Puede haber también personajes que nos resultan intolerables, porque nos despiertan angustias muy desorganizantes, persecución y pánico; en estos casos, optamos por eliminarlos. Podríamos decir que se los proyectamos al público, que son las personas con quienes interactuamos; es a ellas que culparemos por que la obra no pueda llevarse a cabo en la forma esperada y requerida; esto es, los culpamos de nuestros conflictos no resueltos. Como he señalado, al expulsarlos nos disociamos, empobrecemos nuestro reparto, y quedamos con menos recursos.
Nuestra vida psíquica transcurre como un teatro en permanente función, donde las escenas y contenidos se activan en respuesta a las demandas de dar significado a nuestro mundo externo. La vida está compuesta, aun en lo más cotidiano, por pequeños dramas y comedias. El grado de tragedia que involucren nuestras representaciones tendrá que ver con la realidad externa objetiva, pero también con las características de nuestros actores. Algunas realidades mínimamente conflictivas se pueden transformar en grandes tragedias, desatadas por actores impulsivos, descontrolados y destructivos. También puede suceder que conflictos que requieren elaboración no son asumidos, cuando los actores son pasivos, negadores y evitadores de cualquier dificultad o dolor.
Desde esta perspectiva, el cambio psíquico consiste en mejorar la calidad de los personajes, de modo tal que no se haga necesario ponerlos detrás de los bastidores, ni arrojarlos al público. La idea es que podamos integrarlos a nuestra vida psíquica, enriqueciendo así nuestra identidad y, por ende, agrandando el horizonte de nuestra libertad.
2. La separación, la pérdida y la elaboración del duelo: procesos básicos del crecimiento mental
Este camino de crecimiento requiere trabajo mental, y en ese derrotero la experiencia se aquilata en medio de los conflictos. Si pudiéramos definir un conflicto paradigmático que atraviesa toda la historia del hombre y la mujer, es el de la separación. Separación que implica pérdida, duelo.
Toda nuestra existencia está marcada por inevitables separaciones. Nos separamos del vientre de nuestra madre, luego de su pecho y abrigo corporal, más tarde del padre; en la adolescencia la separación es mayor aún, con el fin de consolidar nuestra propia identidad. Luego nos separamos de los ideales de la adolescencia; del hogar paterno para fundar uno propio y tener nuestros propios hijos, de los cuales algunos años más tarde también nos separaremos. En la tercera edad nos separamos del trabajo, de la institución que nos acogió, de la salud, de la belleza, de la fuerza y energía; eventualmente, de algunos amigos, de la pareja y, finalmente de la vida.
Es en este escenario de continuas separaciones donde se fragua nuestra capacidad y fortaleza mental. Y ello, ¿por medio de qué proceso ocurre? El camino es la elaboración de la agresión destructiva que las separaciones hacen resurgir en nuestra mente.
La pérdida de una situación gratificante, de un objeto placentero o de una persona querida o apreciada, genera un sentimiento de frustración; éste, a su vez, gatilla un estado emocional que denominamos agresión, y que en su expresión máxima llega al odio. Es una reacción arcaica que pone en marcha la conducta de ataque para recuperar la presa, y que tuvo una finalidad precisa en nuestros antepasados primitivos. Así, entonces, cada separación inunda la mente con altos montantes de odio cuya única finalidad es destruir a un otro, o destruir el vínculo, y a veces, para lograr este último objetivo, incluso destruirse a sí mismo.
La complicación está en que si reacciono agresiva y destructivamente, no puedo esperar sino lo mismo de parte del otro. Este ánimo agresivo termina instalando en nuestra mente un mundo persecutorio. Frente a la persecución, no queda otra alternativa que huir, o atacar.
Lo anterior conduce a una situación dramática: a aquel que nos brindaba protección y satisfacía nuestras necesidades, en el momento de la separación, lo destruimos.
Pero, ¿existe otra salida?
