Alberto S. Santos - Amantes de Buenos Aires

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Raquel está a punto de casarse en Buenos Aires cuando recibe la inesperada visita de un abogado portugués, que cambiará su vida por completo. Juntos reconstruirán la historia de los orígenes de ella, marcada por un amor contra todas las reglas, sangre y pasión.
Una fascinante saga familiar entre España, Portugal y la Argentina, basada en hechos reales, que se remonta a un siglo de historia.
Una novela apasionante que retrata cuatro generaciones de mujeres fuertes, que luchan por la verdad del pasado que las une.

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–Dejame ver. Mmmh… Sí. Aprendí que sabés mucho más de poesía y de prosa que yo, y que eso te permitió conseguir un buen empleo. Y que sos una mujer bonita y deseada, con una voz levemente ronca y única en el mundo. Siempre oigo los comentarios de los chicos en la librería cuando te ven pasar o te escuchan hablar. Los volvés locos –concluyó con una sonrisa abierta y aparentemente sincera–. Mientras yo…

Raquel tenía noción del impacto que producían tanto su cuerpo escultural y curvilíneo, como su rostro delicado y armonioso, iluminado por sus ojos verde esmeralda que la hacían parecer in­cluso más joven de lo que era. Pero no tenía plena conciencia de que su voz –voz de contrabajo en un cuerpo de violín– funcionara como una suerte de hechizo.

–Bueno, dejate de zalamerías. Tenés un público fiel… Incluso vas a tener un mausoleo y un hermoso epitafio en la Recoleta para vos solo, con montones de turistas visitándote. Yo no puedo esperar más que la bóveda de mis antepasados. Pero voy a estar feliz igual.

–Raquel…

Incluso bajo las débiles luces de la noche, cubiertas por el ramaje de los árboles, la joven entrevió que una sombra de tristeza oscurecía la mirada, el rostro y los labios de Guido.

–Guido, ¿estás bien? ¿Dije algo malo?

–Abrazame.

Raquel dudó. Sin embargo, tuvo la certeza de que su amigo no estaba bien. Por eso supo que lo tenía que abrazar. Lo sintió estremecerse y en el momento no se dio cuenta de que los ojos llenos de lágrimas de Guido le habían corrido el maquillaje y el lápiz labial.

–¿Lo que dije te puso mal? ¿Te despertó algo malo, algún recuerdo?

–Ni sé cómo decírtelo, Raquel. Pero no es un tema para hablar hoy, sobre todo porque el destino nos regaló habernos encontrado en este lugar, donde fuimos tan felices, cada uno a su manera.

–Guido, me tengo que ir A esta hora, hay un novio furioso en la puerta de mi casa. Pero me quedo preocupada por vos. Por favor, mañana pasá por la librería, así charlamos.

Él asintió, con una sonrisa forzada.

–Andá, no lo dejes esperando. ¿Todavía es el mismo? –bromeó.

–Sinvergüenza, realmente no estás bien. Cambiás de humor con demasiada facilidad.

Raquel se apuró hasta su Fiat 600 gris plata, que estaba estacionado en Agüero, sin escuchar a su amigo, que murmuraba que ya no era el amor el que vencía, como él mismo había escrito en aquella fuente en otro tiempo, en letras fluorescentes, totalmente ebrio y como un trofeo, después de haber logrado una conquista que perseguía desde hacía tiempo. Ahora en realidad era el humor. El humor era el que lo mantenía vivo.

En el pequeño vehículo, Raquel recorrió a prisa la larga avenida Las Heras y el sector más congestionado de Santa Fe, entre las bocinas y los insultos de los conductores, que iban todavía más apurados que ella, hasta que logró doblar por Carranza y llegar a Córdoba. En la radio se escuchaba la voz de Lisandro Aristimuño, murmurando “Perdón”. Tomó por Álvarez Thomas, que estaba totalmente congestionada, hasta que consiguió alcanzar el sector sur de la plaza San Miguel de Garicoits. El cantante que ese verano le había tocado el corazón continuaba lamentándose con su voz suave sobre los acordes acústicos:

Contemplé tu soledad,

estaba callado, estaba nublado,

resbalaban las gotas tensas.

Aquel día que me fui

quería enterrarme,

sintiéndome un cactus

que pinchaba si te acercabas más.

No pude probar mi velocidad,

me sentí un juglar esperando cicatrizar.

