Entre los hechos inevitables en la interacción primera con la madre, están las separaciones. Llega un momento en que la madre deja de amamantar y el bebé siente que le quitan ese pecho tan gratificante. Después de estar en los brazos de la madre, sobre su cuerpo, en contacto directo con su piel y sus olores, recibiendo ese líquido tibio que mitigaba el “dolor” del hambre, el bebé percibe que su madre se aleja, le distancia las mamadas, lo va dejando en su cuna. Siente que lo separan de aquello tan protector y tranquilizador, para dejarlo solo, en un estado nuevo e inquietante.
Todas estas separaciones generan altos montantes de frustración que comportan una reacción de rabia e ira, la cual fue adaptativa en algún momento de nuestra historia animal: nos preparaba para el ataque y la destrucción del enemigo que nos quería quitar la presa. Esta reacción de rabia, ira —en definitiva, de odio—, es un sentimiento que el bebé vive como muy displacentero. Y, siguiendo un mecanismo básico propio de la biología, pero que la mente usa como modelo, todo lo que molesta es algo tóxico, basura, desperdicio, elemento del cual hay que deshacerse. En el cuerpo lo hace por medio de la excreción fecal, sudorífera, urinaria. En la mente, a través de la proyección. Lo que disgusta se saca fuera y se cuelga, se ubica en otro, proyectándolo.
Así, el bebé vuelve a quedar tranquilo y es el otro quien tiene ese sentimiento displacentero, es el otro quien siente odio, o envidia. Pero este mecanismo implica un costo. El otro se transforma en un enemigo que ahora me quiere atacar. Ahora es él quien me odia o envidia. Tengo que usar nuevas estrategias para evitar ese ataque destructivo.
Busco en mi mente entre los personajes (como describimos el mundo interno en la introducción), y recurro a alguien poderoso, fuerte, idealizado, para que le haga frente. El costo es que voy dividiendo el mundo en un “yo soy fantástico”, “los demás son malditos”; o tomo de vuelta e incorporo dentro de mí a ese otro odiado, para controlarlo, vale decir, me identifico con él. El costo es que termino odiándome a mí mismo.
No voy a entrar en detalles de todas las vicisitudes que pueden ocurrir en este mundo de relaciones donde, a raíz de la frustración provocada por la separación, se gatilló el odio. Lo que sí quiero subrayar es el mundo persecutorio en el que queda sumergido el bebé.
La separación es un duelo, y son estos duelos y la elaboración que hagamos de ellos, los que van a hacer acto de presencia en nuestra mente cuando fallezca un ser querido. Si las separaciones vividas en el pasado no fueron adecuadamente elaboradas, con altos montantes de agresión no resuelta, el mismo patrón tenderá a repetirse cuando lo reactivemos a raíz de un nuevo duelo. Es en este ambiente persecutorio que puede ser generado por un duelo, que debemos entender la conducta auto- y hetero-destructiva de quien la padece.
Y, ¿cómo elabora el bebé la agresión, el odio y la violencia que lo tiene sumergido en este mundo persecutorio? La preocupación principal es cómo sobrevivir a los ataques de los personajes, tanto internos como externos, que no son sino productos de su odio proyectado en ellos. Pero como el bebé también tiene experiencias gratificantes, excitantes, placenteras, se relaciona también con personajes idealizados, fuertes y todopoderosos, y se apoya en ellos para defenderse de los perseguidores malos. Esto significa que vive en un mundo de ataques, huidas, triunfos, venganzas, personajes ideales, personajes malditos, hadas madrinas y brujas. Estos personajes en pugna son los que definen un estado mental persecutorio paranoide.
