Carlos Frontera - Eco

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Eco, la primera novela del escritor sevillano Carlos Frontera, es la historia de un individuo quebrado, el relato sangrante de una fractura que le lleva a replantearse su relación consigo mismo y con los otros. Durante una larga convalecencia que lo mantiene encerrado en su casa, el narrador de esta novela breve recorre fragmentos de su pasado, sobre todo de su infancia y adolescencia, fragmentos que ocultan un secreto familiar y que nos hace poner en duda todo lo que asumimos en torno al libre albedrío, la voluntad y las decisiones. Eco es una novela sobre derrumbes íntimos, pero también es una novela sobre el deseo: el deseo de sobrevivir, de escapar del encierro, de recuperar el espacio propio, de sobreponerse a los límites del cuerpo y de la historia personal y familiar. Mediante una prosa fragmentaria, llena de imágenes intensas y un singular humor,
Carlos Frontera propone un viaje desde la inmovilidad de la convalecencia hasta el origen de una memoria hiriente que ha de reconocerse y desentrañarse, para poder dejarse atrás.

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El aire pesa más de lo debido: resulta imposible moverse si no es a cámara lenta, si no es una articulación cada vez.

Miento.

No existe tal apagón. Si bien es cierto que a la lucidez de los primeros momentos tras despertarme de la anestesia le sigue un emborronamiento de la mente, lo que vino después, el paréntesis entre el hospital y el piso, no es tal vacío. Algo permanece, algún detalle pervive en mi memoria. Conservo flashes, fogonazos, instantáneas mal enfocadas, tomadas a contraluz, encuadres con demasiado aire a sus espaldas.

Alguien me alcanza una libreta y escribo, con la legibilidad que me permite el aturdimiento, que estoy bien. Le muestro la libreta a mamá. «Me han amputado la polla y tengo un incendio en la garganta, pero estoy bien», añado para tranquilizarla.

Miento.

Una enfermera empuja mi camilla a través de un dominó de puertas batientes. Desde este contrapicado, su anatomía adquiere tintes mutilados y prehistóricos: el cuerpo sin piernas se estrecha desde unas caderas descomunales y su cara permanece oculta tras el relieve de globo de sus pechos flotantes. Intento hacer un gesto de todo bien con el pulgar pero, en lugar de eso, me sale una peineta. Las caderas de la enfermera me sonríen o se sobresaltan.

Miento.

Una madre, un hermano, me acercan al piso. Insisten en acompañarme hasta arriba, les hago un gesto de todo bien con el pulgar de la mano derecha, busco la libreta y les recuerdo que «Me han amputado la polla y tengo un incendio en la garganta, pero estoy bien», subo solo.

Miento.

Al abrir la puerta del piso, el techo se me viene encima. No el techo: el aire del piso. Como cuando regresé de Madrid y medio armario desocupado, todas las estanterías melladas y un vacío de cómoda en el dormitorio.

Miento, miento, miento.

Ostento ese récord.

Ese rascacielos de embustes.

Probemos de nuevo.

Convalezco en mi cama, solo.

Hilo los últimos coletazos de la anestesia, algún remanente surca el entramado fluvial de mis arterias, con los primeros latigazos de la convalecencia, superpongo ambos estados. Fue una operación sencilla: desviación del tabique nasal. Apenas un par de horas, si todo iba bien, para devolver a la arquitectura de la nariz la estructura que siempre debería haber tenido y recolocar todo en su sitio: tabique, cartílagos, ¿la Rubia?

Tras lo cual, una convalecencia de al menos tres días en los que la nariz debía permanecer taponada. Unos apósitos introducidos en las fosas nasales se encargarían de ello, así como de enseñar a la nariz la posición correcta. Aprendizaje por fatiga.

Convalezco en mi cama. Mi cuerpo fibroso se reblandece bajo la luz turbia de la única bombilla que sobrevive en el dormitorio, la bombilla de una lamparita sueca sobre la mesilla de noche. Me baño en ese charco de luz. Mi cuerpo es una prolongación de esa luz: se desdibuja conforme se aleja de la mesilla: nítido el hombro derecho, sobre el que brota una islita de pelos como las cerdas en la frente de un gorrino, en penumbra el lado contrario del cuerpo, mi extremidad más bulto que pie.

Me avergüenzo de mi hombro.

Me avergüenzo del bulto de mi pie.

Me avergüenzo de mi respiración.

Me avergüenzo de mis dientes.

Me acerco a Dios.

Respiro por la boca, me cuesta coger aire. Los labios se me resecan, la lengua es un sapo muerto y el aliento se pudre en mi garganta. Intento concentrarme en la respiración, en la mecánica del aire al entrar y salir del cuerpo, pero un dolor agudo no tarda en encasquetarse entre ceja y ceja. Me froto eso. Pellizco eso.

