Santiago Lorenzo - Las ganas

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Benito vive desganado, aunque se muere de ganas: anda destrozado porque lleva tres años sin sexo. Por eso colecciona llaveros, sufre lo indecible cuando ve a una mujer bonita en el metro y bebe demasiado chinchón. Sólo se lo ha contado a su hermana, aunque todo el mundo, también en el trabajo (es químico y emprendedor; es decir: empresario pobre) nota su abstinencia y su angustia. Sus problemas podrían tener una salida: María. «Sentía envidia de María porque ella estaba consigo misma. Sólo le cupo razonar el desperdicio que sería que ellos dos no se juntaran para siempre. „Te quiero porque quiero parecerme a ti“, le escribió un día (por supuesto, No enviado). Con la sospecha feliz de que si se hicieran novios y rompieran, les costaría un trabajo ímprobo dejar de ser amigos. Sería un trabajo que nadie se tomaría, de puro irrealizable.» «A Santiago Lorenzo no sólo hay que leerlo: hay que idolatrarlo.» Mercedes Cebrían"Santiago Lorenzo explica como nadie el despropósito que lo cotidiano tiene en las clases populares. Un gran escritor, de talento y honesto." Javier Pérez Andújar"No compite con nadie. Pero de tener contrincantes, seguiría siendo el mejor." Carlos Zanón,
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Sus nietos, Benito y Teresa Bernal Ruiz, heredaron la propiedad el 29 de septiembre de 1999. Él tenía treinta y uno cuando la defunción de la abuela, y ella treinta y cuatro. Se les hacía insólito recibir algo por línea familiar. Nunca habían esperado mucho de unos padres que no querían saber nada el uno del otro y que parecían haber encargado progenie por imperativo de un sorteo vinculante en el que les había salido la china negra. Benito y Teresa estuvieron siempre unidos como los mejores amigos. Fueron el padre de la una y la madre del otro, respectivamente. Muy pronto se dieron cuenta de que sus pequeños resbalones y aciertos, más tibios o menos, eran netamente suyos, armados y vividos al margen de un amparo paterno en el que tampoco cabía depositar demasiada expectativa. El padre real falleció en 1995 y la madre en 1997, cuando hacía tiempo que ya apenas les veían. A la abuela la habían tratado aún menos.

Las cosas del trabajo no iban bien para Benito, a cuenta de las zozobras de su empresita. Por lo que Teresa le había dejado claro que quería que él se quedara con el inmueble. Alegó que ella estaba tan feliz viviendo en su piso, con las necesidades cubiertas, y que era tontería que su hermano tuviera que andar alquilando nada mientras pudiera ocupar la casa de la abuela. La ayuda era grande, porque hacía meses que Benito no encontraba más que tropezones y reveses en su vida laboral.

Los hermanos se veían poco desde que Teresa se mudara a San Lorenzo de El Escorial, cuatro años atrás. No era fácil juntarse, que él vivía al sur de la región, con toda el área metropolitana mediante. Con Benito en Los Rosales, sin embargo, acercaban domicilios. No iban a desaprovechar la proximidad para volver a frecuentarse como antes.

A mediados de octubre, Benito invitó a su hermana a comer a la casa heredada. Aún entonces, seguía sin contarle a nadie qué era lo que de verdad le estaba atormentando. Algo mucho más grave que los estadillos de ventas, el reconocimiento profesional, las cuentas de ahorro, el mérito comercial y los balances por ejercicio.

2

Benito, de guapo, tenía poco. Pero era su estado de ánimo lo que empeoraba su apariencia determinantemente. Hacía mucho tiempo que el abatimiento le afeaba la vida y de paso la cara.

La vieja casa nueva no mejoraba las cosas. La vivienda se hallaba en el umbral de la habitabilidad, no podría decirse si más dentro que fuera o al revés. La encontró con sus enseres precarios, muchos, atosigantes, ninguno recuperable. Ella le recibió con el mantón insalubre propio de los espacios viciados, que se le echó encima nada más llegar.

A Benito, el aire de la casa (que venía tintado con las emanaciones de los muebles, de las cortinas, de los papeles pintados, de las sartenes, de los cubiertos) le daba asco. O, en términos más exactos, le daba asquito . El asquito es ese repelús por lo viejo, por lo usado, por lo manoseado y por lo diríase que chupado. Benito, químico de profesión, sabía que el asquito tiene su porqué verificable. Es el efecto sobre los sentidos del sedimento lamigoso producido por los años. En definitiva, la consecuencia ambiental que resulta de la película de secreciones que forman las inaprehensibles gotas de sudor, los microscópicos felipones, los ápices de legañas, las motas de caspa, las imperceptibles salpicaduras de la sartén. Intangibles partículas nanovolumétricas que, reunidas a millones por el paso del tiempo, llegan a concretarse en capas visibles de un beis muy característico, y que determinan el olor y el sabor del aire desde suelos, muebles, objetos, paredes y techos.