Sin embargo, si predominan en el sujeto las experiencias de recuperación de lo perdido, y a esto se suma el desarrollo biológico normal del sistema nervioso central, va ganando terreno cada vez con más fuerza una tendencia que lo ayuda a tolerar la frustración cuando pierde lo que le da placer; y, por lo tanto, a proyectar menos odio en el otro. Esta tendencia es un impulso amoroso que neutraliza la agresión y que, además, conduce a un sentimiento de preocupación cada vez mayor por el otro. Al mismo tiempo, la capacidad perceptiva del bebé se perfecciona gracias al desarrollo de su sistema nervioso central, y ya no percibe manos, caras, ojos, aislados, sino la persona completa de la madre. Esto lo lleva a darse cuenta de que quien lo cuida, lo alimenta, lo limpia, lo acompaña y lo protege, es la misma persona que lo abandona, le quita lo que le produce placer, lo reta, lo hace sufrir y lo descuida.
Esta capacidad de ver a la madre como una persona completa gracias a la maduración perceptiva, y de preocuparse de ella fruto del amor que va aumentando, genera un tipo de ansiedad distinta de la que gatillaba la persecución. Este sentimiento es más elaborado y su aparición tiene consecuencias diferentes para el funcionamiento mental. Me refiero a esa forma de ansiedad que está centrada en el daño que le hicimos a otro, y que denominamos culpa. A partir de ese momento, la desaparición del objeto de gratificación ya no se siente como un robo indignante, sino como el resultado de mi propio odio. Se siente una responsabilidad personal en la desaparición del otro. Es como si la desaparición fuera consecuencia de mi voracidad, posesividad, exigencia etc.
La culpa se origina, entonces, por la toma conciencia de que se ha dañado y daña a quien también se reconoce querer. Las consecuencias de este sentimiento son el deseo de arreglar el daño, de reparar, de reconciliarse con aquel a quien —al menos en su mente— el sujeto dañó y destruyó. Los sentimientos que acompañan la culpa en el momento de constatar la destrucción del ser querido, son la pena y la tristeza. La culpa moviliza el deseo de arreglar, pero inicialmente la tarea se ve extenuante, casi imposible. Surge el pesimismo, la desesperanza, y la sensación de que nunca se obtendrá el perdón.
Desde aquí podemos entender los sentimientos tan comunes que se activan en los duelos del adulto: la tristeza, la desesperanza, el pesimismo y la culpa. Por la reactivación de las fantasías infantiles, el sujeto experimentará la desaparición del otro se como ocasionada por su propio odio.
3. La reparación en el duelo
Estamos ahora en medio del proceso de duelo que desencadenó la separación: el difícil y doloroso proceso de reparación de la imagen del otro en nuestro interior. Sumidos en la angustia y el dolor, en un primer momento tratamos de evitar el compromiso agobiante que significa reparar lo dañado. Para esto usamos distintas estrategias: negar que sea para tanto; arreglar “por encimita”; huir a relaciones que entierren ese dolor; consumir sustancias que exalten, que exciten, o que anestesien el dolor psíquico y la angustia; o bien enfrascarse en proyectos que a uno lo hagan sentirse poderoso, invencible y, al mismo tiempo, insensible.
Los mecanismos de defensa, sin embargo, tarde o temprano se desgastan, las estrategias mencionadas fallan, y lo perdido y dañado se instala inexorablemente en la mente. Algunas personas refuerzan de alguna manera las estrategias que utilizaron. Otras se resignan a asumir la realidad y empiezan el lento y fatigoso camino de la reparación: paso a paso, repitiendo como en su revés todo lo que fue dañado y ahora debe ser arreglado. La intención es hacer ahora el proceso exactamente contrario al que provocó el daño. Sería como observar en un film un jarrón que se golpea en el suelo y se quiebra: ésa sería la destrucción. La misma secuencia, pero ahora retrocediendo la película, sería la reparación. Pueden apreciar cuán exigente que es para la mente esta demanda. Ello explica que, aun habiendo logrado llegar a esta tercera etapa, podamos no sentirnos capaces de continuar.
Hanna Segal (1989) dice: “Cuando nuestro mundo interno se halla destruido, muerto, sin amor; cuando nuestros seres amados no son más que fragmentos y nuestra desesperación parece irremediable, es entonces cuando debemos recrear nuevamente nuestro mundo interior, reunir las piezas, infundir vida a los fragmentos muertos, reconstruir la vida”.
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