De este modo se entiende la aparente contradicción de Freud, quien por un lado sostenía que no existe posibilidad alguna de representarse la muerte propia, pero por otro lado hacía alusión a representaciones de la muerte al escribir por ejemplo (1909): «la mudez se hizo en este sueño representación de la muerte», o: «El silencio ha de ser entendido como representación de la muerte». Para Freud, palidez, mudez, silencio, flores cortadas son algunas de las representaciones que remiten a muerte.
G. Raimbault (1975) destaca otras representaciones en su escucha de niños próximos a morir: soledad, despedazamiento, vacío, temor a no despertar, pérdida del movimiento, de los sentidos, del mundo, del pensamiento, etcétera.
La muerte constituye una representación «especial» junto a otras representaciones, tales como la castración o el vientre de la madre (Le Guen, 1992). Lo irrepresentable asoma en estas privilegiadas representaciones que tienden a un absoluto que se ejerce desde la imaginación, que no deriva de experiencia pero sí de percepción sobre el otro. Representaciones nacidas no de lo directamente vivido sino bajo la forma de la anticipación imaginaria de un acontecer futuro.
Se puede, pues, enunciar que no hay representaciones de la muerte pero sí, en cambio, representaciones acerca de la muerte.
Quiero considerar ahora otra cuestión: la representatividad del afecto. Sabido es que la pulsión está representada por representaciones y por afectos, y que los destinos de los afectos son los más importantes. M. Fain (1985) ha observado las repercusiones de un traumatismo ocasionado por una pérdida de memoria. Mostró cómo una preocupación afectiva inconciente motiva una serie de desplazamientos y trasformaciones de la representación con miras a resolver el conflicto psíquico. El afecto y la representación están íntimamente entrelazados aun cuando se manifiesten desde diversas instancias psíquicas y a veces sólo una de esas dos vertientes de la pulsión pueda ser objetivada.
Freud (1923) enuncia que «a diferencia de las representaciones no existe, en lo que respecta al afecto, pasaje obligado a través del preconciente». Green (1984, citado por C. David) considera que esta aseveración es rica en consecuencias. Dice: «Si el afecto puede cortocircuitear el preconciente, puede entonces plantearse como un representante del inconciente en estado puro, vale decir como un representante del sistema memoria, dado que el sistema perceptivo está ligado a la conciencia». La memoria inconciente del afecto queda establecida. El afecto, para exteriorizarse y «comprenderse», requiere de una mediación: imagen o palabra. En el inconciente planean «afectos puros», «afectos aislados, culturas puras de afecto cuya función específica de representación, la representatividad que les es propia, se exacerba por el hecho mismo del aislamiento, de la desinserción (C. David, 1985). Se crea en la escuela francesa la categoría de representante del afecto . El afecto, desde esta óptica, es el portador de un saber latente, inconciente. Lo inefable, lo no figurable, pero al mismo tiempo lo activo desde un registro otro, se incluyen desde esta perspectiva teórica. Las representaciones de cosa y de palabra sirven de soporte para desarrollos posteriores.
Pero, ¿y la muerte? ¿Cómo intervienen estas acciones en lo que concierne a los afectos que despierta? Lo intolerable de su representación conciente y la desmesura de los afectos displacenteros que evoca dan cuenta de combinatorias. En primer lugar, la muerte emerge como un nombre cuyas letras generan significantes. Los significados que irán germinando en el cultivo de estas combinatorias se enlazan con múltiples afectos que van desde el espanto máximo, las vivencias de lo siniestro y de la despersonalización hasta la aquiescencia de la muerte, el sentimiento de heroísmo o, simplemente, la dignidad y serenidad.
Precisemos más: Freud, en sus trabajos de metapsicología, utiliza dos términos para referirse a la representación: representante de la pulsión y representante-representativo. Como bien lo indican Laplanche y Pontalis (1968), unas veces ambos términos son empleados como sinónimos, otras veces el representante de la pulsión adquiere un sentido más amplio incluyendo también al afecto. Se puede conjeturar desde esta diversificación conceptual que la pulsión de muerte (no la muerte misma sino la energía que tiende hacia ella) busca una expresión psíquica, y que la encuentra en el dominio del afecto y de una representatividad de un orden diferente de la representación convencional.
A. Green (1984, citado en C. David) ha escrito: «Se dice: existe la representación y no hay que olvidar el afecto que la acompaña. Pero ¿qué nos asegura tanto que el afecto tenga el rol de acompañante? ¿Y por qué no pensar por el contrario que la naturaleza profunda del afecto consiste en acontecimiento psíquico ligado a un movimiento en espera de una forma?». Desarrolla a continuación su teoría sobre un representante-afecto emanado de la inducción afectiva de un otro mediador que aporta el potencial representacional.
Puede ser de utilidad incorporar la rica distinción de los tres registros (imaginario, simbólico y real) aportada por Lacan al campo del psicoanálisis. Ciertas representaciones de la muerte habrán de seguir las vertientes de conformación del orden imaginario (mudez, silencio, flores cortadas, etc.); otras, las leyes de organización del orden simbólico, sustentadas en la idea de castración. Remiten a corte, límite, fin, ley inapelable de «tener que morir». En lo referente a lo real, más allá de la realidad tangible de la muerte expresada por el cadáver, por un dedo separado del cuerpo, etc., asoma lo irrepresentable, lo imposible, lo inaprehensible.
Cuando la representación de la muerte adquiere carácter traumático, el sujeto expuesto a un dolor psíquico intenso destroza espacios internos representacionales y se sumerge en el campo de lo irrepresentable. El dolor hace agujero y el sujeto rompe series de pensamiento. Retomaré este punto desde la vertiente clínica al considerar los mecanismos de defensa extremos. El individuo clama por «anestesia» frente a la intolerabilidad del dolor. A veces en el grito de dolor físico se esconde este otro dolor «sin palabras» ante la muerte. El dolor hace de afecto.
La muerte de cada sujeto será siempre su muerte posible .
VI. La sacralidad de la muerte
El cuerpo muerto ha sido alcanzado por un acto trascendente. Le ha sucedido algo del orden de lo misterioso e inquietante. Ritos previos y ritos posteriores al momento final marcan la importancia del suceso. Lo más alto, lo más poderoso imaginado por mente humana se hace presente. Es una hora de Dios, de ángeles, de espíritus, de santidad o de maleficio. A la quietud del cadáver se contrapone la agitación de las almas de los sobrevivientes frente al espectáculo abrupto de la ruptura, del corte definitivo.
La religión interviene en forma manifiesta o marginal, latente. Es muy difícil sustraerse de la apelación a un orden superior, a la magia suprema de unos seres míticos, ultraterrenos, supranaturales, lejanos, eternos... Inconcebible un mundo sin sacralidad, sin rituales ordenadores plenos de sentido. Cuando se lo piensa sin dios, abandonado a sí mismo, surgido de la nada, de un azaroso big-bang, lo real de lo que no se puede ni comprender ni aprehender amenaza con hacer brotar un manantial de angustia del corazón del hombre.
Las ideas acerca de dioses y demonios, de premios y castigos más allá de la vida alivian la existencia. Conforme un espacio psíquico ordenado, que explica hasta lo inexplicable y que organiza los caóticos vislumbres de una creación desconocida.
VII. La festividad de la muerte
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