Si el montante de odio generado por la frustración no es tan alto (lo cual también depende de la relación que establece con nosotros aquel que vamos a perder) podemos renunciar a la forma de gratificación que hasta ese momento esa persona nos deparaba, y crear al interior de nuestra mente una nueva forma de relación, un nuevo vínculo. Pero este resultado es producto de un largo trabajo de duelo, que pasa por vivir y enfrentar las emociones despertadas por la pérdida.
Elaborar la agresión gatillada por la separación, tramitar las rabias que desencadenan los duelos de todos los días, es la arena donde madura y crece nuestra mente. Su logro nos deja recursos mentales, ideas y pensamientos nuevos, otros vínculos, formas distintas de gratificación, todos los cuales contribuyen a una sensación de seguridad, sentimiento de bondad y hondo bienestar y tranquilidad. Su fracaso nos sumerge en la inseguridad de un mundo siempre hostil, en la culpa que emana de nuestra capacidad de destrucción, y en la amargura, desconfianza y escepticismo, donde el único placer es la venganza y el triunfo. Quedamos atrapados en un tiempo circular, donde no hay progreso, crecimiento ni desarrollo. Caemos en el cinismo, y pensamos que “se nace sapo y se muere cantando”; que sólo cambia la apariencia externa, y que la condición humana queda a la altura de la bestia, siempre la misma, y para todos.
El desarrollo histórico de un pueblo también está condicionado por su capacidad de hacer experiencias, las que muchas veces ocurren al calor de los conflictos, acarreando destrucción e incluso muerte. La elaboración del duelo, de aquello perdido, destruido o abandonado, determina en forma significativa el progreso cultural y político de una sociedad. Si este duelo no se elabora adecuadamente, sus efectos quedan latentes y se trasmiten hacia todas las instituciones sociales, las que terminan obstaculizando la aspiración de autonomía de la sociedad.
Durante los últimos treinta años, nuestro país ha estado viviendo un delicado conflicto social. Estamos en medio de un difícil proceso de duelo social. El desenlace de éste va a depender de nuestra capacidad para manejar la agresión destructiva, que nos puede conducir a crecer después de esta dolorosa experiencia, o agregar otros fantasmas que nos persigan en el curso de la historia por venir.
Los condicionantes que favorecen o perturban el proceso de duelo no son los mismos que en el caso individual. Sin embargo, en lo esencial el dilema que está en juego es uno: la elaboración de la agresión destructiva.
3. Desarrollo del libro
Este trabajo se desarrolla en tres etapas. La primera, por medio de un modelo que nos ayude a entender de cerca el proceso de duelo y su necesaria elaboración, en vistas de lograr un estado de reconciliación con nosotros mismos y con quien perdimos. En la segunda parte, se construye un modelo que nos permita entender cómo se da este conflicto en el ámbito social. En la tercera parte se incorporan, desde la perspectiva psicoanalítica, las variables necesarias para la elaboración del duelo social, que surgen del estado mental grupal y que complejizan enormemente el desafío.
La primera parte “Análisis psicológico de la reconciliación individual”, se desarrolla en tres capítulos. En el primero he querido destacar la importancia de la elaboración de la agresión como requisito para terminar un duelo y evitar caer en la depresión. He descrito con cierto detalle los condicionantes que facilitan o perturban este proceso de duelo. En el capítulo II destaco cómo el agredido y el agresor se necesitan mutuamente para delimitar las culpas y elaborar el proceso de duelo. Describo su interacción, la que depende de los estados mentales de ambos, y termino ilustrando este vínculo con el análisis del film La muerte y la doncella, basado en la obra teatral de Ariel Dorfman. En el capítulo III desarrollo la importancia de la reconciliación individual, las exigentes condiciones para lograrla, y me extiendo en el ejemplo de un conflicto conyugal que requiere un difícil proceso de elaboración. Termino explicando que lo esencial en este proceso es el cambio psíquico que surge de contener y significar la agresión. Ilustro este proceso en dos personajes de Los miserables, de Víctor Hugo, Jean Valjean y Javert.
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