Hoy he contabilizado seis bajas. El sofá no lo muevo por pereza o por miedo a echarme a llorar. El número de bajas puede ser aún mayor. El mejunje va haciendo efecto con el transcurso de los días. Las hay más débiles, que apenas aguantan cuarenta y ocho horas. Otras, sin embargo, resisten como colosos. Pero todas terminan explotando. Todas. No hay nada que pueda hacerse al respecto, ya no.
Las cucarachas tienen sus estaciones. Como esos árboles que se desprenden de sus hojas llegado el otoño y ofrecen su malestar de manos crispadas al paisaje, manos de incontables dedos suplicando algo o a punto de soltar un zarpazo. Con los primeros fríos a la vuelta de la esquina, las cucarachas desaparecen, hibernan o se esconden en alcantarillas, en rincones infestados de toda la porquería que genera el día a día y no se barre. Eso no significa que ya no me quieran, ni mucho menos. Tardé en comprenderlo, no fue algo que asumí de la noche a la mañana. Tardé en aceptar que las cucarachas tienen sus altibajos, sus intermitencias, sus periodos de no dejarme ni para ir al baño y sus etapas de no querer verme ni en pintura. Está en su naturaleza, lo llevan en los genes. Pero no significa que ya no me quieran.
Una sucesión de fuegos artificiales me saca de mi letargo. Me cuesta ubicarme. La noche, porque es de noche, se llena de ruidos: los coches hacen sonar sus cláxones, pandillas de niños se lían a petardazos, los perros a ladrido limpio con el rabo entre las piernas, sirenas como lobos modernos anunciando poco bueno, cuadrillas de amigos que vienen o van, tantísimas risas agrietando la noche: 31 de diciembre, 1 de enero más bien; esa horquilla, esa frontera. Es el primer fin de año que paso solo. Me digo que no es tan malo, que hay cosas peores. Ese consuelo de mierda. Enseguida todos los sonidos del exterior se atenúan, pierden consistencia, todos menos dos: los petardazos y los fuegos artificiales. Lo demás pasa a un segundo plano. Los petardazos y los fuegos artificiales retumban pero no en la noche, pero no en mi cabeza: en la palma de la mano: un cosquilleo, una suerte de presencia. Extiendo la mano como para comprobar si llueve. Nada. Sin embargo: un repiqueteo, aunque no de lluvia: de patitas. Un peso familiar también. Un estremecimiento con cada estallido, la punzada del lisiado en el miembro que le falta.
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