Por supuesto, Antonio y Alberto también muestran las limitaciones del videojuego como medio para representar la guerra, e incluso los riesgos asociados a su posible manipulación o usos políticos interesados: justificación de conflictos, creación de culturas (para) militares o construcción de memorias nacionales. El videojuego también puede conformarse como espacio de disputa sobre la memoria histórica y lo acontecido, siendo un elemento o instrumento más en la producción de relatos tanto dominantes como subalternos.
Los autores, en este sentido, señalan con claridad todas las posibilidades del videojuego como medio cuando se adentra en una cuestión tan compleja como la de los conflictos internacionales: herramienta educativa, representación social e instrumento de poder político. Y lo logran, además, con un lenguaje que si bien refleja el rigor (de corte académico) con el que merece ser tratado un tema como este, es directo y accesible a un público muy amplio. Los numerosos ejemplos que ilustran sus reflexiones facilitan enormemente su lectura y dan cuenta del importante trabajo empírico que hay detrás de este texto. Así, cabe felicitar también a Héroes de Papel por arriesgar publicando un libro con una temática tan sensible y delicada (pero muy necesaria), y que sin duda dará un gran impulso a su incipiente colección centrada en el estudio académico de los videojuegos. Antonio y Alberto han escrito una obra madura y que pretende ir más allá del ámbito más cerrado del imaginario gamer .
Finalmente, solo cabe agradecer tanto a Antonio como a Alberto permitirme escribir este prólogo para su magnífico libro, que, intuyo desde ya, se convertirá en un referente para todas aquellas personas que muestren un interés o quieran directamente abordar la relación entre videojuegos y conflictos bélicos. Después de todo, lo lúdico no es solo distracción y juego, es, además, combate, conflicto y pelea. Los videojuegos son también la continuación de la guerra por otros medios.
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1La transcripción del curso, ligeramente editada, se encuentra en Foucault, M. (2003). Hay que defender la sociedad . Madrid: Akal.
Cualquier lector avezado en el tema tendrá conocimiento de la estrecha relación entre conflictos bélicos y videojuegos desde el surgimiento de este medio. Títulos como Battlezone (Ed Roberg, 1980) o Missile Command (Dave Theurer, 1980) no son más que dos meros ejemplos de la infinidad de creaciones que han abrazado esta unión. Estos primeros juegos se enmarcaron en un contexto muy preciso, la Guerra Fría y las nefastas consecuencias que para la humanidad podría tener una confrontación nuclear. Pasadas las décadas, reemplazados algunos de estos actores internacionales, nos encontramos en un mundo globalizado, tecnológico, multidimensional, donde las propias narrativas de algunos de estos videojuegos son consideradas como un peligro propagandístico para la política e identidad de las actuales superpotencias. Este tipo de productos culturales, incluso, pueden ocasionar choques diplomáticos. Uno de los países más activos en esta tarea de vigilancia y censura sobre la imagen que se proyectaba a nivel píxel en el mundo ha sido China. En el año 2004 el Ministerio de Cultura chino empezó a analizar todos los juegos hechos en el extranjero en busca de contenido que «perjudicara la gloria de la nación», «alterara el orden social» o «amenazara la unidad nacional». De esta manera, el juego de estrategia histórico sueco Hearts of Iron (Paradox Development Studio, 2002) fue prohibido porque trataba el Tíbet, Sinkiang y Manchuria como independientes de China (Donovan, 2018, p. 368). Poderosas agencias norteamericanas, como la propia National Security Agency, han considerado determinados juegos digitales como «una forma de terrorismo», tal y como se indicaba en el informe Exploiting Terrorist Use of Games & Virtual Environments (Ball, 2013). Uno de los títulos más representativos de esta interpretación lo constituye Salil al-Sawaren (2014), en castellano «El sonido de las espadas», vinculado a ISIS y cuyo principal objetivo es «levantar la moral de los muyahidines y entrenar a niños y jóvenes para que luchen contra Occidente y aterroricen a los que se oponen al Estado Islámico» (Al-Rawi, 2016). El Gobierno ruso, incluso, se ha servido de los videojuegos para sus campañas de desinformación hacia la Unión Europea. En noviembre de 2017, el Ministerio de Defensa de este país utilizó una imagen del simulador AC-130 Gunship: Special Ops Scuadron para «demostrar» que EE. UU. estaba apoyando a ISIS en el conflicto sirio. Un año antes, la administración Putin recurrió a una captura de pantalla de ARMA 3 (Bohemian Interactive, 2013) para resaltar la heroicidad de un soldado ruso en suelo sirio (EUvsDisinfo, 2017). Las propias autoridades israelíes y palestinas han considerado las apps de los móviles, como por ejemplo el videojuego Gaza Hero (Madfal Studio, 2014), un elemento trascendental, por su componente propagandístico, en la guerra ideológica por el control de Gaza (Kalb, 2007).
