Alejandro Paniagua Anguiano - Tres cruces

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Tres cruces es el relato honesto y descarnado de un país atravesado por el narcotráfico y la violencia. Cada uno de los tres protagonistas de este libro lleva consigo la cruz de la culpa, el miedo, la ignorancia y la muerte. Lúa es una niña que crece sin padres jugando en la fosa clandestina que solía ser la bodega de su abuela, conviviendo con los muertos. Estela, abuela de Lúa, convive con su alcoholismo y sus secretos. El Ponzoña, sicario del narco, vive perpetuamente atormentado por la huida y el olor de sus asesinatos.
Alejandro Paniagua marca con Tres cruces la geografía íntima de la violencia, la que vivimos cotidianamente y nos habita, con la precisión de un rifle de francotirador.

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Estela suspira, se talla la cara con las manos. Continúa:

—Mi teléfono sonó; en esos días, igual que ahora, era raro que alguien me buscara. Un tipo, hasta la fecha no sé quién fue, me dijo que mi hija había muerto, la habían atropellado cerca de la salida a la carretera. De inmediato entendí que la persona a la que arrollé era ella, mi hija. Supe ahí cómo la mala suerte también puede expandirse, enmarañarse, tumbarnos, hacernos pedazos. Caí de rodillas. Deseé que cientos de moscas me cubrieran y se tragaran mi forma como a una mancha de vísceras, como a un montón de mierda. Espero que vengan y me traguen.

Estela aprieta los párpados.

—Y esa es toda la verdad, ya no tengo más que contarles, ya les dije todo. Hasta les dije de más.

Sus compañeros permanecen en silencio.

Luego de un minuto, uno de ellos la acompaña a su asiento mientras le soba la espalda. Varios le hacen gestos de empatía. Otros prefieren no verla a los ojos.

Estela sabe que, a partir de entonces, los demás adictos del grupo no la verán igual, ella será la mujer deforme del lugar, como el Tribilín dibujado en el muro. A partir de ese instante se convertirá en una reproducción, hecha con descuido, de sí misma, los demás la reconocerán sólo por ciertos rasgos evidentes: el gesto de angustia, los cabellos maltratados, los puños siempre contraídos y que tiemblan a cada instante, los vestidos viejos, pero muy limpios. Será sólo un dibujo que tendrá una mosca aplastada sobre uno de los ojos.

Algo que Estela no les dijo a sus compañeros, y nunca lo hará, es que luego de recibir la llamada donde le avisaron sobre la muerte de su hija, entró a la casa y se dirigió a tu pieza, Lúa. Cerró los ojos y te anunció:

—Tu madre murió… y yo junto con ella.

Enseguida Estela cayó desmayada. Lúa, tú en cambio, corriste por la casa llorando, gritando.

Y así vivieron ambas la desdicha: Estela a través de la inmovilidad; tú mediante la imposibilidad de permanecer en un sólo sitio.

Y así se han mantenido ambas hasta hoy.

[Naxtarfí]

Lúa, abres la alacena. Te sientes cansada, no dormiste bien pensando en qué deberías ofrendarle a tu madre para que no sufra en el más allá.

Nada de lo que ves en la alacena se te antoja demasiado. Sin embargo, como todos los días, lames decenas de veces la enorme barra de piloncillo que tu abuela guarda en una bolsa de plástico. La bolsa se halla junto a una botella de Ron Bacardí Añejo, que lleva ahí al menos cinco años.

Sales de la casa y caminas a la carretera.

Te picas la nariz con avidez para sacar los mocos resecos al fondo de una de las cavidades nasales. Te causa desesperación no alcanzarlos y te aventuras a hundir el dedo lo más que puedes. Entonces sientes el dedo envuelto por la espesura y el calor de la sangre. Sacas el índice de la nariz y lo limpias con tu vestido. Haces la cabeza hacia atrás para detener el flujo, pero es tarde, varias gotas han caído en tus zapatos, en la tierra. Tomas de tu bolsa un pañuelo de papel, formas una tira con los dedos y te la insertas para detener la hemorragia.

Miras las gotas de sangre incrustadas en la arena, acercas tu cara para observarlas mejor. Algunos restos del líquido se esparcieron hasta aplanarse, otras gotas aún permanecen orondas. Diminutas partículas de polvo forman una costra alrededor de las gotas. Te parece que esa combinación de sangre y tierra seca la has visto muchas veces antes, demasiadas incluso: cuando te sangraron las rodillas, cuando balearon a un hombre afuera de la escuela, cuando alguna de las chivas del vecino está en celo.

Te preguntas por qué tu sendero de pronto se ve invadido por unas gotas de tu propia sangre. En unos días averiguarás la razón.

La combinación de sangre y tierra te resulta hermosa.

Determinas que aquel conjunto de elementos debería tener un nombre.

Te emocionas al pensar que tal vez te corresponde el privilegio de nombrar la combinación de materiales.

Sólo reflexionas un segundo, antes de pronunciar en voz alta la palabra que te parece perfecta para denominar a la fusión de tierra y sangre:

—Naxtarfí.

Y no te equivocas, es el término justo.

[Lumbre viviente]

Estela se pinta los labios frente al espejo.

Le parece una actividad engorrosa.

Tampoco tiene habilidad para hacerlo, termina siempre pintando fuera de la comisura de sus labios.

Hasta el olor del labial la hace fruncir el ceño.

Luego de sonreír forzadamente y mirar uno de sus dientes manchados, arroja el labial al piso. Mientras se agacha para ver dónde quedó el tubo, Estela recuerda la mañana cuando entró al cuarto de su hija –de tu madre, Lúa– y la vio maquillada por primera vez:

La jovencita lucía encantadora. Canturreaba y no paraba de bailar sobre su propio eje. Estela pensó que su hija era hermosa, como el fuego. Y también determinó que al igual que las llamas, no importaba cuánto se moviera la muchacha, cuánto cambiara o cuan impredecible resultara su agitación, nunca perdía su hermosura. Estela se acercó a la joven y sintió que incluso generaba calor, concluyó que, en efecto, era lumbre viviente. La mujer tuvo el impulso de calentar sus manos acercándolas al cuerpo de su hija.

Ese día fueron al zoológico de la ciudad vecina. Los hombres, en lugar de ver a los hipopótamos, a los venados, a los cocodrilos, miraban a la adolescente, como quien mira el crepitar de una fogata y desea su calor. El rugido de uno de los leones apareció justo cuando Estela ofendía a uno de los “viejos cochinos” que miraba a la jovencita. El gruñido felino dotó al insulto humano de una animalidad insólita.

Mientras madre e hija veían a los simios haciendo nada, la muchacha se puso de nuevo a bailar sobre su propio eje. Su belleza incendió al zoológico, carbonizó a los animales, dejó una tibieza reconfortante en el aire.

Estela sintió ganas de inmolarse en su hija-lumbre para evitar la aflicción que se avecinaba, para no vivir nunca las consecuencias del crecimiento de la muchacha.

Cuando Estela recoge el lápiz labial, se embarra los dedos con el rojo cremoso. Maldice en voz alta.

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