Ricardo Capponi - Chile - un duelo pendiente

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La reconciliación social no es posible porque el estado mental habitual de las masas es paranoide o maniaco, por lo tanto, incompatible con dicho propósito. El logro de una reconciliación social se traduciría en una historia oficial. La historia de las naciones demuestra que tal objetivo es inalcanzable además de restrictivo. La reconciliación requiere un estado mental maduro, alcanzable solo en la psicología individual y de pequeños grupos. Ocurrida la violencia, la destrucción y el asesinato, el camino de encuentro se hace posible después de un largo y arduo período de duelo social que consiste en elaborar el odio y el resentimiento.
Este proceso se desarrolla en la medida en que el estado mental social no busca venganza ni simplifica lo ocurrido, sino que se propone olvidar recordando. En un clima que favorece este elaboración, las personas, las familias y los grupos pequeños que conforman las instituciones y agrupaciones afectadas, en el plazo de años, y tal vez por generaciones, llegan a acuerdo transitorios, de carácter parcial, siempre abiertos y progresivamente más completos, que por aproximación sucesiva realizan el duelo y llevan a la reconciliación personal.
En este trabajo psíquico de alta complejidad, el autor describe la inevitable interacción entre agredido-agresor unidos por el odio. El doctor Otto Kernberg dice en el prólogo: «La presente obra ilumina de manera original y profunda el desafío psicológico y político que enfrenta Chile en este tiempo. Lo más importante es que señala un camino posible de resolución gradual de este conflicto en base a la aplicación de principios psicoanalíticos». Además señala: «Este libro está dirigido tanto al lector que no posee conocimientos previos de psicoanálisis como al político, sociólogo y psicólogo, en resumen, a todos aquellos preocupados por las consecuencias aún no resultas de los traumáticos hechos históricos sufridos por Chile en estos últimos 30 años y deseosos de contribuir a resolverlos».

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Lo que hay detrás del deseo de justicia es la necesidad de precisar y delimitar responsabilidades, las propias y las del victimario. La justicia bien llevada a cabo, a través de procedimientos claros y ecuánimes que conduzcan a un veredicto cercano a la verdad de los hechos y con los atenuantes del caso si los hubiere, disminuye el odio y el clima de persecución en el afectado y le facilita el camino a un duelo normal.

c. ¿Qué grado de dolor y desesperación sufrió el ser querido antes de morir?

Son éstas preguntas que no podemos dejar de hacernos cuando muere un ser querido. El dolor psíquico y físico que implica dejar de vivir, como la desesperación de enfrentarse a la evidencia de morir, nos aterran.

Nos angustia y nos llena de culpa persecutoria pensar que no pudimos disminuir el dolor y/o acompañar a la víctima en su desesperación. El no saber en qué condiciones, cómo, dónde, cuándo, con quién, qué provocó su muerte, cómo fue la agonía, nos inunda de culpa persecutoria. Por más atroces que hayan sido sus últimas horas, el saberlo permite a nuestra mente trabajar, tramitar, enfrentar, sin importar lo difícil y doloroso que sea el proceso. Si no tenemos acceso a esa información, se transforma en un fantasma que perpetúa la culpa persecutoria y nos detiene en la depresión.

La muerte tranquila, esperada, asumida, con un dolor psíquico y físico manejable y tolerable por la capacidad del que padece y por la ayuda de quien lo acompaña, facilitan el proceso de duelo. En ese acompañar se ha tenido ya una vivencia de reparación, la cual disminuye la amenaza de culpas persecutorias y da acceso a la tristeza, preocupación y reparación, que conducen a la terminación del duelo.

Entre estos dos extremos hay una gradiente de alternativas que se caracterizan, de un lado, por los componentes persecutorios que despierta en nosotros todo lo que nos hizo imaginar sufrimiento y desesperación que no pudimos aliviar; y del otro, por los componentes reparatorios que nos llevan a pensar en el alivio y compañía que pudimos otorgar.

d. ¿Qué aspectos concretos quedan representando al que fallece?

Los eventos muy dolorosos reactivan formas de funcionamiento mental que son las propias de un niño, de un bebé. La muerte de un ser querido es uno de estos eventos.

El lactante, cuando pierde a su madre en el destete, la reemplaza por un pañal, por un chupete, por un peluche, por un muñeco. Son objetos concretos que representan a su madre. A medida que crece, será capaz de incorporar a su madre en su mente; y cuando no esté, de recordarla. Pero antes de llegar a ese nivel de maduración ha necesitado objetos concretos, sensoriales, que la representen. Un pañal que sea como la suavidad de sus vestidos, de su piel; un chupete que sea como el pezón que lo alimenta, un peluche que tenga la forma de un ser vivo y no se separe de él.

