Varios autores - No Podemos Callar

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Esta revista fue realizada clandestinamente por un colectivo de cristianas y cristianos que se asumía «en constante nacimiento». En razón de su fe, el colectivo tuvo el coraje de arriesgar su propia vida para modular una voz política disidente. El primer número de la revista explicita que la «simple proclamación explícita de la verdad, asumir sus riesgos pero también su eficacia liberadora es la tarea de NO PODEMOS CALLAR». Los integrantes de la publicación siguen siendo, en su inmensa mayoría, desconocidos hasta el día de hoy.

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A una escala si se quiere mayor, con el fin de la década de 1960 y el inicio de los años de la década del setenta, antes y después de la elección de la Unidad Popular, se articularon dos organizaciones políticas de inspiración católica, o al menos en las que una parte significativa de sus militantes se identificaban como católicos o provenían de los espacios tradicionales de la politización católica, como las agrupaciones universitarias o el mismo PDC: el MAPU (Movimiento de Acción Popular Unitaria) y la Izquierda Cristiana, ambas organizaciones que formaron parte de la alianza de gobierno y que a través de distintas vías harían suya la oposición a la Dictadura8.

En el mismo periodo, sin embargo, se articuló la que quizás sea la más representativa de las organizaciones de politización católica, en tanto la identidad religiosa era instalada como primaria, de base, y no solo vicaria o anexa a una identidad revolucionaria anterior. En abril de 1971 se organizó el Secretariado Sacerdotal de Cristianos por el Socialismo —que prontamente reduciría su denominación a Cristianos por el Socialismo, dado el efecto clerical que el término “sacerdotal” suponía—, que llegó a agrupar a unos dos centenares de sacerdotes, religiosos, religiosas y pastores evangélicos alineados tras la aplicación del programa de la Unidad Popular. Si bien la bibliografía en torno a este grupo no ha dejado de crecer en los últimos años, y su alcance regional y global fue muy evidente en el periodo, lo que aquí interesa, en breve, es anotar cómo y por qué Cristianos por el Socialismo representó un punto de inflexión incomparable en las relaciones entre catolicismo y política en el Chile contemporáneo9.

Y ello por varias razones. En primer lugar, porque el protagonismo central de la organización estaba radicado en sacerdotes y religiosos —encabezados por el jesuita Gonzalo Arroyo— y ello suponía desconocer las siempre reiteradas advertencias de parte de la Jerarquía del riesgo que suponía la identificación directa entre agentes religiosos y acción política. Los argumentos siempre aducidos decían relación primero con la posición sacerdotal como factor de unidad —resquebrajada si el religioso tomaba una opción política que implicaba la negación de otras, y por ello el conflicto antes que la unidad— y luego con la proposición de que la incidencia política de la Iglesia católica se llevaba a cabo a través de la mediación de la conciencia y la orientación ético-doctrinal, antes que en el plano de la política partidista y sus definiciones técnicas. Es decir, el magisterio católico se dirigía a la conciencia del laicado, y era este cuerpo de la misma Iglesia el que actuaba abierta y sistemáticamente en política, asumiendo la diversidad de opciones para la construcción del bien común y, en la práctica, oponiéndose a aquellos programas e ideologías que se manifestaran contrarias a este. Por ello, las plataformas de incidencia política eran laicas, no sacerdotales, y la Iglesia y sus ministros debían estar siempre en el más elevado plano de la orientación, nunca en el de la militancia. Pues bien, las definiciones y las prácticas de Cristianos por el Socialismo apuntaron directamente en oposición a esta tradicional admonición: los sacerdotes debían de asumir compromisos políticos explícitos, en tanto contaban para sí con un valor simbólico que, en particular en Latinoamérica, representaba un plus de credibilidad política ante el “pueblo”. Y por lo mismo, el papel eucarístico de la unidad no podía congraciarse con el compromiso que el sacerdote debía mantener con el “pueblo”, dado que este aglutinaba en sí a los preferidos por el Evangelio.

