Varios autores - No Podemos Callar

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Esta revista fue realizada clandestinamente por un colectivo de cristianas y cristianos que se asumía «en constante nacimiento». En razón de su fe, el colectivo tuvo el coraje de arriesgar su propia vida para modular una voz política disidente. El primer número de la revista explicita que la «simple proclamación explícita de la verdad, asumir sus riesgos pero también su eficacia liberadora es la tarea de NO PODEMOS CALLAR». Los integrantes de la publicación siguen siendo, en su inmensa mayoría, desconocidos hasta el día de hoy.

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Para las izquierdas y las derechas del siglo XX, para los gobiernos y las oposiciones, muchas veces la vocería católica, el juicio del Episcopado, la irrupción de los y las cristianas de base, el clericalismo rampante, su anverso del anti-clericalismo de batalla, todas fueron manifestaciones incómodas de un protagonismo político de inspiración religiosa —específicamente católico— que obliga a considerar a los agentes católicos como actores activos y muchas veces resolutivos en el universo de las relaciones y contextos político-sociales del siglo XX chileno. Para ilustrar ello —y de algún modo como intento de encuadrar en un campo más amplio el pensamiento y acción reflejado en el boletín clandestino No Podemos Callar y su continuidad en Policarpo— es posible tematizar con algo de detalle la experiencia de politización católica que representó Cristianos por el Socialismo, ya que ahí se verificó el encuentro directo y sin mediaciones entre agentes católicos y la acción política contingente; y su resultado subrayó el grado de conflictividad interna que la toma de posición política generaba al interior del mundo eclesial.

Con mucha claridad a lo largo de toda la década de 1960 se produjeron a nivel global y regional una serie de iniciativas de aproximación entre el catolicismo y el marxismo, bajo la figura tanto de debates intelectuales —epitomizados por la actitud del filósofo marxista convertido al catolicismo Roger Garaudy, así como por la disposición de diálogo manifestada por el teólogo alemán Karl Rahner— como de la visibilización de coincidencias prácticas en la acción política organizada2. En lo que aquí interesa, la cercanía manifiesta entre algunos segmentos del catolicismo chileno y el marxismo se tradujo en la realización de debates e intercambios político-intelectuales en el ámbito público, así como en la temprana articulación de organizaciones políticas constituidas por cristianos y cristianas de izquierda. Sobre lo primero, es importante recordar aquí que —de modo general y conclusivo— las instancias de “diálogo cristiano-marxista” que se verificaron en el país dejan al menos dos puntos fuertes para considerar: fueron las y los católicos quienes buscaron aproximarse al marxismo como herramienta de pensamiento y acción política, y no así las y los marxistas, por lo que muy bien podría catalogarse al “diálogo” como una actitud más bien unilateral, en términos de que en el registro del proceso no se evidencian movimientos en la dirección “marxismo-cristianismo”, como sí son muy claros los de orientación contraria. Y por ello, el segundo punto dice relación con la persistencia al interior de ambos campos de la ecuación de muy arraigadas creencias de antagonismo, que una y otra vez obstaculizaron el ejercicio efectivo del mentado “diálogo”. Por un lado, en el campo del marxismo la percepción de que los intentos de aproximación del catolicismo eran solo una estrategia de sobrevivencia, en el fondo oportunista, estuvo siempre presente, erosionando por ello la posibilidad de la mutua confianza en la honestidad de los argumentos. De modo complementario, en términos filosóficos la crítica de la religión fue una baza de cuestionamiento persistente, en términos tanto de la oposición entre las distintas corrientes del marxismo a la posibilidad de la religión como un factor no-alienante y meramente superestructural, como a su validez como humanismo en tanto la vocación universalista del cristianismo atentaba contra convicciones estratégicas del materialismo y de la acción política orientada por la lucha de clases3.

De forma anversa, en el campo católico la fortaleza del anti-comunismo fue determinante, en tanto que a lo largo de todo el periodo la sindicación del comunismo (o el marxismo) como el antagonista predilecto fue un factor de movilización y cohesión4. En el periodo que aquí se revisa, las declaraciones episcopales en contra del comunismo —que en el caso de Chile, a diferencia de otras realidades regionales, no era una fuerza artificialmente construida y fantasmática, sino que un conjunto de movimientos y partidos, una sensibilidad, una cultura política, un sinfín de organizaciones y una posición estratégica en el espacio político que se volvería mayoría con el triunfo de la Unidad Popular en 1970— se reiteraron una y otra vez, y la cercanía de agentes católicos con el gobierno Demócrata Cristiano (1964-1970) tuvo mucho de rechazo al marxismo, como bien lo atestigua tanto la relación entre el pensamiento católico del periodo con las orientaciones estructurales del gobierno de Frei Montalva —tan bien representado en la figura del jesuita belga Roger Vekemans—; como el acendrado anticlericalismo de izquierda que esta relación motivó5.

