Como una y otra vez se debatió en la década de los sesenta, el concepto que concentraba al binomio “pueblo” y “violencia política” fue el de “revolución”, y por ello, desde el interior del pensamiento católico se articuló una revolución cristiana que equidistaba de alguna forma tanto con el diagnóstico de violencia estructural elaborado por la Conferencia Episcopal de Medellín en 1968, como con la tradicional acepción marxista del término, asociado inevitablemente al uso de la violencia12. En esa lid, Cristianos por el Socialismo se pronunció efectivamente como partidario del uso de la violencia política para la concreción de los objetivos que la transformación del capitalismo demandaba. La reflexión sobre el punto obligó, para sus miembros, a definir a esta violencia ejecutada contra los sectores sociales opresores como un “amor violento” que permitía su liberación e inclusión en el campo del “pueblo”; y al mismo tiempo ponía de manifiesto las dificultades que el tipo de interpretación tradicional del cristianismo suponía para su efectividad revolucionaria. Así, para la organización sacerdotal el rechazo a la violencia suponía un “resto de cristianismo” que estaban dispuestos a relativizar en aras del objetivo mayor de la construcción del socialismo.
Finalmente, la proscripción de Cristianos por el Socialismo por parte de la Iglesia católica chilena casi inmediatamente después del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 dejó en evidencia una matriz problemática de enorme significatividad. En el documento que prohibía a la organización y las prácticas que esta representaba para todos los miembros del clero —“Fe cristiana y actuación política”—, el Episcopado chileno ponía uno de sus acentos en la naturaleza cismática y sectaria del movimiento, en tanto habría operado como un magisterio paralelo al de los obispos, suponiendo con ello que solo la interpretación del Evangelio que realizaba Cristianos por el Socialismo era la legítima y verdadera, y que el resto eran construcciones o interesadas, o alienadas por la ideología. Así, se denunciaba desde la jerarquía un potencial faccioso en la organización, y por ello su disolución —en un marco en el que centenares de sus miembros eran detenidos, torturados, expulsados del país e incluso asesinados— era el único camino13.
De ese modo, y a partir de los trazos que hasta aquí se han propuesto, es posible destacar al menos dos aspectos que permiten enmarcar de forma comprensiva el pensamiento y la acción pública que No Podemos Callar encarnó. Por un lado, advertir la sistemática figuración, incidencia, opinión y conceptualización pública y política que el catolicismo chileno llevó a cabo durante las décadas de 1960 y 1970, en el curso de las cuales la conflictividad al interior del campo católico, la tensión entre agentes y jerarquía y la toma de posiciones públicas fue, mucho más que una excepción, la norma. Por otro lado —y esto es uno de los puntos que se seguirá profundizando en esta introducción—, estas evidencias de actividad pública y política sistemática permiten comprender el espacio público chileno del período como no secularizado, o siguiendo la idea de múltiples secularidades14, modelando un tipo peculiar de secularización en la que el espacio público se articulaba a partir de unas prácticas de intervención que no inhibían, sino que acogían la participación activa de agentes e instituciones religiosamente inspirados y justificados. No Podemos Callar se desenvolvió a través de ambos aspectos: representó una intervención pública religiosamente fundada; y se enfrentó políticamente a la Dictadura, en un campo en el que la opinión política pública disidente había sido arrasada, y que quizás por ello, era la Iglesia católica la única plataforma desde la que la política podía ser enunciada15.
No Podemos Callar: un colectivo y una plataforma de intervención pública en tiempos de Dictadura
Considerando la trayectoria histórica recién mencionada, No Podemos Callar no pareciera haber sido una iniciativa muy novedosa. Más bien, aparentemente fue un proyecto que continuó una serie de intervenciones católicas en el espacio público con un formato, el de una revista, que también era bastante conocido16. Quizás su peculiaridad más saliente, o al menos la primera que podríamos notar, refiere al periodo de publicación. No Podemos Callar se publicó en los primeros años de la Dictadura, esto es, en un momento en que el espacio público había sido casi totalmente “cancelado”17. Esto obligó a una innovación, a saber, la revista sería un pasquín clandestino. Esta peculiaridad, en principio solo formal, no solo permite avizorar la existencia de un tipo de medio de comunicación cuya historia en Dictadura está aún por hacerse18, sino también marcará el funcionamiento de la revista19. En efecto, la decisión de devenir un periódico clandestino permite advertir desde el comienzo la voluntad de los creadores de No Podemos Callar de insertarse en medio de las tensiones de un momento político novedoso y fundacional para responder con las limitaciones y con la libertad que podía dar la clandestinidad.
Una segunda peculiaridad de No Podemos Callar refiere a la conformación de quienes la fundaron y sostuvieron. A diferencia de Cristianos por el Socialismo, cuyos rasgos hemos brevemente reseñado, No Podemos Callar fue una acción sostenida por cristianos de base que incluyó no solo a sacerdotes, religiosas y religiosos, sino también a cristianos laicos y a personas que no adscribían a fe alguna20. Si bien es cierto que el sacerdote jesuita José Aldunate fue el editor de la revista desde el primer hasta el último número, él no fue ni el único autor de sus artículos ni el único participante en la compleja red de elaboración y distribución del pasquín. La iniciativa surgió y se sostuvo, más bien, por miembros de comunidades cristianas de base, entre las cuales el mismo Aldunate se encontraba21. En otras palabras, No Podemos Callar lejos de ser la obra de un único sujeto o de una agrupación de sacerdotes, religiosos y religiosas, fue el resultado de un trabajo grupal realizado por cristianas y cristianos de base reunidos en un intento de responder, en razón de su fe, a las urgencias con que el gobierno dictatorial de Chile los confrontaba22. La revista conformaba, como sus redactores anotaban en uno de sus números, “un colectivo en constante nacimiento”23 y sus artículos, coincidentemente con ello, formaron un periódico polifónico.
La relevancia de la conformación del colectivo No Podemos Callar puede advertirse mejor si se le contrasta con otras iniciativas católicas que le eran contemporáneas. La revista no era la voz de la jerarquía eclesiástica, como sí lo eran La Revista Católica y la multitud de boletines locales, incluídos los del Arzobispado de Santiago, con las que recurrentemente interactuaba críticamente. Tampoco devendrá el canal de expresión de un partido político católico, como el caso de la revista Política y Espíritu, vinculada a la Democracia Cristiana y publicada hasta 1975 y luego a inicios de la década de 1980; aunque no dejó de reflexionar acerca de los cristianos que actuaban en política, así como intentó dar criterios de acción en medio las agitadas aguas de la contingencia de mediados de la década de 1970 e inicios de la del ochenta. De modo similar, no fue la plataforma de opinión de una agrupación católica existente de antemano, como ocurría con Mensaje y la Compañía de Jesús, pero no por ello dejó de expresar una voz que devendrá importante al interior de la Iglesia católica24. En otras palabras, la revista misma y la acción que con ella se realizaba devinieron la hebra que unía a distintos tipos de cristianos que habían decidido responder a la Dictadura interviniendo en el espacio público. Al hacerlo, y esto es relevante incluso hoy, sobrepasaban el clericalismo sin ser anti clericales25, el partidismo sin ser apolíticas y apolíticos, así como las divisiones canónicas entre laicos y consagrados con que la Iglesia católica se organizaba en ese tiempo y sigue haciéndolo hasta el presente, sin dejar de ser cristianas y cristianos.
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