Para el día de la comida con Teresa, Benito ya había delimitado un espacio a rescatar para su uso ordinario, en torno a dos habitáculos: el salón-recibidor y un cuarto de baño anejo. No se atrevió a incorporar la cocina. La nevera, el fregadero, los quemadores de butano, acumulaban una costrilla que era imposible no asociar con repugnancia a la deglución. Tampoco tuvo arrestos para el dormitorio. El colchón, su funda y su ropa de cama remitían al cuerpo de la abuela y a su histórico de excreciones. Mejor no detallar las sensaciones que le causó el baño, pero era pieza básica y no tuvo más remedio que taparse la cabeza con una toalla mojada y entrar a adecentarlo con estropajos y disolventes.

Vació completamente el salón-recibidor, excepción hecha de dos sillas de la abuela que cubrió con unas colchas suyas. Sería su espacio hábil principal. Arrumbó en las habitaciones contiguas, a las que procuraba entrar respirando flojo, los mil cachivaches contaminados de vejez que lo poblaban. En otra tesitura, lo normal habría sido tirarlo todo a la basura. En esta no se atrevía. La marcha incierta de sus derivas profesionales apuntaba a que quizá esos iban a ser los muebles a los que iba a quedar condenado de por vida. Clausuró todas las estancias, reconvertidas ahora en trasteros improvisados y en espectrales museítos sin público dedicados a la pasada vida cotidiana de Benita Díaz.

Fregó el sector señalado con toda furia, sin resultados fehacientes. Esparció colonia de baño en su combate contra el pálpito del asquito . Iría desempapelando y pintando, desinfectando y panelando, según se le fueran enderezando los asuntos propios, si es que eso alguna vez ocurría.

Haría la vida en esa área acotada. Las soluciones de urgencia para solventar la falta de cocina y alcoba eran varias: calentaría comida preparada en un microondas que se trajo. Una ventana le haría de fresquera. Comería en platos de papel con cubiertos de plástico. Fregaría las cazuelas en el váter recuperado, adonde trasladó la lavadora. Compró una colchoneta de playa y un saco de dormir, que emplazó en una esquina del salónrecibidor. Allí pernoctaría. Puso nombre a este ámbito medio acondicionado de veinte metros cuadrados: el claustro .

El de 1999 fue un octubre desmedidamente soleado. La luz se metía a raudales en la casita de Los Rosales, filtrada por los verdes del desastrado jardincico. Pero el sol, incidiendo sobre un éter del que el habitante desconfiaba, no hacía el efecto vivífico que hacer suele. Daba la impresión de que su calor deshacía las junciones moleculares del detritus secular y que el olor a viejo se hacía más patente.

Antes de que Teresa llegara, Benito desembaló su colección de llaveros. Eran ciento ochenta piezas enganchadas con alcayatas a un tablero de corcho, que apoyó en un tabique como gesto de la toma de posesión. También abrió una de las seis cajas de su mudanza (Mistol Lavavajillas 12 uds.) para extraer de ella una foto enmarcada de su hermana. A ella le haría gracia el falso peloteo de coña de que Benito tuviera el retrato de su queridísima Teresa colgado en la pared, presidiendo la casa. Luego, los bultos de su impedimenta fueron a una de las habitaciones selladas. No se decidía a desempaquetar en un recinto que no acababa de ver como definitivo.

Teresa compró un pollo asado, patatas fritas, cervezas y panteras rosas de postre en el Sprint 24Horas de la gasolinera de General López Pozas. Llamó al timbre.

—Soy Caperucita. Traigo la comida para la abuelita. Espera, calla, que no. Que se ha muerto.

A Teresa se le hacía cómico haber heredado de sopetón de una señora con la que los hermanos apenas se habían cruzado. Tomárselo a choteo era otra manifestación del excelente humor que siempre exhibía. Benito le recriminaba la negritud de sus ocurrencias y Teresa hacía como que se reportaba, con una seriedad ceremoniosa que sólo le valía para romper a reír otra vez.

Era su hermana, y compartían fisonomía desventajosa. Pero sus disimilitudes saltaban a la vista. Si él tendía a alicaído, ella parecía siempre a punto de carcajada. Si él a veces iba mal arreglado, ella iba siempre luciendo aparejo. Si él tenía los negocios enquistados, ella resultaba cada vez más necesaria en la empresa de eventos en la que trabajaba como jefa de personal.

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