Andrés Estefane - Cuando íbamos a ser libres

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En Chile «no hay liberalismo, todos son conservadores», afirmaban los editores de un periódico obrero de Iquique a inicios del siglo XX. «No habiendo elecciones, no hay para qué buscar ideas liberales» había dicho otro publicista, en Copiapó, cinco décadas antes.
Aunque la trayectoria de los liberales chilenos resulte opaca y en algunos pasajes hasta superflua, no sucede lo mismo con la historia del problema de las libertades y las reflexiones sobre el liberalismo como promesa de emancipación. Esa historia y dichas reflexiones han sido parte de discusiones sustantivas que desbordan los límites con que usualmente se dibuja el campo liberal. Cuando íbamos a ser libres reúne y contextualiza una serie de documentos escritos en Chile entre 1811 y 1933 que da cuenta de los proteicos usos de la libertad como concepto político-filosófico y del liberalismo como corriente político-ideológica. Se trata de una compilación que visibiliza autorías y asuntos generalmente desestimados en las reconstrucciones canónicas, y ese criterio permite demostrar que la defensa de las libertades no ha sido patrimonio exclusivo del liberalismo y que esta corriente tiene una historia más disputada de lo que se sostiene.
Mirando de reojo el presente, Cuando íbamos a ser libres reinstala preguntas ineludibles para sociedades que vuelven a pensar sus libertades mientras la intervención gubernamental se expande al amparo de las crisis en curso.

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Pero este bien tan grande, tan urgente, ¿cómo se conseguirá? Permitiendo, dicen, la franca introducción de manufacturas extranjeras que, sirviendo de modelos y su concurrencia de estímulos, exciten a su imitación…

Muy bien, ¿cuánto tardaremos para llegar a igualarlos en bondad y precio? ¿Llegaremos alguna vez? Para ello es preciso que pasen antes siglos y que mientras tanto perezcamos. A más, es necesario que, en este intermedio, trabajemos con las pérdidas inseparables de toda empresa nueva y que vendamos nuestras manufacturas a precios muy inferiores a las extranjeras para poderlas excluir, porque precisamente han de ser inferiores por largo tiempo y tendrán contra sí la general prevención que hay a favor de lo que viene de fuera. Ahora, pues, ¿quién sostiene estas incalculables anticipaciones? No el gobierno, que no puede ni debe hacerlo; ningún empresario, porque no hay caudales suficientes, ni se expondrán a sacrificios tan enormes como lejanos de compensación; no los políticos, que escriben porque… ya se ve… Con que lo más seguro es que jamás llegaremos a igualar en una carrera, en que nos llevan la ventaja, que siempre conservará la misma distancia y nos constituirá eternamente sus colonos. Para excusar este inconveniente, ¿no será más justo y racional seguir las sendas trilladas por las naciones que más han prosperado? La prudencia recomienda esta conducta y el ejemplo nos autoriza a la imitación.

No hay una, sin excepción, que no haya prohibido la salida absoluta o condicional de alguno de sus productos o la internación de varios artículos extranjeros, para dar valor a las materias propias y ocupación a los habitantes, haciéndolos así más independientes y en partes superiores a otros. Esta práctica se halla sancionada en todos los tratados de comercio y en los reglamentos, vedándolos del todo o gravándolos tanto que indirectamente los excluyen.

La Inglaterra, país clásico de la libertad, economía e industria, prohíbe en sus islas la entrada de toda manufactura que puede labrarse en ellas, sin embargo de que, pudiendo ser canje a inmensas producciones de sus talleres, ayudarían a su expendio. El velamen y jarcia, cuyas primeras materias compra a sus rivales, y de que hace un consumo asombroso, han de ser precisamente hechas en su territorio. El ron para el uso de su tripulación, se gasta necesariamente y a veces más caro, con tal que sea de Jamaica o de otra de sus posesiones. Los vinos, de que enteramente carece, sufren unos excesivos derechos equivalentes a un declarado entredicho, para obligar al uso de bebidas fermentadas de sus granos y licores espirituosos extraídos de ellos. La famosa acta de navegación, sus tratados de comercio, sobre todo la vigilancia para impedir la salida de sus máquinas y artistas, son unas prácticas diametralmente opuestas a las teorías de sus escritores, que se explican así, o porque es conforme a las ideas singulares de cada autor, o para mantener la ilusión de las demás naciones, o porque no hay cosa ni ocurrencia sobre que no se escriba. Es tan natural que se hable así en un país manufacturero contra las restricciones con que pueden perjudicarle los que no lo son, como es extraño que en estos tengan apoyo aquellas máximas; allá nada influyen y aquí sirven a perpetuar la dependencia e inercia.

