complutense sin que ninguno llegara a reparar nunca en el otro. A los tres años de licenciarse, Benito creó su empresa. Publicó un anuncio por palabras pidiendo currículum vítae y le llegó el de Ignacio. Durante su entrevista de trabajo ataron cabos y se asustaron en secreto de que hubieran compartido aulas y profesorado durante cinco añazos sin que sus miradas se cruzasen. Benito contrató a Ignacio porque apenas recibió ningún currículum más. Tenían una relación correcta. Pero nunca habían conseguido romper la barrera afectiva que les tendió su mutua invisibilidad en el campus.
La Presen era la madre de Ignacio. Oficiaba de recepcionista por no estar en casa. Hacía recados, compraba la papelería, los consumibles y las infusiones, traía merienda. Su buen humor, su parentesco directo con la tercera parte de sus compañeros y su nula cualificación profesional daban a Terre un entrañable aire de tienda de pueblo. Que a veces no quedaba muy allá cuando ante una llamada importante la Presen contestaba el teléfono con un «¡A ver!».
Pedro Crespo había recalado en Terre hacía seis meses. Era un químico venerable de sesenta y cuatro años que trabajaba en la empresa medio gratis, por la ilusión de ayudar a un menda que había aislado una sustancia, el mocordo , con aplicaciones de claro interés. Quería mucho a Benito. Le veía meterse en el laboratorio con la temeraria determinación, con el inquietante empuje y con la emocionante tenacidad de los iluminados. Le convencían sus callados logros científicos, y le ofrecía el respeto que se dedica al sujeto al que se ve sudar la gota gorda. Desplegaba con él un compañerismo paterno que a Benito, tan renuente a abrirse, le llevaba a recelar absurdamente. Y una camaradería intergeneracional que a Benito, tan precisado de abrirse, le llevaba a sentirse respaldado. Benito rechazaba y anhelaba este roce a partes iguales. Por miedo a la reedición de los palos, en el primer caso; y por su casi congénita penuria filial, en el segundo. Paradoja en la que el hombre andaba metido hasta las trancas desde siempre.
Crespo aún no había llegado. Ignacio y la Presen continuaron con su glosa.
—Eso tiene que ser horroroso —dijo Ignacio—. Que no te quiera ninguna, que se pasen los días y tú a verlas venir.
—Sacar la basura a diario hay que hacerlo. Pero que el camión del ayuntamiento no pase, eso sí que tiene que ser de apaga y vámonos.
—Desde luego la cara que trae siempre es como para llevárselo a enterrar.
—Por eso está bebiendo cada vez más. Huele a botiquín.
—Pues vaya solución. Porque no hay mayor afrodisíaco que el alcohol, digan lo que digan. Te lo dice un químico.
Las dependencias de Terre estaban en Valdemoro, municipio situado a veintiséis kilómetros al sur de la Puerta del Sol de Madrid. Los exiguos dominios de la empresa abarcaban dos espacios adyacentes, uno interior y otro exterior. El primero era un bajo de setenta y cinco metros cuadrados, con zona de recepción (un mostrador para la Presen), área de administración (un despacho de dos por dos para Benito, con el único ordenador de la empresa), cuarto de baño (mixto), cocina (una cafetera eléctrica sobre una nevera combi) y laboratorio (lo sobrante). El segundo era su patio trasero de cuatro por veinte en el que caían las pinzas de los vecinos. Era esta la zona de experimentos al aire libre, donde una colección de palos y maderos conservados en urnas eran sometidos a agresiones controladas para verificar la eficacia del mocordo famoso.
Para compensar sus desarboladuras, Benito decoró las instalaciones con objetos coloridos: papeleras, cubiletes, estores o alfombrillas se elegían con intención ambiental en verde hierba, bermellón subido, amarillo limón o naranja fuerte. Algún tabique iba pintado en rosa chicle, que daba mucha alegría a los blancos satinados de los muros. En el patio había plantado hierbabuena y perejil, y tenía esmaltadas en colores vivos las mesas de mecano que soportaban las urnas de sus pruebas de exterior. Las animosas acometidas cromáticas no hacían buenas migas con la renqueante marcha de las cosas.
Todo empezó a finales de 1994, cuando Benito tuvo un proverbial golpe de inventiva química. Fue soñando, dormido en su cama. En enero de 1995 creó Terre para desarrollar la idea que había alumbrado metido en su pijama. La empresa sería el marco científico y jurídico que acogiera las investigaciones conducentes a la materialización de su ocurrencia nocturna. Imperaba entonces el espíritu optimista sobre la iniciativa personal. Benito se lanzó a tumba abierta. Alquiló el bajo de Valdemoro y comenzó a trabajar con sus flacas huestes.
Hubo momentos para todo. Para los primeros balbuceos de heroica memoria, para los conatos de éxito, para los de derribo, para sus apuntalamientos. El proyecto se iba comiendo todos los recursos recabados y por recabar. Pero él no lo lamentó. Como premio, en octubre de 1997, y después de casi tres años de desvelos, Benito consiguió destilar el primer centímetro cúbico de un compuesto que quedó registrado en la Oficina de Patentes con la retahíla nominal ES-C21-63189/1997. En Terre lo llamaban mocordo .
El mocordo se inyectaba en la madera y esta volvía a nacer. Restituía todas las propiedades de la fibra vegetal, neutralizaba el desmembramiento celular y retardaba su envejecimiento casi hasta paralizarlo. La madera revivía orgánicamente, tuviera los años que tuviera. Llevaban probándolo desde entonces en las muestras del patio y los resultados, mes tras mes, eran cada vez más asombrosos. Para la restauración de retablos y escultura antigua, el mocordo era inmejorable.
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