¿Acaso no pone Platón en boca de Sócrates que «es necesario […] que mantengáis la esperanza ante la muerte, y la consideréis como una verdad única, confiando en que no existe ningún mal para el hombre bueno, ni mientras vive ni cuando muere»? E incluso, instantes antes de ingerir la cicuta mortal, proclama: «Os lo diré: lo que me está aconteciendo debe ser un bien, y no debemos estar en lo cierto cuando creemos que la muerte es un triste destino, pues cabe la esperanza de que sea algo favorable».
En esta Apología de Sócrates se encuentra también una frase inmensa en sus alcances: «Temer a la muerte, amigos, es confiar en una falsa sabiduría, y aparentar saber lo que se desconoce. Nadie conoce la muerte, ni se considera para el hombre el mayor de todos los bienes, pues todos la temen al comprender que es el mayor de todos los males. ¿Y no se cae en la mayor ignorancia cuando se piensa saber lo que no se sabe? Yo, atenienses –y en ello me diferencio de la mayoría de los hombres–, si dijera que soy más sabio que otros, lo sería en esto, ya que, desconociendo cuanto sucede en el Hades, afirmo ignorarlo».
No intento hacer una apología de la muerte pero sí mostrar un hombre «que se diferencia de la mayoría de los hombres», vale decir, mostrar cómo, en tanto sujetos pensantes, la muerte formará parte de nuestros valores y anhelos y cada cual irá hacia ella de acuerdo con la trama psíquica íntima de su vida. Desde esta vertiente de pensamiento, hay cualidades adscritas a la muerte de un sujeto. Hay muertes mejores y peores, dignas y cobardes. La frase de Sócrates en el diálogo de Fedón cuando dice «Siempre oí que es necesario morir con alegría» puede parecer excesiva. Sin embargo, comporta un dejo de verdad. A partir de ella se pueden distinguir las muertes alegres o vitales de las muertes melancólicas o mórbidas.
Aunque suene extraño, se puede enunciar la «grandeza de morir» o el «amor del destino» cualquiera este sea que pregona Nietszche.
En la misma línea podemos incluir la dimensión del silencio en el sentido (véase cap. 8) de un imperativo ético frente a lo desconocido.
La dimensión de vacío se asoma al ser al reconocer lo contingente de su estadía en la tierra. Pero no se trata del vacío que nihiliza, sino del Vacío con mayúsculas que «abre el espacio del ser» (Laporte, 1975). En un cuento de J. P. Sartre titulado «El muro», un condenado a muerte reflexiona frente a sus verdugos: «Estos dos tipos adornados con sus látigos y sus botas eran también hombres que iban a morir. Un poco más tarde que yo, pero no mucho más». Lucidez implacable, aparente privilegio de los que de una u otra manera reconocen su marca de mortales y, si el tiempo aún es generoso, se sirven de este impactante reconocimiento para incrementar la alegría de vivir.
Escribe A. Kojève (1987), refiriéndose a la idea de la muerte en Hegel: «La Muerte es lo que engendra al Hombre en la Naturaleza y es la muerte la que lo hace progresar hasta su destino final, el del Sabio plenamente autoconciente y, por tanto, conciente de su propia finitud. De tal manera, el Hombre no llega a la Sabiduría o a la plenitud de la autoconciencia mientras, como el vulgo, finja ignorar la Negatividad; que es el fondo mismo de su existencia humana, y que se manifiesta en él y a él no sólo como lucha y trabajo, sino también como muerte o finitud absoluta. El vulgo trata la muerte como algo de lo cual se dice: “no es nada o no es cierto”; y volviéndose rápidamente se apresura a pasar a lo cotidiano. Pero si el filósofo quiere alcanzar la Sabiduría, debe “mirar lo Negativo de frente y permanecer cerca de él”; y es en la contemplación discursiva de la Negatividad que se revela por la Muerte donde se manifiesta la “potencia” del Sabio autoconciente que encarna el Espíritu» (p. 63).