Vistos los peligros propagandísticos y manipulativos a los que son sometidos algunos de estos títulos, tomamos la siguiente reflexión del crítico de videojuegos de la revista Time , Matt Peckham (2014) que se cuestionaba: «¿Los videojuegos representan la violencia relacionada con un evento actual de una manera fundamentalmente diferente de como lo hacen las caricaturas políticas cáusticas o los artículos de opinión mordaces?» 2 . En la misma línea se expresaba el periodista y director de FSGamer , Alfonso Gómez, con el artículo «¿Son los videojuegos el medio más adecuado para hablar de la guerra?» (2014). De las lecturas de ambos textos se llega a una conclusión clara: este tipo de productos digitales tienen un fuerte componente comunicativo, como medio de información, y, por tanto, los mismos derechos para transmitir y proyectar —mediante las peculiaridades de su formato tecnológico— un aspecto cualquiera de la realidad actual. Más allá del elevado número de jugadores a nivel mundial y del desarrollo de esta índole de industria, los videojuegos son una expresión de la vida y de la cultura de la modernidad. Responden a una realidad contemporánea, tienen como plasmación final un producto cultural, influenciado —como analizaremos en esta obra— por los caracteres políticos, sociales, religiosos, económicos... que determinan nuestra realidad presente. Si el mundo actual está envuelto en interminables guerras y todo género de violencias, estos factores se plasman en los medios de ocio/ entretenimiento/educación/concienciación, como son los videojuegos (Muriel y Crawford, 2018). Son un reflejo de nuestro imaginario social, en muchos casos imbuido de una fuerte carga de violencia (Maleševic, 2010). De manera consciente o deliberada, todo diseñador/desarrollador de videojuegos cuando plasma en píxeles un conflicto bélico de actualidad se posiciona de una u otra manera, ya sea a favor, en contra o intentando mantener una supuesta neutralidad. Esta construcción simbólica de nuestro entorno, en contra de lo que proclaman llamativos títulos de algunas obras como War Isn´t Hell, It´s Entertainment (Schubart, Virchow, White-Stanley y McFarland, 2009), trasciende el puro divertimiento y adquiere el papel de un potente mass media , un newsgame (Bogost, Ferrari y Schweizer, 2010), un videojuego que participa de las características de todo elemento informativo: comunicar, persuadir, divulgar.
Pese a todos estos condicionantes, y siguiendo la estela de magníficos estudios como los del profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de New York, Marcus Schulzke, consideramos que los videojuegos pueden ser un instrumento cultural, visual y educativo muy válido para conocer detalladamente los principales conflictos armados y crisis humanitarias que azotan a la estructura y la sociedad mundiales. Conviene delimitar, por tanto, en estas páginas introductorias qué entendemos por conflicto internacional. Según el prestigioso informe Alerta 2018! de la Escola de Cultura de Pau (Universitat Autònoma de Barcelona), es definido como todo enfrentamiento protagonizado por grupos armados regulares o irregulares con objetivos percibidos como incompatibles, en el que el uso continuado y organizado de la violencia: a) provoca un mínimo de 100 víctimas mortales en un año y/o un grave impacto en el territorio (destrucción de infraestructuras o de la naturaleza) y la seguridad humana (p. ej. población herida o desplazada, violencia sexual, inseguridad alimentaria, impacto en la salud mental y en el tejido social o disrupción de los servicios básicos); b) pretende la consecución de objetivos diferenciables de los de la delincuencia común y normalmente vinculados a: demandas de autodeterminación y autogobierno o aspiraciones identitarias; oposición al sistema político, económico, social o ideológico de un Estado o a la política interna o internacional de un Gobierno, lo que en ambos casos motiva la lucha para acceder o erosionar al poder; o control de los recursos o del territorio (Escola de Cultura de Pau, 2018, p. 25). La mayoría de ellos, por tanto, se ven acompañados de desplazamientos forzados de población y, en el peor de los casos, pueden derivar en genocidios y matanzas indiscriminadas de población civil. En el año 2017, y aplicando estas características, se podían nombrar 121 puntos de conflictividad global.
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