Las palabras que Aristimuño decía sin prisa producían un remolino en la mente de Raquel –que siempre trataba de percibir las señales de las casualidades de la vida, ya fuesen libros, encuentros, canciones, escritos–, mientras doblaba a la derecha por Elcano hasta llegar finalmente a Superí y acelerar a toda velocidad, incluso al cruzar avenida De los Incas.

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Ya estaba en pleno Belgrano, su barrio predilecto, un sitio tradicional, que homenajeaba al creador de la bandera, casi por llegar al cruce de Superí con Echeverría, frente a su portón verde. Estacionó y le dio una ojeada rápida a la casa, cuya fachada de piedra tenía un exuberante frontis sobre la parte central del edificio, con un pórtico también verde. Aristimuño continuaba recordándole serena y repetidamente: “Perdón, no me quise ir y cuando volví, no estabas”. Sin embargo, la profecía del joven cantante no parecía tener sentido. En la puerta de su casa estaba estacionado el Mercedes negro de Marcelo Pérez. Al mirarlo de reojo, rápidamente se dio cuenta de que su novio estaba de mal humor. Y tenía motivos. Ella debería haber llegado más temprano. Estacionó en frente, sin evitar el chirrido de los neumáticos, abrió la puerta y se dirigió al asiento del acompañante del coche de Marcelo.

–Disculpame, amor, ¿tuviste buen viaje? –le preguntó mientras se acercaba a darle un beso.

Él la miró fijo a los ojos y la rechazó con el brazo.

–¿Dónde estuviste?

–Fui a visitar a mi abuela al cementerio. Sentía mucha nostalgia y fui a llevarle una flor.

–¿Hasta esta hora? ¡¿Y con el teléfono celular apagado?!

–No, mi amor. Ni me di cuenta de que me quedé sin batería. Como estaba ahí cerca, estuve un rato en la Fuente de Poesía, la que está debajo de la plaza Mitre.

–Sí, y…

–Tendría que haber llegado más temprano, ya sé…

–¿Con quién estuviste, Raquel? Decime la verdad, antes de que me enoje y pierda la cabeza.

–Marcelo, ¿sos tonto? ¿Qué te pasa? ¡Fui a la Fuente de Poesía, nada más! Cuando iba saliendo me encontré ahí con el poeta, Guido Vero. Nos quedamos charlando. Solo eso. Me pareció que no estaba bien.

–¿En serio pensás que te creo esa historia, Raquel? Te pido un favor: salí del auto y vení acá de mi lado, por afuera.

–Pero ¿qué pasa?

–¡Vamos! Hacé lo que te pido y ya te explico.

Desconcertada por el interrogatorio y las dudas de su novio, Raquel empezó a sentirse mal, aunque accedió al extravagante pedido de Marcelo. Entonces, él bajó el vidrio de la puerta y apuntó el espejo retrovisor hacia ella.

–¡Mirate al espejo!

La joven palideció ante su rostro y sus labios incomprensiblemente corridos de pintura, parecía como si llegara de una frenética sesión de besos.

–Yo no hice nada –balbuceó–. ¡Creeme, Marcelo! No entiendo por qué estoy así.

El muchacho giró la llave del encendido y puso el motor en marcha. Raquel percibió en sus ojos el turbulento y oscuro tono del despecho y la venganza.

–¡¿Marcelo, adónde vas?! ¡Tenemos que hablar! ¡Tengo que tomar urgente una decisión importante y necesito tu consejo y tu apoyo!

El Mercedes negro rápidamente se perdió en la neblina gris de la noche. Raquel se dejó caer y quedó en cuclillas en la vereda, apoyada en el tronco de una imponente acacia rubra, y lloró desconsolada e incapaz de entender lo que había sucedido. Hasta que se dio cuenta.

–¡Guido! Fueron las lágrimas de Guido, cuando me abrazó…

En aquel estado, se dejó fundir con el exuberante árbol de flores rojas y se enraizó con él en la tierra. En su mente tuvo la sensación de que de sus piernas nacían raíces, que se enterraban en el suelo, se entrelazaban con las de la acacia rubra y juntas bebían la fuerza de la tierra. Poco a poco, comenzó a sentir que una energía vital emergía de las profundidades, entraba por sus piernas, ascendía por su columna y le invadía el corazón y la mente con una fuerza indestructible. Jamás había experimentado nada semejante. Pero se sintió extrañamente revigorizada.

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