Alejandro Paniagua Anguiano - Tres cruces
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Alejandro Paniagua marca con Tres cruces la geografía íntima de la violencia, la que vivimos cotidianamente y nos habita, con la precisión de un rifle de francotirador.
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Los rezos-alaridos del hombre desmembrado no cesan. El sicario siente, de pronto, una inmensa compasión hacia su víctima, así que toma las manos cercenadas y las coloca una sobre la otra, como si estuvieran dispuestas para la oración. Ahora parece que las manos grotescas y los gritos desmesurados sirven para elevar una plegaria al dios de lo incompleto, a la virgen de la parcialidad.
Suena de nuevo el teléfono. El verdugo mira la pantalla.
Se aleja unos metros del hombre desmembrado y contesta. Es la Escarabaja, la esposa del criminal, que le anuncia que de nuevo se quedará a dormir en casa de su madre. El Ponzoña sabe muy bien lo que esas palabras significan: la muchacha se encontrará otra vez con su amante.
El hombre afirma:
—Yo preferiría que no, pero haz lo que quieras.
Concluye que eso le pasa por haberse casado con una chiquilla. A la Escarabaja la conoció cuando ella tenía quince años, de inmediato quedó prendado. Se casó con ella cuando la jovencita cumplió diecisiete.
La muchacha se despide.
El Ponzoña aprieta el teléfono. Con desdén, escupe al suelo.
A lo lejos se escucha el ruido de un helicóptero.
[Orden ilógico]
Estela sólo tiene dos grandes anhelos en la vida: morirse y volver a tomar alcohol.
Y hoy enuncia en su mente ambos deseos justo así —en ese orden ilógico— como si de verdad pudiera morir de súbito y más tarde recaer en el alcohol.
La mujer camina por la avenida con una caja de galletas bajo el brazo. Son las galletas que los alcohólicos de su grupo de A.A. consumirán, con nerviosismo, mientras escuchan las razones por las que los otros dejaron de beber, o por las que todavía tienen deseos de hacerlo. Las veinte variedades de galletas incluidas en el paquete contrastan con los dos anhelos simples que Estela carga encima.
Igual que muchas veces antes, piensa que no podría matarse ni volver a tomar porque su hija la convirtió en abuela, porque debe hacerse cargo de ti, Lúa. La palabra “abuela” le resulta absurda, pues apenas tiene cuarenta y tres años. Concluye de nueva cuenta: nadie debería tener nietos tan pronto.
La mujer se acongoja y cambia de brazo las galletas. Se lamenta porque ha gastado demasiado en el paquete y sabe cómo ello afectará su presupuesto de la semana. Pero una vez al mes le toca llevar las botanas y no quiere quedar mal. No quiere tampoco que la gente sepa que el dinero, ahora sí, está a punto de volverse un problema. Durante varios años rentó la enorme bodega de su terreno al distribuidor local de tractores: John Deere. Allí se guardaban los vehículos más grandes; sin embargo, hace siete meses la empresa compró un espacio propio y Estela perdió su única entrada de dinero. Intentó rentar de nuevo la bodega, mas no ha tenido suerte.
Estela piensa otra vez que quisiera morirse y volver a tomar. Regresa la caja al brazo donde comenzó su trayecto, pero no lo hace con habilidad suficiente y la deja caer al suelo. El paquete iba abierto pues guardó, en una servilleta, las cuatro galletas con mermelada de fresa; tus favoritas, Lúa. La mujer nunca ha podido responderse de forma contundente cómo es posible que te cuide, mantenga y hasta te consienta a pesar de que le resultas tan odiosa, tan ajena. Todo lo contrario de tu madre, Lúa, a quien Estela idolatraba. La mujer siente una enorme zozobra cuando destapa la caja y se da cuenta de que varias galletas se han desmoronado.
La desdicha casi la tumba.
No puede comprar otra caja, tendrá que llevar las galletas despedazadas y esto la avergüenza.
Decide compensar su falta haciendo otra dádiva al grupo, ofreciéndoles a sus compañeros adictos algo para resarcir el error.
Decide que hoy les hablará con absoluta verdad. Tal vez la honestidad contrapese su torpeza.
[Un tiburón montado sobre un avestruz]
El helicóptero ilumina, con una enorme luz, el suelo. El Ponzoña tiembla, Lúa, y es porque desde chiquillo, el temor lo hace generar fantasías absurdas que enardecen sus miedos.
El sicario duda, por un instante, que aquella luz venga del helicóptero. Se pregunta si el resplandor creciente no se trata en realidad de un ser vivo, una bestia circular y brillante que se desliza por el prado acompañando, desde el piso, al vehículo aéreo.
Le da un vuelco el corazón. Se aprieta las manos para intentar olvidar sus disparates y mantenerse enfocado.
Comprende que los militares vinieron porque les revelaron la ubicación de la fosa clandestina. No puede quedarse allí, sería muy riesgoso. Con los cambios de mando, a veces los soldados no saben tampoco a quién deben combatir. Determina que si se va en la camioneta, seguro comenzarán a dispararle.
Corre a toda prisa hacia los árboles. Se agacha entre unos arbustos para tantear la situación. El helicóptero dispara una ráfaga de metrallas hacia los arbustos, las balas levantan diminutas polvaredas.
Del vehículo en vuelo descienden dos sogas. El miedo paraliza al Ponzoña unos segundos. Dos soldados encapuchados que llevan armas largas se deslizan hasta caer al suelo.