El deudo, desesperado por el dolor de la ausencia de su ser querido, busca recrearlo, reemplazarlo. Si la ansiedad es insoportable, puede incluso alucinarlo, esto es, verlo, escucharlo, sentir su piel. Pero, en general, debe tener objetos concretos que lo representen. No le basta con la imagen y recuerdos que guarda en su mente. Eso le es suficiente sólo una vez que ha concluido el duelo. Antes, necesita objetos que se vean, se palpen y se sientan.

El más importante de éstos es el cuerpo. El deudo requiere pasar un tiempo cerca del cuerpo de su ser querido, retener ese objeto concreto que es el que más lo representa. Después necesita saber dónde quedó. Lo visitará, lo atenderá. Poco a poco irá aceptando que él o ella ya no está en ese cuerpo. Pero ello requiere tiempo. La presencia del cuerpo, de ese objeto, le permite hacer el proceso en forma paulatina, sin inundarse de esa angustia persecutoria que, hemos visto, lleva a la dinámica de agresión, temor, destrucción, autodestrucción y, en definitiva, depresión.

Pero la ausencia del cuerpo no sólo afecta porque no permite ese contacto físico transitorio, sino también porque el no saber dónde quedó el cuerpo, qué pasó con él, abre otros fantasmas para la mente: por rotundas que sean las evidencias que indiquen que el ser querido dejó de existir, la parte más primitiva de nuestro funcionamiento mental, la que determina el curso de nuestros afectos, requiere de una constatación directa. El otro no está muerto mientras el familiar no lo vea así en su mente. Mientras no ve y no toca el cuerpo sin vida, no tiene certeza de que el otro ha muerto. A todas las complicaciones que hemos descrito sobre el duelo, le añadimos una más: la incertidumbre respecto a la muerte del familiar.

En esa ausencia de certeza, el hecho inevitable de imaginar que el familiar ha muerto llena al deudo de ánimo persecutorio. Porque si existe una posibilidad de que esté vivo (y siempre es posible, aunque no sea probable), entonces confirma su odio y deseo criminal contra ese ser querido, situación derivada de la inevitable ambivalencia amor-odio que hemos explicado. Persecución interna, odio, temores y agresión encallan el proceso de duelo y lo llevan por el camino del duelo patológico, de la depresión. La película documental de Silvio Caiozzi, Fernando ha vuelto, muestra de una manera viva y emocionante la importancia de encontrar el cadáver de un familiar detenido-desaparecido para completar el duelo. Escenas dramáticas que muestran cómo se intenta restituir la verdad brutal de lo que pasó, el encuentro con los restos óseos de la víctima, la búsqueda de contacto físico concreto, nos muestran estas necesidades psíquicas profundas, primitivas, que la mente debe satisfacer para elaborar el duelo.

John Bowlby, uno de los autores contemporáneos que más han aportado a la comprensión de la necesidad de “apego” del ser humano (como de los mamíferos) y al proceso de duelo que se desencadena ante la pérdida del ser querido, estableció —basándose en la observación del proceso en un grupo de viudos y viudas— cuatro fases normales del duelo: i) Fase de embotamiento de la sensibilidad, que dura desde algunas horas hasta una semana. ii) Fase de anhelo y búsqueda de la figura perdida, que dura algunos meses, y a veces, años. iii) Fase de desorganización y desesperanza. iv) Fase de mayor o menor grado de reorganización.

En la segunda fase, se piensa intensamente en la persona perdida, en la persona perdida, y se desarrolla una actitud perceptual para con esa persona, a saber, una disposición a prestar atención a cualquier estímulo que sugiera su presencia, al tiempo que se dejan otros de lado. Se dirige la atención y se exploran los lugares del medio en los que exista la posibilidad de que esa persona se encuentre, y es habitual que se llame a la persona perdida (Bowlby 1980). Para Bowlby, esta búsqueda es automática e instintiva frente a toda separación, porque “nuestra condición instintiva se hace de tal condición que todas las pérdidas se consideran recuperables y se responde a ellas en consecuencia” (Ibíd.)

El carecer de evidencias que ayuden a aceptar la muerte de ese ser querido, puede prolongar esta fase de forma tal que la persona nunca pueda completar el duelo, quedando atrapada en la depresión como una forma de reclamo agresivo hacia quienes no quieren devolverle a su familiar, que, para sectores importantes de su mente, sería recuperable (Bowlby 1983).

e. ¿Qué sentido y qué reconocimiento histórico, social o trascendente, esto es, qué proyección en el tiempo tiene la muerte de ese ser querido?

Tanto el grupo familiar como el comunitario, institucional y social, juegan un rol importante en la elaboración del duelo.

El reconocimiento de la muerte de esa persona por parte del grupo que la rodea, de la sociedad, de los involucrados en el crimen, en un proceso que ayude a constatar el desgraciado hecho, puede llegar a sustituir parcialmente la necesidad de ver el cadáver. Pero se requiere de un reconocimiento auténtico y masivo.

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