Junto a ello, el campo católico a partir de la década del 60 cobijó en su interior formas más radicales de anticomunismo, siempre atentas al plano global del comportamiento del imperialismo soviético como amenaza a la civilización cristiana occidental; así como a los esfuerzos de infiltración que el marxismo llevaba a cabo con respecto a la misma institución católica. En ese sentido, el polemista Sergio Fernández Larraín y su participación en los círculos del anticomunismo internacional de la Guerra Fría y la aparición y visibilidad de Tradición, Familia y Propiedad en Chile, con sus agresivas y muy modernas campañas de rechazo a los embates contra el derecho de propiedad, así como su implacable crítica a la Jerarquía obispal durante todo el periodo, son muy expresivas de la vigencia de un anticomunismo intenso y movilizador al interior del mundo católico.

Dicho eso, sin embargo, a partir de la década de 1960 —y muy probablemente antes— se visibilizó en Chile una sistemática corriente de aproximación política entre catolicismo y marxismo, ya no solo a partir de debates intelectuales, sino que a través de la articulación de organizaciones políticas. Así, para la elección presidencial de 1964 se formalizaría una primera Izquierda Cristiana, movilizada como Católicos Allendistas que dieron públicamente su apoyo al candidato del FRAP, Salvador Allende, en esas elecciones. Es decir, en los comicios que dieron el gobierno a la Democracia Cristiana —un partido con abierto ánimo de identificación doctrinal con el catolicismo, que parecía contar con el apoyo de la jerarquía y que de alguna forma contenía en su programa algunos de los anhelos de cambio social que el Episcopado había hecho suyos desde inicios de la década— un segmento de personas que se manifestaban parte del campo católico optaron por hacer público su compromiso con una opción abiertamente distinta —pero no necesariamente distante u hostil— a aquella más linealmente reconocible como “católica”.

Tras ello, y en gran medida por el influjo de la Nueva Izquierda de inspiración cubana y de las figuras continentales de Ernesto “Che” Guevara y el sacerdote colombiano Camilo Torres, se articularon en Chile dos organizaciones de clara inspiración revolucionaria: los denominados Comandos Camilistas e Iglesia Joven6. Ambas coincidían en dos factores que de aquí en adelante debe atenderse con detalle: por un lado la crítica reiterada a la institucionalidad católica, en particular por sus rasgos de complicidad con las formas de explotación capitalista y las elites que de ella se beneficiaban, así como su autoritarismo y verticalismo institucional; por otro, un proclamado compromiso con el “pueblo”, sus luchas, su condición de opresión y la tarea de su revolucionaria liberación. Sin entrar aquí en detalles, el periplo de ambas organizaciones —de pronta disolución a fines de la década de 1960 e inicios de la de 1970— es significativo en dos aspectos de interés: por un lado, coincidieron en sus debates en postergar la reforma interna de la institucionalidad católica a la conquista de un orden social distinto, a través de la revolución. Es decir, asumieron de forma cabal con el enfoque marxista la realidad superestructural de la Iglesia católica —obviando así una naturaleza trascendente de la misma—, y por ello, su transformación sería efecto, más que causa, del cambio estructural que el socialismo supondría. En segundo lugar, adoptaron formas y repertorios de prácticas muy propias de la época, en términos de que la manifestación pública, la divulgación de manifiestos y panfletos, la militancia política organizacional, la ocupación de espacios públicos —la toma de la Catedral del 11 de agosto de 1968 fue su mejor expresión—, todo ello, las convertía en organizaciones políticas con diseño y comportamiento típico de las expresiones formalizadas de la acción política del periodo, sin mellar en este tipo de articulación el factor “catolicismo”, representado por las mismas organizaciones como un valor agregado a su compromiso revolucionario. O si se prefiere, su compromiso evangélico era canalizado de forma coherente con la adopción de los modos de organización y las convicciones y tácticas de la izquierda revolucionaria7.

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