El asesino emprende la huida. Uno de los militares se detiene ante el hombre seccionado a machetazos, aún está vivo, aún reza a gritos. El otro militar persigue al torturador.
La vida de los hombres se define por la forma en que andan, Lúa, por la manera en que recorren los senderos. Al Ponzoña lo determina la huida, lo delimita el movimiento de un escondite a otro, ese es su estilo de andanza. Su sino es confundirse a cada rato con lo oscuro, aprovechar su parecido con lo sombrío y andar sin ser detectado.
Te voy a contar, Lúa, todo lo que el Ponzoña siente e imagina mientras es perseguido, te voy a desglosar sus reflexiones para que el tipo no sea sólo una centella corriendo entre los árboles, y para que seas capaz de ver cómo está conformado este hombre, quien transfigurará tu vida. A final de cuentas, incluso en los sucesos veloces, ocurren cientos de diferentes procesos imperceptibles a simple vista.
Mientras el Ponzoña corre, ráfagas de balas intentan alcanzarlo, ráfagas de pensamientos irracionales irrumpen en su cabeza. Así es la mente del sicario, responde a lo recio de la realidad con la dureza de la fantasía. El Ponzoña piensa, sin una razón aparente, que a lo mejor quien lo persigue no es un humano, tal vez el uniforme y la capucha ocultan a un ser aberrante. Avanza tratando de zigzaguear por entre los árboles: un manzano, un encino, un pino chamuscado por un rayo. Lo inquieta pensar que quizás es perseguido por una abominación cuyos órganos internos son exclusivamente estómagos. Un ser que se mantiene con vida a través de la digestión, que no necesita oxigenar la sangre ni ponerla en movimiento; que no requiere segregar orina ni absorber nutrientes; que sólo requiere transformar el alimento para permanecer vivo; y que utiliza la energía generada por sus decenas de estómagos para no perder el ímpetu. Un dolor en el tobillo hace estremecer al Ponzoña, lo hace tambalear un poco, pero no detiene la marcha. Suda en exceso a pesar del frío. Se pregunta entonces si quien lo persigue es un monstruo con figura humana, cuyo cuerpo está conformado por alacranes que pelean y se aguijonean entre sí, que descargan veneno una y otra vez, los unos en los otros; y que es justo ese proceso de envenenarse el que mantiene vivo al monstruo. La mochila del Ponzoña le golpea la espalda mientras corre, las armas que lleva encima le castigan el espinazo sin compasión. No quiere dejar caer la mochila porque el contenido es su último recurso para sobrevivir en un enfrentamiento directo. Sus fantasías se tornan aún más irracionales, se cuestiona si su perseguidor es un ser mítico, mitad incendio, mitad humano. Si me alcanza —piensa— bastará con que me toque para que mi cuerpo comience a consumirse. El torturador escucha los latidos de su corazón, sabe que ello implica que el órgano va acelerado en demasía. Nunca ha tenido claro hasta dónde será capaz de resistir. Las piernas las percibe con rigidez. Siente terror al pensar que, tal vez, quien lo persigue es un animal al que entrenaron para andar en dos patas: una pantera que aprendió a disparar armas largas usando las pezuñas; o una hiena, que en cuanto alcanza a sus presas, no sólo las derriba con técnicas de combate cuerpo a cuerpo, sino que les desgarra la cara y el cuello a mordidas. Y entonces su imaginación se vuelve infantil, como si los temores del perseguido fueran dibujados por el niño miedoso que fue alguna vez. Para alguien inmerso en el miedo, hasta lo ridículo resulta espeluznante. El sicario concluye que quizás el soldado acechante es en verdad un tiburón que va montado sobre un avestruz. La imagen caricaturesca, la cual en otras circunstancias le provocaría una carcajada, ahora lo aterroriza. Escucha unos disparos, su enemigo debe estar cerca. Las botas del Ponzoña hacen crujir las hojas y vacían de una pisada los pequeños charcos que anegan el terreno. El teléfono suena, lo más probable es que sea su esposa quien marca, concluye que de seguro decidió no ir esta noche con su amante, desea que así sea –pero él se equivoca, la mujer marca para decirle que se quedará un día más fuera de casa–. Luego imagina que es probable que lo persiga un espectro, y bastaría con que el fantasma se quitara el traje para poder atravesar, sin problema, la arboleda y alcanzarlo en un instante. Le punza la parte baja de la espalda. Imagina entonces que el ánima incansable detrás de él es justo el fantasma de su propio padre. Sin dejar de correr, saca de la mochila una de las granadas. ¿Y si más bien lo persigue el cadáver viviente de su padre? Analiza durante unos segundos si será capaz de dejar caer la granada y correr lo suficientemente rápido para escapar de la explosión. El tono de su teléfono suena con angustia. ¿Y si acaso lo persigue el hombre en el que siempre quiso convertirse su padre, pero nunca pudo –alguien valiente, sin deudas, un tipo recio y responsable–? El Ponzoña hace rodar la granada hacia atrás para ganar un poco de distancia y corre a mayor velocidad, su cuerpo casi es vencido por el esfuerzo. La explosión de la granada logra tirar a su perseguidor al suelo. ¿Y si acaba de atacar con un estallido a su padre vivo, quien sólo había fingido estar muerto durante años?
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