La Francia fue elevada al grado de esplendor a que la condujeron las restricciones de Napoleón, y cuando no admite el menor artefacto extranjero, nos inunda y obstruye con los mismos que podríamos enviarle, sin descubrirse otro origen a tal desigualdad que nuestra irreflexión y pereza. El día que renuncie a este sistema, volverá a la decadencia de que estuvo amagada.

Su ejemplo y el de todas las naciones antiguas ha sido imitado por las que se forman en el Nuevo Mundo, y si Chile permanece estacionario y aguarda a seguirlas cuando le hayan tomado la superioridad, será siempre la última. De modo que, aun cuando su conducta no sea para nosotros una prueba de acierto, será a lo menos de la necesidad de precaver nuestra desventaja, traduciendo de la misma manera que ellas han entendido los propios principios de la libertad, igualdad y seguridad, esto es, agregándoles las modificaciones y prudentes limitaciones que los alejan de los abusos y de la exaltación de ideas impracticables, a las que sigue el necesario desengaño que trae consigo el abatimiento. Este es el orden constante en economía como en política, y si la cordura no preside a nuestros deseos, los más sanos se convertirán en detrimento, como se ve actualmente hasta en la misma perfección a que han llegado las artes en los países que las han protegido con indiscreta preferencia, así como el atraso en los que olvidaron su fomento. Los dos extremos nos presentan a un tiempo lecciones que nos sirven de advertencia y nos guían en la senda nueva, plagada de vanas teorías, que nos alucinan. La Inglaterra, elevando la industria al ápice y los medios de ocupación hasta el punto que puede llevarlos la ciencia de multiplicar el movimiento y ahorrar el tiempo, ha incidido en el punto opuesto, reduciendo al ocio a millares de vivientes que estudia en alejar de sí, y que verosímilmente buscarán nuestro asilo. La España, privada de aquel manantial de opulencia y holgazanería de sus colonias, vuelta en sí de su marasmo, empieza a revivir sus antiguos sólidos recursos, y el primer paso es cerrar la extracción de las materias que retornaban manufacturadas por triple precio del que dejaban a su salida, como se ejecuta aquí en el día escandalosamente y con el fin directo de minar la miserable industria de nuestras campañas.

Aunque la conducta de aquellas naciones maestras, se dirige exclusivamente a su propia prosperidad, pero su imitación conciliaría nuestra dicha con la suya; lo demás no hará sino verificar el apólogo de la gallina que ponía huevos de oro y repetirse la horrible catástrofe de la conquista, que en lugar de asolar la América, pudo hacer dichosos a sus invasores y sus indígenas con solo darles la doctrina suficiente para que se vistiesen y calzasen. Nuestra consunción traerá la de nuestros proveedores. Hay un inmenso espacio entre las labores de que somos capaces y las que les compraremos con el producto de nuestros trabajos; lejos de chocarse, se fomentarán recíprocamente. Vendrán a verificarlos los que no pueden practicarlos en sus países, de donde no costea la conducción, y retornarán a ellos ricos, reemplazándose por los que son a cargo en el suelo natal, donde ya no encuentran destino; serán unas verdaderas colonias mantenidas en nuestro suelo, interesados inmediatamente en los progresos de sus artes; los mejorarán, enseñarán y serán estimulados por la concurrencia que ellos mismos formarán sobre los modelos que ya tenemos. Se desvanecerán los fantasmas que la malicia engendra y que la reflexión, su eco repite con tono fatídico y misteriosamente profundo, pronosticando monopolios, estancos, privilegios, contrarios al espíritu liberal, incompatibles con la ilustración y otros tragos, que, como los vampiros, siempre se anuncian y nadie los ve. Lugares preciosos para una declamación demagógica, para una disertación académica, sobre todo para perpetuar la inacción, la inmoralidad y la vergonzosa dependencia. ¿Qué concurrencia ni emulación, qué modelos necesita la zapatería para mejorarse? ¿Ni qué nos importa la última perfección de este arte? ¿Qué monopolio podrá recelarse en las costuras de la ropa hecha? La galleta, la harina, la carne, la manteca, las velas, los tejidos bastos de lana, algodón, cáñamo, materias que se producen por todo, en medio de millares de manos ociosas, ¿podrán jamás estancarse? Solo podrán realizarse estos males por los caminos mismos por donde se afecta evitarlos. La afluencia de los artefactos extranjeros arruinará los propios o los reducirá a un punto capaz de sufrir tales extorsiones, a que fácilmente los sujetará cualquiera que intente abarcarlos, excitado por su pequeñez, como lo vemos cada día.

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