Si dedico este breve apartado al lado filosófico de la muerte, es porque considero que adquiere desde esa disciplina una jerarquía que muestra la importancia de “mirar la muerte” y sus benéficos efectos. Propongo reflexionar sobre las posibles consecuencias en nuestra cultura de la rígida renegación con que se la aborda. Es probable que la incapacidad de tolerar la propia muerte y su negación extrema hagan su camino en la destructividad humana. En el otro que muere (de hambre, de frío, de bala) yo ratifico mi inmortalidad en mi poder de dar muerte. Es el otro quien muere, a quien mato, en quien proyecto la sentencia de muerte natural intolerable de aceptar para mí mismo.
V. La representación de la muerte
La cuestión de la «representación de la muerte» es un tema complejo. Freud fue taxativo: «…la muerte es un concepto abstracto de contenido negativo para el cual no nos es posible encontrar nada correlativo en lo inconciente» (1923). Nadie «vive su muerte» e imprime una huella mnémica de ese acontecer. La muerte, al no poder constituirse en experiencia, queda excluida del universo representacional. Por sustitución metafórica, la idea de la muerte remitiría siempre a la representación de la castración. Esto se encuentra en concordancia con la definición de representación introducida por Lalande (citado en el Diccionario del Psicoanálisis ): «lo que uno se representa, lo que forma el contenido concreto de un acto de pensamiento y especialmente la reproducción de una percepción anterior». No hay percepción de la muerte propia por definición de la muerte misma en tanto suceso que aniquila por siempre el aparato psíquico.
«La muerte propia era, seguramente, para el hombre primordial, tan inimaginable e inverosímil como todavía hoy para cualquiera de nosotros» (Freud, 1915 b ).
La diferencia es un organizador psíquico. Señalo las principales diferencias: hombre/mujer, ausencia/presencia, vivo/ muerto. Cada uno de estos pares excluye al otro. Son términos absolutos, precisos. En lo referente a los sexos es frecuente observar desplazamientos entre uno y otro de estos términos, ya sea en el rechazo al propio sexo, en la asunción de una bisexualidad real o imaginaria, en la lucha por la apropiación del otro sexo, en las patologías del travestismo, etcétera.
La polaridad vivo/muerto no admite alternancias. Se puede «jugar a la muerte», desafiarla, buscarla, pero, una vez que adviene, no hay retorno. En la muerte se patentiza una moneda imposible de intercambiar. Implica un corte definitivo. Es exactamente lo que desafían las teorías de la reencarnación. La continuidad que establecen es incesante y la muerte constituye simplemente un cambio de estado, un «descarne» que promete un nuevo «reencarne». El hombre pasa a ser mujer; el muerto, vivo; la mujer, hombre; el vivo, muerto, etc., en un engendramiento circular infinito. Estos sistemas representacionales son altamente aliviadores frente a las ansiedades de muerte.
La muerte propia no tiene representación.
En psicoanálisis se ha confundido «representación» con «experiencia». Nadie tiene experiencia de su propia muerte en forma directa, sí en cambio representaciones del objeto «muerte» que se inscriben en los sistemas mnémicos. De la misma manera en que se tienen representaciones de lugares que no se conocen, de estados que no se han vivenciado, de sucesos que no han acaecido y de la muerte del otro, del extraño o del ser querido. Ante la muerte de un amado, «el hombre primitivo ya no podía desmentir la muerte, pues por sí mismo ya la había experimentado parcialmente en su dolor, pero no quería reconocerlo porque no podía pensarse a sí mismo muerto» (Freud, 1915 a ). Sin embargo, «experimentaba entonces en sí mismo que se puede morir, pues cada uno de estos seres queridos era una porción de su propio yo, pero por otro lado, en cada una de estas personas queridas también había algo de alteridad. En estas líneas, Freud ya esboza la idea de una cierta forma peculiar que el sujeto tiene para experimentar-representar su muerte. Experiencia parcial y representación «parcial» así como representación anticipada de un futuro inevitable.
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