Un segundo aspecto a considerar para hacer comprensible esta cualidad paradigmática de Cristianos por el Socialismo en la relación catolicismo-política en Chile fue la adopción explícita y primordial del programa de la Unidad Popular como factor de articulación de la organización, en términos de que ello suponía varios elementos muy importantes de considerar. Por un lado, el principio de que era la construcción del socialismo, de acuerdo a como lo proponía el Programa de los 40 puntos, la estrategia secular más adecuada para hacer valederos los principios evangélicos en la realidad. El socialismo era el tipo de formación histórica y social que mejor interpretaba el mensaje cristiano, y ello suponía que quienes estuviesen a favor de otras formas de organización económico-social estaban en contra del Evangelio. Y este socialismo era el realmente existente, aquel identificado con el marxismo y comprometido con sus proposiciones tácticas y estratégicas, y no las variantes que desde el comunitarismo se habían perfilado en distintos momentos del periodo desde el pensamiento católico y la misma Jerarquía chilena, como bien ejemplifica el socialismo comunitario del progresismo democratacristiano de la segunda parte de la década de 1960 y el documento episcopal “Evangelio, política y socialismos” de inicios de la de 197010. Así, en Cristianos por el Socialismo no solo se obviaba el tradicional rechazo al marxismo, sino que más allá de ello se lo asumía como una herramienta de comprensión de la realidad y su transformación indispensable, científicamente elaborada y eficiente en la construcción de un mundo más cercano al Reino. En la práctica, ello derivaba en que Cristianos por el Socialismo operaba como una organización política al alero de una coalición mayor, y por ello se manifestaba contingente y cotidianamente en torno a los problemas de lo que la Jerarquía denominaba la “técnica política” y la “política partidista”.

Del mismo modo, esta prelación del Programa de la Unidad Popular y del aparataje conceptual y político del marxismo supuso que las clases trabajadoras y en particular la clase obrera chilena concentrara el máximo compromiso político por parte de las religiosas, religiosos y sacerdotes que se hicieron parte del movimiento. Es más, dentro de las razones que justificaron su formación estaba la tarea de contribuir desde el catolicismo a la unidad de las clases populares, que fragmentadas por los tradicionales sectarismos de la izquierda y los aparatos de alienación del capitalismo, podían encontrar en una organización religiosamente inspirada, pero políticamente comprometida, un espacio de unificación y crisol revolucionario para la etapa que la vía chilena al socialismo significaba. Este grado de identificación del cristianismo con el “pueblo”, así como la profundidad e impacto que la interpretación de los pobres y la pobreza, los oprimidos y la opresión tendrían en el mediano plazo es un factor clave en la comprensión del pensamiento y la acción del colectivo No Podemos Callar, y ya estaba presente en la tradición de la incidencia social católica, como bien se reflejó en lo que puede denominarse como la “politización por proximidad”, en términos de que era la vivencia directa de la pobreza, la experiencia de vivir con y como los sectores más marginalizados de la sociedad, la que legitimaba la intervención política católica, más aun en agentes que en su singularidad por lo general provenían de las clases acomodadas y habían crecido y formado en ambientes privilegiados. Experiencias como la de los “curas obreros” que trabajaban en fábricas y vivían como proletarios, o las comunidades cristianas de base que se trasladaban desde barrios de clase media o alta a habitar en poblaciones marginales, son expresión de todo ello11.

Del mismo modo, era la proximidad a la pobreza la que permitía que, desde el prisma de la experiencia y la legitimidad que ella suponía, Cristianos por el Socialismo asumiera como inequívoco el camino de la lucha de clases, polarizada de alguna forma en el binomio oprimidos/opresores. O se estaba con los primeros, o se estaba contra ellos. El impacto de esto era múltiple y de alguna forma ya ha sido reseñado: la adopción del programa de los partidos que representasen a los oprimidos; la supremacía de estos sobre los opresores; la licitud de la violencia como forma de obtener la liberación de las clases oprimidas. Este último factor, de más está decirlo, era el que podía y de hecho generó las más ácidas polémicas al interior del campo católico del periodo. Es importante recordarlo, para el pensamiento tradicional de la Iglesia católica esta debía aparecer como un factor de unidad, no de ruptura; la lucha de clases representaba el axioma del conflicto, su inevitabilidad, necesidad, fecundidad.

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