En lugar de disminuir, el dolor se extiende como una meada de perro cuesta abajo. Empapa mi frente, escuece mis ojos, suda mis sienes, me acerca a Dios.

O sea, a la inexistencia de Dios, que es otra forma de acercamiento.

Nunca he creído en Dios. Ni siquiera de crío, cuando la credulidad aún estaba en carne viva y palpitaba bajo la esponja de mis tendones. Mi relación con Dios sucedía al margen de la fe, al margen de cualquier creencia, al margen de cualquier debate teológico. Dios no existía: Dios estaba. Se daba por hecho Dios, escapaba a cualquier cuestionamiento.

Mi ateísmo se revistió de discurso en noches interminables, mitológicas, en las que mi hermano y yo, envueltos en una oscuridad primitiva, una oscuridad coetánea de las cavernas, las paredes y el techo de las sábanas abrigando nuestra pubertad, descubríamos el mundo, describíamos el mundo, le dábamos forma de relato y, entre tanto por hacer, exponíamos los argumentos que probaban la inexistencia de Dios. De todos aquellos argumentos, de todo aquel trajín discursivo, nada más convincente que el cuerpo. Lo cósmico me abrumaba. Me sobrepasaba. Excedía mi capacidad de entendimiento. El cuerpo, sin embargo, me ofrecía una prueba tangible, abarcable, de la inexistencia de Dios.

Convalezco tras la operación, me duelo y vuelvo a no ver a Dios. Si recorro la frente con la mano, si exploro los senos paranasales, desde el maxilar hasta el hueso frontal, el dolor está ahí. Un dolor mayor que ay .

Sin lesión de por medio, sin ninguna magulladura que se interponga entre mi cuerpo y la experiencia de mi cuerpo, la relación con él es la misma que con Dios cuando crío: el cuerpo no existe: está.

Una lesión pone las cosas en su sitio. Nada me acerca más a Dios, o sea, a la inexistencia de Dios, que una lesión. Una lesión me hace consciente de ese milagro de huesos, tendones, músculos, órganos y humores que conforman mi cuerpo. Varias horas o días en cama –el dolor altera el engranaje del tiempo– sin apenas variar de postura han lastimado mis lumbares. Si estiro la pierna, siento un trallazo en la espalda baja, a la altura del sacro. Trato de incorporarme para aliviar la molestia, me muevo como en un charco de resina, como si pretendiera pasar inadvertido. Me veo obligado a cambiar de posición con frecuencia para evitar que la espalda se contracture, que el brazo se entumezca, que la sangre no irrigue mis pies. Se revela un mecanismo de compensaciones, inclinaciones imperceptibles del tronco, involuntarias, que mi cuerpo realiza para evitar el dolor de espalda, lo cual provoca que se sobrecarguen otras articulaciones, otros grupos musculares que, hasta entonces, se habían mantenido a salvo.

El cuerpo se provoca daño a sí mismo para evitar que un daño preexistente vaya a más.

Hay alguna enseñanza en eso.

Esta interconexión prodigiosa, este mecanismo de compensaciones y prevención me hace no creer en Dios sin ninguna sombra de duda. Es imposible, es humana y divinamente imposible que ningún Dios haya concebido algo así. Nadie, nunca, podría imaginarse algo como un cuerpo antes de que existiese un cuerpo. Si Dios, o cualquier otro, hubiese pensando un cuerpo antes de cualquier cuerpo, habría enloquecido o habría desistido a las primeras de cambio.

Lo habría dejado por imposible.

Lo habría dejado por disparatado.

Un cuerpo sólo puede ser producto del azar o una metedura de pata cósmica. El milagro de un cuerpo anula cualquier posibilidad de Dios.

Mi convalecencia se impregna de Dios, rezuma Dios, deja a Dios en bragas, anula a Dios.

Veo a Dios en todo lo que no es Dios.

Creo en mi dolor.

Le rezo a mi dolor.

Me alimento de él.

Me incorporo sobre los codos, retiro la sábana y observo mi cuerpo, nublado aún por los efectos de la anestesia y por la mala luz de esta habitación.

No confío en lo que veo.

Sin confianza no se llega a ninguna parte, o se llega mal.

Desconfío de mis uñas.

Desconfío del bosque de pelos que cubre los 188 centímetros de mi geografía.

Desconfío del eccema que aparece cada tanto detrás de mi oreja. Lo rasco con furia, con los nudillos, para evitar que sangre, y pienso que es ahí, justo ahí, donde los extraterrestres implantan chips a los abducidos antes de devolverlos a la Tierra.

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